jueves, 7 de marzo de 2013

El oro de los faraones


El oro de los faraones

Brillante e inalterable, el oro fue el metal más valorado por los egipcios, que lo utilizaron profusamente en el ajuar y la decoración de las tumbas reales.
En 1901, el gran arqueólogo británico Flinders Petrie descubrió en Abydos, en la tumba del rey Djer, de la dinastía I (hacia 3.000 a.C.), un brazo momificado que alguien había arrojado en un rincón. El miembro, probablemente de una mujer, estaba envuelto en vendas de lino; cuando Petrie las retiró aparecieron ante su vista cuatro espléndidos brazaletes compuestos de oro, turquesa, lapislázuli y amatista. Las cuatro pulseras, conservadas en el museo de El Cairo con todo su brillo original, son uno de los testimonios más antiguos de la presencia de joyas de oro en el antiguo Egipto. Ciertamente, en varias tumbas predinásticas se han encontrado pequeñas muestras de oro, pero fue en época tinita (el período en el que la capital de Egipto estuvo en Tinis, en el Alto Egipto, hasta la dinastía II) cuando los orfebres egipcios alcanzaron una gran pericia. Este alto nivel se mantuvo en los períodos siguientes, como prueban los hallazgos en la pirámide del faraón Sekhemkhet, de la dinastía III –en particular un recipiente de oro en forma de concha marina y un brazalete compuesto de pequeñas esferas doradas–, así como al ajuar hallado por George Reisner en la tumba de la reina Hetepheres, de la dinastía IV.
En esos tiempos, los egipcios conseguían el oro en yacimientos relativamente próximos, en particular en los uadis (cursos fluviales secos) del desierto oriental del Alto Egipto, en el sur del país. No fue hasta el Imperio Medio, a finales del III milenio a.C., cuando se empezó a importar el oro masivamente de Nubia, en el actual Sudán. La consiguiente abundancia de oro alimentó el gusto por las joyas en la corte, al tiempo que la influencia artística del Próximo Oriente y del Egeo inspiraba nuevas formas y técnicas de orfebrería. Podría decirse que fue en el Imperio Medio cuando la orfebrería egipcia alcanzó su cénit. Los tesoros exhumados por Petrie y Jacques de Morgan en El Lahun y Dashur, respectivamente, en varias tumbas de reinas y princesas de la dinastía XII, reflejan la perfección que alcanzó el arte de la fabricación de joyas.
En el Imperio Nuevo, el famoso ajuar de Tutankhamón, faraón de la dinastía XVIII, a mediados del siglo XIV a.C., si se prescinde de la incomparable máscara funeraria, no aporta novedades en cuanto a las técnicas, las mismas que en el Imperio Medio, aunque sí presenta aspectos originales en la temática y las formas. Durante la dinastía XXI, trescientos años después, las técnicas y los motivos alcanzarán la perfección; ejemplo de ello son los soberbios vasos hallados en la tumba tanita de Psusennes I.
Existen numerosos testimonios de la pasión que sintieron los egipcios por el oro. Uno de los más espectaculares es el tesoro del Imperio Medio que halló el arqueólogo francés Fernand Bisson de La Roque en 1936 entre los restos de un templo erigido en honor al rey Sesostris I, segundo faraón de la dinastía XII, que aparecieron bajo los escombros de un templo grecorromano en la localidad de El-Tod.

Primeros descubrimientos

A menos de un metro de profundidad Bisson de La Rocque se topó con un escondrijo que contenía unas estatuillas de bronce de época saíta (siglos VII-VI a.C.), y muy cerca halló cuatro pesados cofres de bronce. Tanto en sus tapas como en sus pomos de cierre Bisson pudo leer el nombre de coronación de Amenemhat II, hijo y sucesor de Sesostris I. Los cofres contenían un verdadero tesoro de oro, plata y lapislázuli. Dos de ellos guardaban, entre joyas y lingotes de plata, diez lingotes de oro, numerados en hierático del uno al diez, con un peso de 6,505 kilogramos cada uno. El tesoro de Tod, que hoy podemos contemplar en los museos de El Cairo y el Louvre, podría interpretarse a primera vista como una muestra del amor filial de Amenemhat II hacia su padre Sesostris, en forma de valiosísimo regalo. Sin embargo, el uso del oro tenía en el antiguo Egipto significados más profundos.
En épocas anteriores se habían hecho a los difuntos reales ofrendas funerarias de excepcional riqueza, que no se limitaban a dotar al muerto de los alimentos y los útiles cotidianos necesarios para la vida en el Más Allá. Por ejemplo, el arqueólogo francés Jean-Philippe Lauer halló en las galerías subterráneas de la pirámide del rey Djoser, de la dinastía III, cerca de 40.000 vasos de piedra primorosamente cincelados. Un número semejante de vasos impide considerarlos como simples contenedores de comida o bebida para servir al difunto. Elaborados por los mejores artesanos de la época, los vasos de piedra eran por entonces el mayor exponente de un alto estatus social y económico, y transmitían la idea de que, cuantos más vasos se tuvieran, mayor era el poder de su propietario. Esta misma significación pasó, redoblada, de la piedra trabajada al oro cuando éste se convirtió, en el Imperio Medio, en el metal de moda en la corte.

El metal de los dioses

El oro encabezaba la jerarquía de los metales preciosos, delante de la plata, el electro y, por supuesto, el cobre. Esto en parte se explica por sus características físicas. Obsesionados por lo permanente, por lo que nunca muere, los egipcios no podían dejar de primar al metal inalterable por excelencia. Pero había también una explicación religiosa más profunda. El brillo del oro evocaba el resplandor del dios Re en toda su majestad, el sol en su cénit; de hecho, se creía que el oro era la carne de los dioses, mientras que sus huesos eran de plata y sus cabellos de lapislázuli. Como, además, los egipcios consideraban al faraón hijo del sol y lo identificaban con Re, emplearon el oro en abundancia en el ajuar funerario de sus reyes. Una de las fórmulas del Libro de los Muertos, por ejemplo, afirma: «Tu cabellera está decorada con lapislázuli; la parte superior de tu rostro es el resplandor de Re; tu cara es una lámina de oro y Horus la ha realzado con lapislázuli [...] Tu cuello está adornado de oro y forrado con oro fino [...]; tu espalda está adornada con oro, está forrada con oro fino». Según esta concepción, el oro poseía poder regenerativo y ayudaba al faraón difunto en su renacimiento como Osiris. De ahí que en las tumbas reales de época ramésida se crearan unas cámaras funerarias llamadas «cámara del oro», donde se llevaba a cabo la regeneración del rey fallecido. Muchas de estas cámaras estaban pintadas de amarillo, color asociado con el oro y que fue imitado también por los pintores en sus modestos hipogeos del poblado de artesanos de Deir el-Medina.

La mayor recompensa

Dada la íntima asociación entre el soberano y el oro, el rey era el único propietario legítimo del valioso metal, por lo que sólo él podía otorgarlo, como un don divino, a ciertos personajes y por hechos excepcionales. Así surgió un donativo real denominado «oro de la recompensa» u «oro del valor», el regalo más distinguido que el rey concedía a sus súbditos por servicios extraordinarios, ya fueran de carácter civil o actos de valor en el campo de batalla. Este obsequio tomaba la forma de pesados collares compuestos por discos de oro, llamados shebyu. En las pinturas de la tumba de Ay en Amarna vemos cómo el faraón Akhenatón, los entrega a Ay y a su esposa Tia desde el «balcón de las apariciones» de su palacio. El general Horemheb, en su tumba de Menfis, exhibe también estos collares donados por Tutankhamón.
El shebyu no era la única joya del oro de la recompensa. En Tanis, el arqueólogo Pierre Montet halló, entre los preciosos objetos del ajuar del general Undebaunded, dos copas de oro y un plato de oro y plata, extraordinarias piezas de orfebrería donadas, con dedicación expresa, por Psusennes I, y que hoy se conservan en el Museo de El Cairo. Tutmosis III premió a su escriba real y general Djehuty con un magnífico plato de oro, conservado en el Museo del Louvre con su dedicatoria real. Aun así, el oro del honor no era privilegio exclusivo de los altos dignatarios de la corte. El marino Ahmés, hijo de Abana, acompañó a los reyes Ahmosis, Amenhotep I y Tutmosis I, de la dinastía XVIII, durante la guerra de liberación contra los invasores hicsos, hacia 1537 a.C. En el relato que figura en su tumba de El Kab, Ahmés cuenta que fue premiado siete veces con el oro del valor, entre otras donaciones de tierras y sirvientes.
Los egipcios no fueron los únicos destinatarios de los presentes de oro de los faraones. También los reyes extranjeros podían recibirlos. Así se explica la carta que un príncipe de Mitanni dirigió a Akhenatón, en la que le pedía, o más bien le exigía, que continuara enviándole regalos de oro como habían hecho sus antecesores, pues «el oro puro es para Egipto como el polvo que invade los caminos».
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