Los medios de comunicación ya no son el “cuarto poder”
De
acuerdo a nuestra tradición occidental la realidad es una, dada desde
siempre, puesta ahí en forma indubitable a la espera que el ser humano
se contacte con ella. La realidad, en definitiva, existe
independientemente del sujeto que se relaciona con ella. En ese marco,
la verdad, siguiendo las enseñanzas aristotélicas y los teólogos
medievales, es la “adecuación del sujeto que conoce con la cosa
conocida”. La cosa, la realidad, está siempre ahí a la espera que el
sujeto se dirija a ella para aprehenderla, para conocerla a través de
sus sentidos y la razón. Esa fue la idea dominante por dos milenios en
nuestra tradición cultural, y es la concepción que sigue prevaleciendo
en el sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva.
En el
Renacimiento, con el cambio de paradigmas que comienza a tener lugar en
ese momento histórico de la humanidad, la noción de la realidad va
variando. Con el mundo moderno que se empieza a construir a partir del
nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad va a pasar ser
“construcción”, es decir: producto de la forma en que el sujeto se
relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable.
Llegados a nuestros días con un pensamiento cada vez más centrado en el
sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa
realidad. Los datos de las distintas ciencias sociales y de una
epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica ponen el
énfasis en la relatividad de la realidad: la misma pasa a ser entendida
como construcción histórica, por tanto cambiante, variada, siempre
relativa. El peso, ahora, está puesto en el sujeto y en las relaciones
que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio
llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva
visión de la realidad. La verdad deja de ser un absoluto.
Todo esto
nos sirve para entender que la realidad de la que queremos hablar en
términos político-sociales es una realidad “construida”, no absoluta, no
terminada. Lo político, en tanto la esfera donde se juegan las
relaciones de poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de
antemano, única e indubitable. Esa realidad política es producto de una
historia, y por tanto, es cambiante, dinámica, en perpetuo movimiento.
En esa construcción, más allá de la bienintencionada idea de paz y
rechazo de la violencia, el conflicto juega un papel determinante. La
historia, la realidad política en definitiva, es producto de una
conflictividad estructural. La realidad política tiene que ver con el
juego de los poderes que se van estableciendo, los cuales están en
continuo cambio. La forma en que percibimos esa realidad no es nunca ni
ingenua ni neutra. Lo que sabemos de esa realidad política -que es una
realidad social, por tanto determinada por factores sociales, económicos
en principio, así como culturales en sentido amplio- es siempre una
construcción hecha desde el ejercicio de poderes. Lo que pensamos,
sabemos, decimos de esa realidad, es lo que quien detenta la mayor cuota
de poder social piensa.
El
pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder que
estructuran toda sociedad, y que le dan su dinámica. Este pensar, en
general, ha sido patrimonio de un pequeño grupo de pensadores -en
general plegados a los poderes dominantes- que piensan, organizan y dan
forma a lo que luego las grandes mayorías repiten. En relación a esto,
algo inédito en la historia y que viene marcando una tendencia cultural
ya desde inicios del siglo XX es el papel que juegan los modernos medios
masivos de comunicación. Lo que la gran mayoría piensa, o más
correctamente repite en términos políticos-ideológicos, cada vez más
proviene de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero, luego
radio, después la televisión con una fuerza arrolladora, actualmente
toda la diversidad de medios audiovisuales: internet, videojuegos. Estos
llamados “mass-media” han ido creciendo hasta convertirse en una
especie de nuevo medio ambiente creando una inversión que hace que para
muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que esos
medios producen.
Según una
publicación de la empresa encuestadora Gallup, estadounidense y para
nada sospechosa de pensamiento crítico con ideología de izquierda, el
85% de lo que un adulto urbano término medio “sabe” hoy día de su
realidad política proviene de esos medios masivos de comunicación, de la
televisión ante todo. Es ya sabido, es una frase hecha -pero no por
ello menos importante- aquello de “si no está en la televisión no
existe”.
Esa es nuestra realidad política actual: los medios de comunicación, tradicionalmente el “cuarto poder”,
han subido drásticamente de categoría. Hoy día son uno de los factores
del poder mismo, construyendo la realidad político-ideológica a escala
planetaria. Muy buena parte de nuestras apreciaciones sobre esa realidad
son los productos prefabricados que esas usinas culturales elaboran,
cada vez con mayor sutileza, con mayor esmero.
La
evolución de los medios de comunicación ha estado siempre asociada a las
distintas revoluciones tecnológicas, así la imprenta precedió al motor
de vapor, la radio a la televisión, el ferrocarril a los automóviles, el
telégrafo al teléfono, etc. De igual forma la expresión oral precedió a
los manuscritos mediante el pergamino que podía mostrar texto y
miniaturas ilustradas. Primero se transmitían sonidos, luego sonidos e
imágenes. Hasta llegar al nuevo medio de transmisión de información, a
saber: internet. Ha sido un medio que empezó transmitiendo sólo texto,
luego imágenes, sonido, hasta llegar al lugar que ocupa en la
actualidad.
La televisión: un ejemplo de “diosa todopoderosa” en la comunicación
Para
entender este poder que detentan los medios, nos vamos a permitir hacer
un pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a
escala global en la población: la televisión. Sin dudas, ella es uno de
los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su
importancia es tremendamente grande, dado que influye en los cimientos
mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos
de comunicación, por tanto es parte medular de la cultura, de esta
sociedad que llamamos ahora “sociedad de la información y la
comunicación”. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más
avasallante. Sin temor a equivocarnos podemos decir que el siglo XXI
será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya
se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven
las cosas, parece afianzarse cada vez con más fuerza sin posibilidad de
retroceso. El “¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para
quedarse. Hoy día esa pantalla ya no es sólo la televisión; ahí tenemos
también la de los teléfonos celulares, la de las agendas electrónicas,
las sofisticaciones de plasma líquido que nos invitan por todas partes a
quedar anonadados. En definitiva: la imagen nos va envolviendo cada vez
más siguiendo el modelo televisivo.
Cuando la
televisión se masificó se inició también el debate sobre si, por fin,
este medio encarnaría el sueño de educación al alcance de toda la
población, información veraz y objetiva sobre la realidad mundial,
cultura para todos, programas de debate, aporte a las ciencias y a las
artes. Pero ya con varias décadas de desarrollo parece que ninguno de
estos ideales se ha realizado (quizá a través de ningún medio sucedió,
pero con la televisión menos aún).
A medida
que pasa el tiempo la televisión es más criticada pero, al mismo tiempo,
más consumida. Prácticamente desde su aparición misma no fue un medio
informativo y educativo sino que se constituyó en objeto de
entretenimiento para terminar siendo el centro de todo hogar moderno. De
la misma manera en que no se piensa dos veces si se compra una cocina o
una cama cuando una pareja de recién casados estrena residencia o
cuando un joven se independiza, tampoco se puede dejar de pensar en
comprar un televisor. Hoy día, incluso, en los hogares de clase media ya
es “obligado” más de un aparato. Este objeto se ha convertido en una
parte esencial de la vida de todos los seres humanos, ricos y pobres,
urbanos o rurales, varones o mujeres, jóvenes o adultos. Se calcula que
actualmente están funcionando no menos de 2,000 millones de aparatos
televisivos, y la tendencia es seguir creciendo.
La
televisión construye un mundo virtual muy especial. La fuerza de las
imágenes hace que a menudo reciban un estatus de realidad superior a la
realidad misma. En las modernas sociedades masificadas, aglomerándose
enormes cantidades de seres humanos pero estando paradójicamente muy
separados unos de otros dados los patrones de individualismo y
consumismo hedonista que la sociedad actual ha impuesto -“es más fácil
para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que un vecino”,
dijo sarcásticamente Alain Touraine (1)-, al mirar todas esas personas
las mismas imágenes en forma simultánea, la televisión consigue ser el
referente más potente de validación y estandarización de la realidad. El
punto de partida para entender esto es la dificultad que el sistema
nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la
realidad de las imágenes virtuales o de representación de la realidad.
Por eso lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con
los anuncios de bebidas. El cerebro ha ido evolucionando en los
organismos más complejos, incluida la especie humana, basándose en la
credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una
noticia cualquiera le confiere un carácter de más veracidad. Las
informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de ser algo
intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución no ha sido necesario
desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las
reales, puesto que las primeras no existían o eran poco relevantes
(espejismos, reflejos en el agua). La aparición de la realidad virtual
cambió en muy buena medida la historia humana.
La memoria
aún tiene más dificultades para distinguir la procedencia de las
imágenes mentales que posee. ¿De dónde me viene la idea que tengo de la
nieve viviendo en el trópico, de mi experiencia o de las películas que
he visto? Y la idea de la Edad Media, ¿de mi imaginación, de los textos
que he leído o de las imágenes que he visto? ¿Y la idea de un
sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿Y la de la guerra? ¿Cómo llegamos a
los conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre
blancos; los segundos: negros, indios, musulmanes). Es necesario
insistir en esto: la televisión influye más sobre la humanidad que todo
el arsenal nuclear. La televisión crea la realidad cultural en la que
nos desenvolvemos, hoy día con más fuerza que la familia, las iglesias o
la escuela formal.
La
dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con
el aislamiento social y la cantidad de tiempo dedicado a ver la
televisión (en promedio: dos horas diarias un adulto y cuatro horas y
media un niño) borra las fronteras entre realidad y ficción e invierte
el referente para conocer quiénes somos, cómo es la realidad y cuál es
el mundo deseable. Por supuesto, a los círculos que detentan el poder
esto les viene como anillo al dedo. Por eso, seguramente, se dio el
crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o como ningún otro
avance científico del siglo XX. Y en esa línea se hallan todos los
dispositivos audiovisuales; el internet ya se perfila como, sino que ya
es, uno de los núcleos principales en torno al que se tejerá la vida
para el siglo XXI.
Para
mantener la atención, el negocio televisivo transforma todo lo que trata
en espectáculo, en show, para decirlo en la lengua dominante. El
discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte,
la guerra, el sexo, la destrucción pasan a ser fundamentalmente
espectáculo, comedia, show farandulesco. El espectador es acostumbrado a
ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la
ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las
relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y modorra en
el que crece con facilidad la parálisis social. Como tecnología de
implantación de imágenes en el sistema nervioso central, la televisión
permite hablar directamente al interior de la subjetividad de millones
de personas y depositar en ella imágenes (que difícilmente se pueden
modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera
nunca hubiera pensado hacer. (No olvidemos la ley de Galbraith (1958):
“se publicita lo que no se necesita” (2)). ¿Cómo conseguir suprimir las
numerosas maneras diferentes de comer que había en los distintos
territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del planeta)
por unas hamburguesas o un vaso de bebida gaseosa? Sólo una tecnología
como la televisión es capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el
escaso margen de pocas generaciones, cosas que no logró ninguna iglesia
ni ningún partido político. Aunque la televisión se inventó en los años
20 del pasado siglo, se desarrolló como tecnología de implantación
masiva de imágenes coincidiendo con el período de mayor bonanza y
acumulación capitalista tras la segunda guerra mundial, liderada por la
gran potencia hegemónica de ese entonces: Estados Unidos.
Hacia una cultura de la imagen
La cultura
audiovisual que la televisión, y hoy día los otros medios digitales
(videojuegos, internet), han ido creando una cultura donde se invierte
la evolución de lo sensible a lo inteligible, alterando la relación
entre entender y ver, distorsionando en buena medida la comprensión del
mundo, dificultando la capacidad de abstracción, y por tanto, de actuar
sobre la realidad. La humanidad no es “más tonta” desde que ve
televisión, sin dudas; pero es más manejable, más manipulable. El
primado de la imagen lo permite.
El
video-dependiente término medio, de televisión o de las nuevas
tecnologías que entronizan la imagen -es decir: cada vez más gente en el
planeta- tiene menos sentido crítico que quien no depende casi
exclusivamente de las imágenes como fuente de conocimiento, de quien lee
y piensa reflexivamente, críticamente. Es mucho menor el esfuerzo de
ver que el de leer. Consideremos cómo es dejarse llevar por imágenes: se
suceden unas a otras, el orden está fijado, se trata fragmentariamente
cada tema y no hay espacio para reflexionar (es decir: para darle
vueltas al asunto, para examinar el contexto global en que se produce un
acontecimiento, integrarlo con otros aspectos de la realidad con los
que interactúa, darse el tiempo para pensar en futuras acciones en
relación al material recibido por los sentidos). Pero de todos modos es
incorrecto achacar nuestros males y esta cultura “light” del “no piense y
mire pasivamente” al avance tecnológico. Las nuevas tecnologías modelan
las problemáticas y perfilan cambios en la constitución subjetiva, sin
dudas; sin embargo el poder de creación, de innovar, de formar y
participar en los procesos de transformación social sigue siendo
exclusivamente responsabilidad nuestra, y como siempre, el vínculo
interpersonal es el factor determinante en el desarrollo y uso de las
potenciales capacidades intelectuales. La tecnología nos condiciona,
pero el proyecto antropológico de base (“político”, si preferimos
decirlo de otro modo) es el que decide cómo y para qué se usa ella. En
otros términos: la ciudadanía sigue siendo lo fundamental, más allá de
la tecnología que se utilice.
Vale
aclarar muy enfáticamente que la “culpa” de los males del mundo no es de
la televisión ni de los medios de comunicación en general, de esta
tendencia al consumo de imágenes, de los medios digitales (televisión y
toda la parafernalia que le sigue, el internet, la pantalla de los
teléfonos celulares inteligentes y de los medios que podrán venir en un
futuro en esta línea). También ellos, como instrumentos de enorme
penetración, pueden servir para otros fines: para ampliar nuestro
conocimiento, para mejorar nuestra condición. También la televisión, o
los medios de comunicación en general, pueden ser un arma liberadora. De
todos modos, las experiencias conocidas hasta la fecha abren algunos
interrogantes.
Esto nos
lleva a replantear la cultura de la imagen que está en la base de toda
esta proliferación de medios masivos que cada vez van imponiéndose más.
Como dijo Zbigniew Brzezinsky (1968) (3): “En la sociedad actual el
rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos
incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de
personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo
efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y
controlar la razón”. En otros términos: los medios de comunicación al
servicio de los proyectos dominantes, de los poderes fácticos.
La
humanidad no es más tonta desde que ve televisión, se decía más arriba,
pues el núcleo del problema no está en el consumidor sino el productor.
Lo que se busca enfatizar ahora es que ese productor de imágenes es cada
vez más también un gran poder político. En los años 60 del pasado siglo
el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco, decía que “quien
detente los medios de comunicación detentará el poder” (4).
Evidentemente, viendo cómo marchan las cosas actualmente, no se
equivocaba.
Vale la
pena aquí recordar lo dicho por el nazi Joseph Goebbels, padre de la
manipulación mediática moderna: “¿A quién debe dirigirse la propaganda: a
los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y
únicamente a la masa! (…) Toda propaganda debe ser popular y situar su
nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de
alcances de entre aquellos a quienes se dirige [¿niño de seis años?].
(…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su
entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy
grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos
puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas
repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los
oyentes sea también capaz de captar la idea”. (5)
No hay
ninguna duda que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes
audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente, junto
al cine, la foto, el internet o los videojuegos, generó una cultura de
la imagen que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, revertir. En
la dinámica humana la conducta reiteradamente repetida termina creando
hábito (“algunos puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de
fórmulas repetidas” enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich.
Igual que la intuición de Eco, tenía razón). La cultura de la imagen
que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un hábito
en todas las capas sociales en estas últimas generaciones, y hoy por hoy
pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite
intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de
programa televisivo que se presente, siempre el mirar la pantalla no
permite una actitud crítica como sí posibilita, por ejemplo, la lectura.
De todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a
desaparecer. Por el contrario, llegó para quedarse, y ya ha formado un
nuevo sujeto, que será con el que habrá que contar de aquí en más.
La actual
cultura mediática (audiovisual en lo fundamental) es la que cada vez más
viene condicionando el pensamiento político. Por eso el comunicador
social tiene una cuota de poder tan importante en sus manos: sépalo o
no, es un vehículo de capital influencia por el que se va creando la
ciudadanía, la opinión pública, la ideología. “Pensamos” política e
ideológicamente en términos pasivos lo que el “espectáculo mediático”
nos presenta, sin mayores cuestionamientos: que “los musulmanes son
todos unos fanáticos terroristas”, que “los narcotraficantes constituyen
el nuevo demonio que mueve la política en nuestros narco-Estados
latinoamericanos”, que “las “temibles” maras son el principal problema
de Centroamérica”, que “Osama Bin Laden manejaba buena parte del mundo
desde una tenebrosa cueva en las montañas de Afganistán”, que estamos
mal porque “los políticos corruptos se roban todo”. Y también, sin
formulaciones críticas al respecto, que “la democracia” es un bien en sí
mismo, que los países exitosos son tales porque han abrazado la
democracia. Nuestro pensamiento, recordémoslo una vez más, muchas veces
se moldea por poderes hegemónicos que imponen “lo que se debe pensar”.
En el ámbito académico eso es descarnadamente cierto también, aunque
debería ser el lugar de la crítica por excelencia. La cultura de la
imagen lo barre todo: el “copia y pega” pareciera haber llegado para
quedarse. ¿Y no son sino eso los noticieros que nos llenan la cabeza de
“información”: copia de lo que se muestra en las pantallas de los
dispositivos digitales y repetición acrítica?
El actual
mundo globalizado, la “aldea global” como se le ha dado en llamar
(McLuhan), en forma creciente es regido por un pensamiento único, en muy
buena medida vehiculizado por los medios masivos de comunicación, y en
especial los audiovisuales. En términos políticos -o dicho de otro modo:
en términos de ciudadanía- esa globalización viene a uniformar puntos
de vista, a tener parámetros universalmente compartidos. Ahora bien: si
se habla de “globalización” debe entenderse bien de qué se trata.
Retos actuales ante el nuevo escenario de la comunicación digital y global
Se
entiende por “globalización” el proceso económico, político y
sociocultural que está teniendo lugar actualmente a nivel mundial por el
que cada vez existe una mayor interrelación económica entre todos los
rincones del planeta, por alejados que estén, gracias a estas
tecnologías que han borrado prácticamente las distancias permitiendo
comunicaciones en tiempo real, siempre bajo el control de grandes
corporaciones multinacionales. En realidad, la globalización propiamente
dicha comienza con la expansión del naciente capitalismo de Europa
cuando sale a “conquistar” el mundo, allá por inicios del siglo XVI. Ahí
verdaderamente comienza a hacerse global, mundial, planetario en
sentido estricto, todo el sistema económico, y por tanto, su impronta
político-cultural. Conquistadores europeos, con mano de obra esclava
africana, sojuzgan a pueblos americanos, sentando las bases para una
homogenización de toda la “aldea global”. Pero es recién ahora, con el
final de la Guerra Fría, que el sistema capitalista puede sentirse
abiertamente triunfador y dueño de toda la escena mundial. Ahora es
cuando puede decirse que la globalización triunfó.
Esa
globalización que se vive actualmente (económica, política y cultural)
es el caldo de cultivo donde las nuevas tecnologías de la información y
la comunicación son el sistema circulatorio que la sostiene, haciendo
parte vital de la nueva economía global centrada básicamente en la
comunicación virtual, en la inteligencia artificial y en el conocimiento
como principal recurso, todo lo cual permite el nuevo capitalismo
financiero, hiper concentrado en poquísimas manos, superando a los
Estado-nación modernos.
Las nuevas
tecnologías digitales, más allá de la explosión con que han entrado en
escena y su consumo masivo siempre creciente, no benefician por igual a
todos los sectores. “En América Latina la presencia o el desarrollo de
una SIC [sociedad de la información y la comunicación] está más ligada a
la consolidación de grandes consorcios multinacionales del audiovisual
que a la incorporación de la convergencia a los procesos productivos.
Esto último se ha polarizado en un sector capaz de desmaterializar la
economía, en tanto que sobrevive otro gran sector que permanece al
margen de los cambios tecnológicos y continúa trabajando dentro de un
esquema de producción clásico, ayudado de herramientas que también
podríamos definir como clásicas. En nuestros países sólo un sector de la
población (muy probablemente el que acumula el consumo tecnológico de
distintas generaciones), es la que se ha incorporado efectivamente al
proceso de producción ligado a la información y el conocimiento”. (6)
La
repetida insistencia en relación a las maravillas de las nuevas
tecnologías digitales de la información y la comunicación, en realidad
puede tener mucho de espejismo manipulado desde los grandes centros de
poder que se benefician de ellas, de su comercialización y de su uso
como mecanismo de control a escala planetaria. El hecho de que en cierta
forma la utilización de las tecnologías de la información y la
comunicación pueda facilitar las cosas en ciertos aspectos para las
grandes mayorías, no es efectivo si no se terminan con los problemas
estructurales, con las brechas sociales enormes que siguen siendo el
paisaje cotidiano: el hambre, la exclusión crónica, el analfabetismo,
las enfermedades curables, el racismo. Pese a este portento de las
tecnologías de la inteligencia artificial, el hambre sigue siendo uno de
los principales problemas del mundo. ¡Siglo de la hiper tecnología… y
nos seguimos muriendo a causa del hambre! Simplemente bochornoso.
No está
demostrado que por el hecho de utilizar alguna de las nuevas tecnologías
digitales se elimine automáticamente la exclusión social o se termine
con la pobreza crónica. De todos modos, sabiendo que estas herramientas
encierran un enorme potencial, es válido pensar que no disponer de ellas
propicia la exclusión, o la puede profundizar. Visto que la red de
redes, el internet, es la suma más enorme nunca antes vista de
información que pone al servicio de la humanidad toda una potente
herramienta de comunicación, no acceder a él crea desde ya una
desventaja comparativa con quien sí puede acceder. De todos modos, el
desarrollo propiamente dicho, el aprovechamiento efectivo de las
potencialidades que abren las nuevas tecnologías comunicacionales, no se
da por el sólo hecho de disponer de una computadora, de hacer uso de
las redes sociales o de un teléfono celular de última generación, o de
una consola de videojuegos, tan a la moda hoy día. Los videojuegos,
valga agregar, que cada vez comienzan a ser jugados desde las más
tempranas edades (2 o 3 años), bastante poco amigables para los adultos
-los que no han crecido en esta cultura cibernética- funcionan como
“verdaderas propedéuticas informales para el acercamiento amistoso y
lúdico a los aparatos electrónicos. […] Ese tiempo invertido los acerca
sin reparos mayores a la manipulación de aparatos de tecnología digital”
(7). Después de varios años de “acostumbramiento”, ya desde niños, los
jóvenes encuentran como algo absolutamente natural, y más aún:
imprescindible, el mundo de las tecnologías de la información y la
comunicación. El consumismo está ya puesto en marcha, y la obsolescencia
programada hará que cada cierto tiempo haya que reemplazar el equipo en
cuestión. Obviamente todos estos aparatos podrán ser “bonitos”, pero no
dejan de ser instrumentos, útiles, herramientas. La diferencia
fundamental no la hacen los instrumentos, sino los sujetos que los
utilizan.
Lo que sí
hace la diferencia es la capacidad que una población pueda tener para
aprovechar creativamente estas nuevas formas culturales. Si el internet
“ha transformado la vida”, como tan insistentemente dice cierto
pensamiento dominante (desde una perspectiva más mercadológica que
crítica, terminando por constituirse en “mito”, en manipulación
mediática), ello permite descubrir el porqué de esa tenaz repetición:
está claro que alimenta muy generosamente a quienes lucran con su
comercialización.
En
realidad, con el comercio expandido por todo el orbe nació la
globalización. Hoy asistimos a su entronización cultural, basada en muy
buena medida en tecnologías que unen el mundo a velocidades
vertiginosas, pero como se dijo en alguna ocasión: la globalización
comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana
pronunció su grito de ¡tierra!
Entre los
íconos de esta globalización se inscribe también el mercado como punto
máximo del desarrollo y “la democracia” como expresión superior de la
organización política. Los medios masivos de comunicación, cada vez más
globalizados y concentrados, juegan un papel clave en la expansión de
este fenómeno y de sus mitos. Hoy día, la ciudadanía (ciudadanía global,
ciertamente) es moldeada cada vez más por ellos.
Ese
proceso de homogenización político-cultural y el papel que en él pueden
jugar los medios masivos de comunicación, se perfilaba ya algunas
décadas atrás; así, por ejemplo, el Informe McBride de UNESCO del año
1980 lo expresaba explícitamente: “La industria de la comunicación está
dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban
todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están
situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son
transnacionales. (…) Se deben adoptar medidas encaminadas a ampliar las
fuentes de información que necesitan los ciudadanos en su vida
cotidiana. Procede emprender un examen minucioso de las leyes y
reglamentos vigentes para reducir las limitaciones, las cláusulas
secretas y las restricciones de diversos tipos en las prácticas de
información. (…) Con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y
los espectadores como si fueran receptores pasivos de información”. (8)
Sin dudas,
el rol de los medios abre interrogantes sobre su aporte a la
consolidación de la democracia genuina. Como dice Marcial Murciano: “El
papel de árbitro que siempre ha mantenido el Estado en la moderna
democracia se reduce y el mercado, ordenado ahora por los nuevos líderes
empresariales, no asegura ninguno de los principios redistributivos que
la democracia contemporánea debe asegurar al ciudadano que ahora debe
situarse en un plano local y mundial al mismo tiempo. Probablemente más
que en ningún otro período de nuestra historia reciente se hace
necesario abrir un nuevo debate político-cultural sobre la posición de
dominio y control de los actores económicos sobre el sistema de los
medios, en el nuevo contexto de la democracia participativa y la
globalización. Sin dudas son tiempos de nuevas exigencias para las
políticas de comunicación democrática”. (9)
Más allá
de todo el despliegue científico-técnico con que nos movemos como
sociedad globalizada que entró en la modernidad -todos tenemos teléfono
celular, el internet es un hecho, todos directa o indirectamente
consumimos petróleo… ¿es eso el progreso?- en el ámbito
ideológico-político seguimos apegados a mitos, a frases hechas, a
estereotipos: ¿qué diferencia la creencia de cualquier mito popular
(fantasmas, hadas mágicas, personajes mitológicos, etc.) de los mitos en
torno a la democracia? Y los medios masivos de comunicación, en vez de
ser críticos al respecto, los alimentan generosamente.
La ética del comunicador
Un
comunicador social dispone de un acceso y poder de convocatoria sobre la
población como no lo tienen otros profesionales. Quiera que no, es un
formador de opinión, de ciudadanía. Hoy, con la importancia definitoria
de los medios de comunicación en nuestras sociedades masificadas, es un
agente vital en la reproducción de pautas socio-culturales. O, también,
un agente fenomenal para el cambio de esas pautas.
Si bien es
cierto que la actual cibercultura abre la posibilidad de una cierta
liviandad, de un pensamiento icónico muchas veces nada reflexivo,
también da la posibilidad de acceder a un cúmulo de información y a
nuevas formas de procesar la misma como nunca antes se había dado, por
lo que estamos allí ante un fabuloso reto.
La cultura
digital que ha llegado con una fuerza avasalladora, sin precedentes,
presenta un gran desafío: obviamente, en tanto tecnología, no es ni
“buena” ni “mala”. Plantearlo en esos términos es sumamente
reduccionista. Pero no se puede dejar de considerar cómo funciona, quién
la maneja, qué papel juega para los grandes poderes globales como
negocio y como mecanismo de control social. O también como
contra-mensaje, como contra-poder. La posibilidad de construir ahí un
espacio alternativo está servida. Se trata de ver cómo hacerlo.
No debe
dejarse de tener en cuenta que se han abierto ciertos canales para una
relativa democratización de la información. En cierto sentido, todos
podemos dejar nuestra marca en la red de redes, decir, transmitir,
denunciar, hacer evidentes ciertas cosas. Pero hay que cuidarse de no
caer en la ilusión de creer que los cambios sociales son sólo cuestiones
de modernización tecnológica. La tecnología, si no está al servicio de
la causa del Ser Humano como especie, sigue siendo un mecanismo de
dominación. La comunicación social y todo su creciente arsenal
tecnológico deben servir para fomentar desarrollo genuino, para afianzar
la democracia de base, para buscar el bienestar para todos, y no estar
al servicio de ninguna opresión. Si no es así, se termina convirtiendo
en cómplice (¡o en actora principal!) de la explotación. Es por eso que
decíamos que los comunicadores ya no son el cuarto poder: constituyen
uno de los principalísimos poderes dominantes del mundo.
Ahora
bien: el comunicador social no es neutro; de hecho, desempeña un papel
muy importante en la conformación de ciudadanía, y siempre está tomando
partido, tiene una posición, está ubicado con los pies sobre la tierra.
Es imposible pedir “objetividad” como generalidad, como un bien en sí
mismo. “La objetividad no existe en ningún aspecto de la vida, ni del
periodismo de ningún lugar del mundo. En tantos seres sociales formados
por una historia, un contexto y una mirada del mundo particular, única e
irrepetible, resulta imposible creer que puede haber una mirada
objetiva sobre un hecho, acontecimiento o relato”, afirma Natalia Locco
(10). En todo caso, siguiendo a Victoria Camps: “lo que el buen
informador debe proponerse, no es tanto ser objetivo cuanto creíble”
(11).
Ahí
estriba el asunto crucial de su misión profesional: ser serio, ético,
tener sentido crítico, saberse agente formador de las grandes multitudes
a quien se dirige. El conocimiento técnico, por más excelente que sea,
no es ninguna garantía de una buena práctica, de un buen ejercicio
profesional. Para ello es imprescindible contar con un proyecto humano,
social, político en su sentido más amplio.
En
relación a lo anterior Ignacio Ramonet expresa: “En estos tiempos de
globalización neoliberal, la información se ha convertido en uno de los
problemas principales de la democracia (…) Se puede hacer un paralelismo
con lo sucedido con la alimentación. Había escasez de alimentos -y
sigue habiendo en algunos países-, luego la revolución agraria permitió
producir en abundancia. Hoy sabemos que muchos de los alimentos son
tóxicos, pueden envenenarnos (el caso de la “vaca loca” por ejemplo). Lo
mismo sucede con la información; está contaminada. Hay que crear una
ecología de la información para limpiarla, para que se respete la
verdad, para mejorar la calidad informativa y así mejorar la calidad de
la democracia”. (12)
Debe
quedar claro que nadie tiene el poder absoluto para cambiar todo un
entramado social o para impedir sus cambios en forma terminante. Las
transformaciones, las mejoras en la calidad de vida, las mutaciones son
procesos complejos, largos, muy arduos. Cada quien aporta su grano de
arena al respecto. Quienes abrazan la profesión de comunicar tienen, sin
duda, un privilegio especial: su accionar influye de un modo más
profundo que otros en ese proceso. Por eso hay que tener muy claro los
principios éticos con los que deben manejarse. Más allá de la imperiosa
necesidad de trabajar para asegurar la propia subsistencia, la
disyuntiva que se plantea es: ¿se trabaja para continuar con este
sistema o para proponer otro?
Notas:
1)
Touraine, A. La transformación de las metrópolis. Versión digital
disponible en: http://www.carlosmanzano.net/articulos/Touraine02.htm
2) Galbraith, J. La sociedad opulenta. (2008). Barcelona: Editorial Ariel.
3) Zbigniew Brzezinsky, The Technetronic Society, en Encounter, Vol. XXX, No. 1 (enero de 1968).
4) Eco, U.
(1968) Para una guerrilla semiológica. Artículo reproducido en el libro
de Eco, La estrategia de la ilusión, Lumen/de la Flor, 1987. Barcelona.
5) Goebbels, J. En un artículo publicado el 30 de abril de 1928 en “Der Angriff”, órgano de prensa del Nacional Socialismo.
6) Crovi, Diana. “Sociedad de la información y el conocimiento. Entre el optimismo y la desesperanza”. UNAM. México, 2002.
7) Urresti, M. “Ciberculturas juveniles”. La Crujía Ediciones. Buenos Aires, 2008.
8) UNESCO.
“Un solo mundo, voces múltiples. Comunicación e información en nuestro
tiempo”. Fondo de Cultura Económica. México, 1993
9)
Murciano M. (2005) Nuevos conglomerados mediáticos y libertad de
expresión: grupos de comunicación, democracia y política de
comunicación. En CICom: Comunicación, democracia y ciudadanía. Centro de
Investigación en Comunicación, Escuela de Comunicación, Universidad de
Puerto Rico. Puerto Rico.
10) Locco,
N. En Sabina Finck: El dilema de la objetividad. Versión digital en:
http://catedragauna.com.ar/el-dilema-de-la-objetividad/
11) Camps,
V. En Rodríguez, B.: Una información libre es tan necesaria como el
agua o el aire para los seres vivos. Versión digital en:
http://www.barahonainformativo.com/2012/01/una-informacion-libre-es-tan-necesaria.html
12)
Ramonet, I. Una reflexión sobre los medios y la democracia. Versión
digital disponible en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118309
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Escrito por Marcelo Colussi visto en cronicaviva.com.pe
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