La profesionalización de lo político
El
Señor SOLÉ TURA: […] Creo que es necesario subrayar el hecho de que
hemos aprobado hoy no sólo este artículo [el art. 8 de la CE, sobre las
Fuerzas Armadas], sino también un artículo que habla de la
constitucionalización de los partidos políticos y otro que recoge
también el principio de la libertad sindical y de organización
profesional. […] Durante muchos años se nos ha intentado presentar que
Fuerzas Armadas significaba contraposición radical a los partidos
políticos o viceversa. Creo que hoy hemos sentado las bases para
demostrar que eso es falso. Que son no sólo compatibles, sino
necesariamente compatibles […]. Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, nº 67 de 1978, p. 2380
Hace ya
mucho que el discurso contra “la casta”, contra “los políticos
profesionales”, es moneda corriente en las discusiones de taberna. Desde
la izquierda se reprocha que el político profesional ha hurtado a los
ciudadanos su capacidad para intervenir directamente en el proceso de
toma de decisiones políticas[1],
mientras que desde la derecha se plantea que la profesionalización de
la política es la causa principal de la corrupción y de la falta de
eficacia de nuestros gobiernos. Llámenme suspicaz, pero si dos
adversarios irreconciliables están de repente de acuerdo en algo, yo
inmediatamente entiendo que uno de los dos, que suele ser el que va
perdiendo la batalla, no sabe realmente qué esta diciendo.
Por eso me
interesa comenzar esta breve reflexión sobre “la profesionalización de
lo político” desmenuzando el discurso del enemigo, ya que probablemente
eso nos permitirá identificar mejor el problema. Como muestra, un botón
reciente: el artículo de opinión Puertas giratorias, firmado por Aguirre o la Cólera de Dior[2]. En dicho texto, la que fuera Condesa de Murillo[3] hace gala del desparpajo madrileño (léase de la falta de filtro) que le es característico:
“Es cada vez más necesario [...] que a la política se incorporen personas que ya han demostrado su valía como profesionales, que ya han demostrado que saben ganarse honrada y holgadamente la vida con sus actividades al margen de la política”.
Ese
“holgadamente” revela cuál es el sentido real de su aparente crítica a
los políticos profesionales. No se trata de evitar la formación de una
“casta política”, sino de garantizar que el gobierno no pueda estar en
manos de los pobres haciendo fuerte la idea de que el buen político es
el que gana lo bastante en su vida profesional como para que dedicarse a
la política le suponga perder dinero:
“Eso, saber que nuestros representantes están perdiendo dinero al estar en política, es la mejor forma que los ciudadanos tenemos para confiar en que nuestros políticos no van a caer en la tentación de corromperse. […] Es imprescindible que la política atraiga a los mejores profesionales de España para que, durante unos años y a costa de dejar de ganar dinero, entreguen al conjunto de los españoles su inteligencia, su experiencia y su capacidad para hacer bien las cosas”.
Lo curioso
es que con este par de párrafos lo que Aguirre o la Cólera de Dior
acaba de eliminar de un plumazo es ni más ni menos que la historia de
los sistemas representativos (la Historia, ya se sabe, es una patraña),
porque el origen histórico de la remuneración de los cargos públicos es
precisamente poner fin a los partidos de notables y permitir a personas
de baja extracción social dedicarse a la política sin que eso supusiera
un salto al vacío desde el punto de vista de la supervivencia económica y
sin que los sobornos de los pudientes fueran una oferta objetivamente
irresistible. También se suele argumentar que los salarios de los cargos
públicos tienen que ser razonablemente elevados para dificultar todavía
más que sean sobornados, aunque es evidente que la corruptibilidad de
nuestros políticos depende de más cosas que de si cobran o no y cuánto.
De manera
que cargar desde la izquierda contra la la profesionalización puede ser
una forma excelente de tirar piedras contra nuestro propio tejado,
incluso si la contención salarial pudiera ser una iniciativa digna de
elogio en estos tiempos. También puede ser arriesgado cargar contra la
profesionalización si las críticas se centran únicamente en la
reivindicación bienintencionada de la limitación del número de mandatos,
ya que, como hemos podido ver en el caso de Venezuela, hay ocasiones en
las que puede ser de vital importancia la revalidación institucional de
liderazgos. Se puede argumentar, sin duda, que todo depende del
contexto político concreto y de las tendencias vigentes que queramos
reforzar o subvertir, pero esas expresiones de prudencia política pueden
quedarse al margen por ahora, ya que la crítica a los “políticos
profesionales” no es coyuntural, sino un mantra, una especie de verdad
revelada, común a contextos políticos muy distintos, que conviene tratar
con cuidado.
Si lo
característico de los políticos profesionales no es que cobren (mucho o
poco), ni que hagan de la política una actividad vitalicia o una fase
transitoria de sus vidas, ¿entonces qué es? Para responder esa pregunta
vamos a servirnos de dos herramientas. Por un lado, vamos a ver qué
sucede en un espacio que no es el de la política de partidos pero que
sin duda ha pasado por un proceso análogo (y cronológicamente posterior)
de profesionalización, las Fuerzas Armadas. Por otro, vamos a analizar
brevemente algunos pasajes de un texto capital para la comprensión de la
figura del político profesional, que es La política como profesión, de Max Weber[4].
Clarificar
el sentido de la expresión “militar profesional” no es sencillo ni
siquiera para quienes han dedicado sus esfuerzos especialmente a esta
tarea. Según Gerke Teitler[5], por ejemplo, el militar profesional se caracteriza por su “competencia técnica”, su “esprit de corps
anclado en la tradición y el código del honor”, y su convicción de que
“su trabajo constituye una contribución social importante para una
cierta autoridad pública”.
Se trata
de una definición problemática porque en primer lugar parte de la
convicción de que el conocimiento técnico de la actividad militar es
superior en el caso del soldado profesional que en el del caballero
medieval (por poner un ejemplo); evidentemente las transformaciones de
la propia práctica bélica hacen incompatibles sus conocimientos (el
caballero no sabrá usar un fusil automático y el soldado profesional no
sabrá manejar el mandoble), pero, en relación con el tipo de batallas
libradas, no es fácil afirmar que el caballero medieval no tenga un
profundo conocimiento de su actividad, puesto que es ese conocimiento el
que de hecho fundamenta la posición social que ocupa. Por otra parte, y
hablando de los rangos más bajos de la organización militar, que son
los especialmente afectados por la profesionalización, cabe dudar de
que, aparte del entrenamiento constante del soldado profesional frente
al reservista, haya una gran diferencia de cualificación técnica entre
los dos tipos de soldado, ya que precisamente la táctica militar moderna
se basa en la simplificación radical de la acción del soldado.
Tampoco es el esprit de corps
patrimonio del ejército profesional, ya que en cierto modo los nobles
compartían, más allá de sus rivalidades, una cierta identidad común y
separada del resto de la sociedad medieval, donde constituían un
estamento con privilegios particulares.
Por
último, Teitler habla de la convicción de que “su trabajo constituye una
contribución social importante para una cierta autoridad pública”, pero
este tipo de convicción personal existe sin duda entre los miembros de
los ejércitos nacionales que dependen de la conscripción obligatoria.
Podemos
añadir, aunque Teitler no lo menciona, el hecho de que los militares
profesionales dedican su vida laboral a servir en el ejército, igual que
los políticos profesionales se entiende que dedican su vida laboral a
servir en las instituciones representativas, pero, de nuevo, queda claro
que la percepción de una retribución económica no basta para
caracterizar el fenómeno: hay políticos que reciben un sueldo pero que
no consideraríamos “profesionales”, y los ejércitos no profesionalizados
también pagan a sus soldados. Se ve, por tanto, que en el caso de la
profesionalización de la actividad militar nos encontramos tan faltos de
explicaciones satisfactorias como cuando tratamos la profesionalización
de la política.
Intentemos
profundizar en la cuestión recurriendo a una de las más profundas
aproximaciones teóricas al problema de la profesionalización en
relación con el Estado y la violencia: la conferencia La política como profesión (Politik als Beruf), de Max Weber. La traducción del término Beruf
al castellano es objeto de un cierto debate dada la ambigüedad del
término en alemán (debido en parte a su empleo en las traducciones de la
Biblia), que en su uso más corriente significa “profesión” (ergon, ponos) pero que también remite a la noción de “vocación” o “llamada” (klesis).
Así, en el uso conceptual que hace del término, “Weber habla
evidentemente de la política como actividad profesional, pero está
igualmente presente en su discurso la dimensión interna de la profesión”[6].
Hemos de
subrayar que la argumentación de Weber tiene un discurrir dialéctico
particular: el político profesional es, para empezar, aquél que tiene la
representación como fuente principal de ingresos; además, sin embargo,
ha de ser alguien con una particular voluntad personal, ya que la
actividad política entraña necesariamente el contacto y el empleo del
poder, el pacto con “poderes diabólicos” (p. 148), y por tanto no es
apta para cualquiera. Así pues, el político profesional se caracteriza
porque vive “de” y “para” la política, ya que sin esa vocación interna
el esfuerzo sería insoportable (p. 68), pero entonces es preciso
preguntarse por el sustento de dicha vocación, que para Weber es doble:
la vocación puede tener por fundamento la convicción ideológica o la responsabilidad
de quien la experimenta. Así, Weber introduce una tensión entre ambas
dualidades (vivir de/vivir para y convicciones/responsabilidad) que sin
embargo termina resolviendo a favor de la dependencia económica de la
actividad representativa y el sentido de la responsabilidad frente al
orden social vigente, aunque ambas sólo sean sostenibles a largo plazo
si la política es una profesión y una vocación y si la responsabilidad
de asume a partir de unas ciertas convicciones (pp. 148-152).
Por lo
tanto, se deduce de la argumentación de Weber que la profesionalización
de la política es fundamentalmente una cuestión de actitud del político
frente al orden social vigente (convicciones o responsabilidad), que
viene determinada, o reproducida en la práctica, por las prácticas
institucionales (incluida la remuneración), de manera que los políticos
más vocacionales que profesionales acabarán profesionalizados porque
existe un mecanismo automático, un sistema institucional de contrapesos,
que neutraliza el riesgo potencial que suponen las convicciones pero se
alimenta de la energía que éstas portan, reproduciendo así el orden
social vigente.
Si
volvemos ahora al ámbito militar, descubrimos que Samuel Huntington,
introduciendo la distinción entre control civil subjetivo (propio del
ejército nacional) y control civil objetivo (propio del ejército
profesional) ha dejado particularmente claro este aspecto de la
profesionalización:
“El control civil subjetivo llega a su fin cuando civiliniza a los militares y hace de ellos un espejo del Estado. El control civil objetivo logra sus fines militarizando a los militares, convirtiéndolos en herramienta del Estado. […] El principio esencial de cualquier sistema de control civil es minimizar el poder militar. El control civil objetivo logra esta reducción profesionalizando a los militares, haciéndolos políticamente estériles y neutrales. […] La definición subjetiva del control civil presupone un conflicto entre el control civil y las necesidades de seguridad militar”[7].
El
argumento de Huntington en defensa del control civil objetivo revela más
de lo que puede parecer. Muestra, en último término, que el control
civil subjetivo no es capaz de garantizar la obediencia del ejército al
Estado, que el ejército nacional es, en suma, un ejército que sólo
funciona de forma apropiada cuando lo guían unas ciertas convicciones,
cuando se fundamenta en una homogeneidad ideológica que el Estado no
puede garantizar.
Las
similitudes con el proceso de desarrollo de los partidos políticos son
esclarecedoras. El Estado no podía garantizar la homogeneidad ideológica
de las masas de votantes, así que desarrolló la ingeniería electoral y
convirtió a los partidos políticos en organismos económicamente
dependientes y políticamente inofensivos. El “político profesional”, que
hace de la representación un negocio y de la protección del orden
social la máxima fundamental de su ética, fue el producto de este
proceso.
Más tarde
tampoco pudo garantizar siquiera la homogeneidad ideológica de las masas
en relación con la defensa misma de la comunidad política, homogeneidad
indispensable para mantener un ejército popular. Tan peligrosa es una
masa de ciudadanos-soldados que cuestionan las decisiones militares de
su gobierno como una masa de ciudadanos-proletarios que cuestiona el
orden social vigente. Armar al pueblo para arrebatar el poder a la
nobleza había tenido una consecuencia política que podía poner en
peligro el fundamento mismo del orden social: el ejército nacional podía
convertirse en popular de la misma manera que el partido liberal podía
convertirse en revolucionario.
Profesionalizar
la guerra como se profesionalizó la política, hacer obediente al
soldado como se hizo obediente al político, convertirlos a ambos, como
dice Huntington, en “políticamente estériles y neutrales”, en
“herramientas del Estado”, era en realidad sólo una cuestión de tiempo.
[1] Ver, por ejemplo, Políticos profesionales: “¡Que se vayan todos!”, de Marcelo Colussi.[Enlace retirado], de Esperanza Aguirre, ABC, 08/09/2014.
[3] http://vozpopuli.com/actualidad/25348-el-marido-de-esperanza-aguirre-deja-de-ser-conde-de-murillo
[4] Max Weber, La política como profesión, edición de Joaquín Abellán, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007
[5] “La génesis de los cuerpos de oficiales y profesionales”, en R. Bañón y J.A. Olmeda (comp.), La institución militar en el Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, pp. 161-184 (pp. 165-167).
[6] Ver la introducción de Joaquín Abellán a la edición del texto citada (pp. 28 y 34).
[7] Samuel Huntington, “Poder, ideología y profesionalidad”, en R. Bañón y J.A. Olmeda (comp.), La institución militar en el Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, pp. 235-253 (pp. 239-240).
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