viernes, 15 de junio de 2012

La Mujer Indígena en la época de la Conquista


La mujer indígena en la época de la Conquista

Fuente: Arsenio Suárez Franceschi, Ponencia presentada en el VII Congreso Dominicano de Historia, que tuvo lugar en el Museo Nacional de Historia y Geografía de Santo Domingo, República Dominicana, en el año 1995, publicado en la Revista de Estudios Generales, Año 13, Nº 13, pp. 357-369, de julio 1998–junio 1999, de la Facultad de Estudios Generales, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

(A Jalil Sued Badillo y a Ricardo Herren, cuyos textos me dieron las claves fundamentales para repensar y escribir este trabajo). Acercarnos al tema de la mujer indígena es un viaje a las raíces, un volver la vista a las fuerzas primigenias y es, además, un reto. En estos tiempos, escribir acerca de la mujer es una obligación; defenderla sin actitud  paternalista y colaborar en sus difíciles luchas no solamente contra el hombre que la oprime, sino contra la mujer misma que se incomprendido, es un deber ineludible. Lo contrario sería ir contra la marcha de la historian y contra nosotros mismos.
Es una verdad evidentísima que hay que repetir por lo reveladora, la de que cada ser humano (mujer u hombre) por sí solo es estéril y necesita complemento para la reproducción.
Platón, en su diálogo El banquete, hace referencia a un mito que nos da muchas claves. Creo que el mito es una interpretación poética de la realidad, es “el ropaje del misterio”, como dijo Thomas Mann y es, además, un código de señales del inconsciente. A través del mito, aunque parezca absurdo y paradójico, entendemos mejor la filosofía de la historia, puesto que los mitos están hechos a imagen y semejanza del ser humano y recogen sus últimos pensamientos, sentimientos y los móviles que lo impulsan a actuar en este drama histórico que es el vivir. Decía que Platón, en su citado diálogo, nos cuenta cómo en la naturaleza humana primitiva existía el andrógino, es decir, el “hombre-mujer”, un ser partícipe de ambos sexos. Lo describe como hombre y mujer por la espalda.
Había muchos. Tenía cada andrógino dos rostros, cuatro brazos, cuatro piernas y dos sexos (masculino y femenino) que por estar en sentidos opuestos, por sí solos eran estériles. Aquellos seres quisieron escalar el Olimpo, y Zeus separó al hombre de la mujer y los dispersó por el mundo. Desde entonces, cada cual está buscando su otra mitad, con ánimo de complementarse y de restablecer el primitivo equilibrio.
A través de la historia, el hombre, las más de las veces, en lugar de ver en la mujer su complemento equilibrador vital, la ha visto como inferior o rival o como instrumento útil a su egoísmo físico o espiritual. Se ha servido de ella sin reconocer en ella a su parigual. De ahí, el desequilibrio en que nos encontramos todavía.
La historia de nuestra América, desde antes de la llegada de los conquistadores hasta hoy, ha sido el resultado de la violencia jerarquizada. La mujer no escapó a esa realidad protagonizada fundamentalmente por hombres ávidos de imponer su poder sobre otros hombres y sobre la mujer
Toda esa violencia, que nos cayó como un cataclismo, nos dejó lo que somos: pueblos divididos, luchando contra el extranjero interventor (o aliados a él), o peleando contra nosotros mismos y contra la mujer. Esa violencia –llevada hasta lo más absurdo– no llegó con un Cristóbal Colón, sino que cambió de forma con la expedición que él trajo. Probablemente, la mujer resultó ser la más perjudicada. Magnus Mörner ha dicho que, en un sentido, la conquista española de América fue una conquista de mujeres.
En 1537, el Papa Pablo III declaró que los indios son seres humanos y que pueden recibir el bautismo, es decir, que tienen alma a diferencia de los animales. Y las indias también. Este hallazgo insólito revela toda la incomprensión sobre los indios, resultado de los prejuicios europeos, el cual será pábulo para tejer una visión distorsionada en las crónicas. Y continuamente hay que leer entre líneas y soslayar la misoginia y comparar testimonios contrarios para aproximarse a la verdad. Además de la fiebre de oro y de fama que trajeron los conquistadores, hubo otra que determinó muchas de sus acciones: la fiebre por las mujeres y la conquista del sexo. El don juan de las Indias se adelantó en América al don Juan Tenorio, de Tirso de Molina, más burdo el donjuán de acá, menos elocuente y más agresivo, con menos poesía y más espada. Traía la tradición guerrera contra moros y judíos en la Edad Media y la idea de la preeminencia del hombre sobre la mujer.
Ya Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, había planteado en la Edad Media que: “(…) la mujer es menor en virtud y dignidad que el varón (...) en el estado de inocencia fue más imperfecta Poco antes de la Conquista de América, San Bernardino de Siena escribía lo siguiente:
“Yo os digo, no le peguen a sus esposas mientras estén embarazadas, porque conlleva gran peligro. No digo que nunca les deben pegar, sino que escojan el tiempo (…)”. Un protegido de Cristóbal Colón que viajó a América en el segundo viaje, Miguel de Cúneo, quien participó en encuentros con aborígenes en las Antillas Menores, recibió como regalo del Almirante una de las indias apresadas. De Cúneo relata cómo él violó sexualmente a la india tras doblegar su resistencia mediante una golpiza. Jalil Sued Badillo plantea que es ese el primer relato de agresión sexual a la mujer indígena que ha quedado consignado en la historia. Ricardo Herren ha recogido múltiples datos de gran interés sobre el asunto que nos ocupa. Por ejemplo: durante la campaña de México, un soldado de Palos de la Frontera, de quien el cronista Bernal Díaz del Castillo solo recuerda su apellido, Álvarez, tuvo en tres años treinta hijos en hembras indias. Las huestes españolas al mando de Álvaro de Luna –apenas cien hombres– desarrollaron tal actividad sexual con mujeres aborígenes durante la Conquista de Chile que, en su campamento, “hubo semanas que parieron sesenta indias de las que estaban al servicio de los soldados”.
En Asunción del Paraguay, mientras tanto, el presbítero Francisco González Paniagua denunciaba en 1545 que: “el español que está contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho, y el que con ocho porque no puede haber dieciséis (...) no hay quien baje de cinco y de seis” (mancebas indígenas). En el Caribe, tampoco faltó la explotación de la mujer a través de la prostitución. Apunta Herren que en 1526, dos   Reales Cédulas, firmadas por el secretario del emperador Carlos I y por tres piadosos obispos, autorizaron la instalación de sendos lenocinios en Santo Domingo y en San Juan de Puerto
Rico con mujeres que, al menos en parte, eran blancas. Según Pérez de Barradas, en 1516, el secretario del Rey, Lope de Conchillos, tenía en Santo Domingo diez o doce mozas Desempeñándose como prostitutas. Hacia fines del siglo, en la rica Potosí había hasta 120 profesionales del amor pagado, en buena parte europeas, para servicio de los señores que desdeñaban apuntarse con indias o mestizas. Esclavas blancas, principalmente moriscas, fueron enviadas legalmente a partir de 1512 a América, para que se casaran con los españoles que se negaban a mezclar racialmente su descendencia legítima.
Las costumbres sexuales de las indias estaban condicionadas por el tipo de sociedad en que vivían. Herren sostiene que, en líneas generales, a mayor grado de evolución, mayor represión de lo instintivo. Dado el bajo nivel de complejidad y su mayor proximidad a la naturaleza de las sociedades americanas, la libertad sexual predominaba muy por encima de las limitaciones. Jalil Sued Badillo sostiene que la joven indígena taína, antes de casarse, parece que tuvo amplia libertad sexual, la cual era tolerada o fomentada socialmente. Y se apoya en Pedro Mártir de  Anglería, quien aseguró que:
“La mujer núbil que brindaba sus favores y se prostituía con gran número era reputada como muy generosa y honrada por todos. Sin embargo, una vez casadas, se abstenían de relaciones extramaritales”.
No obstante, en Cuba, narra el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo:
“Cuando los indios se casan, en la fiesta de boda, la novia fornica con todos los asistentes a la celebración que pertenecen al mismo estamento del novio. Si es cacique, primero se echan con ella todos los caciques que se hallan en la fiesta; y si es hombre principal el que ha de ser novio, échense primero con ella todos los principales; y si el que se casa es plebeyo, todos los plebeyos que a la fiesta vienen la prueban primero.
Y después que muchos la han probado, sale ella sacudiendo el brazo, con el puño cerrado en alto, diciendo en alta voz: ‘Manicato, Manicato’ que quiere decir esforzada y fuerte y de gran ánimo, casi tocándose de que es valerosa y para mucho”
Según Sued Badillo, la antedicha práctica apuntada por Oviedo es altamente improbable y no halla corroboración en autores de mayor credibilidad.
Al respecto de esta costumbre, es interesante señalar que, según Bronislaw Malinowski, existía en pueblos de la Antigüedad; Herodoto señala que cuando un matrimonio se realiza en la tribu de los nasamus, del norte de África, la costumbre impone que la primera noche la desposada pase de uno a otro de los invitados, entregándose a todos; cada uno de los que tuvieron contacto con ella le hace un presente que cuidó de llevar consigo previamente. Vuelve a darse esta costumbre entre los baleares de la Edad Antigua –la recién casada pertenecía la primera noche a todos los huéspedes presentes, después de lo cual se reservaba exclusivamente para su marido–; lo mismo en el Perú de la época de la Conquista o entre ciertas tribus neozelandesas, o en Madagascar, o en el Reino Kashmir, en Birmania.
Para el ultra español Oviedo, las mujeres indígenas eran: “mayores bellacas e más deshonestas y libidinosas mujeres que se han visto en estas Indias”. Sin embargo, Fray Bartolomé de Las Casas dedicó tres capítulos de su Apologética Historia a demostrar la superioridad de las costumbres sexuales indígenas sobre la de muchos pueblos en otras partes del mundo.
En la costa de Paria, Las Casas observó una ceremonia matrimonial que  según Sued Badillo– bien pudo ser representativa de las llevadas a cabo en las Antillas:
“(…) Las mujeres mientras son mozas y jóvenes son y viven bien honestas. Después que son mayores no tienen tanta constancia (...). Las doncellas que son ya casaderas las tienen dos años encerradas los padres, que ninguno las ve. Por esta guarda tan estrecha muchos desean tenerlas por mujeres. Los señores tienen cuantas quieren pero los populares con solo una están contentos.
Tienen el adulterio por cosa fea y así después de casadas se guardan de cometerlo y cuando algún yerro dello acaece, no castigan a la mujer sino al adúltero dan pena de muerte (...)”.
De las relaciones poligamias de los grupos nitaínos, dice Oviedo: “Puesto que los caciques tenían seis e siete mujeres e todas las que más querían tener, una era la más principal e la que el cacique más quería, y de quien más caso se hacía, (...). E no había entre ellas rencillas ni diferencias, sino toda quietud e igualdad e sin reñir pasaban la vida debajo de una cobertura de casa e junto a la cama del marido. Lo cual parece cosa imposible e no concebida sino solamente a las gallinas e ovejas (…)”. Sobre el divorcio parece que las normas eran sencillas.
Dice Oviedo al respecto: “E por cualquier voluntad del hombre o de la mujer se apartaban e se concedían a otro hombre sin que por eso hubiese celos ni rencillas”. En lo referente a la vida económica, la mujer se desempeñaba en el cultivo de la tierra, la recolección, preparación y conservación de alimentos, elaboración de bebidas, medicinas y artesanías (alfarería, cestería y textiles). Participaban en la guerra, en areitos y en el juego de la pelota. Sued Badillo es de la idea de que la mujer estuvo excluida de algunas prácticas de carácter religioso, aparentemente reservadas para hombres, como la búsqueda de oro. Y añade que: “El ritual de la cohoba ha sido otra de las prácticas señaladas como de exclusiva injerencia masculina. Veloz Maggiolo ha dicho que las mujeres podían estar presentes en esos ritos, sin intervenir en el fondo de la ceremonia”.
Sin embargo, apunta Sued Badillo: “Los ritos de la cohoba en la medida en que eran atributos inherentes al cargo de cacique y hombres principales, lo practicaron también mujeres cuando éstas ostentaron aquellas posiciones. Él cree que sería más correcto esperar la exclusión del pueblo naboria de estas prácticas y no buscar en las distinciones sexuales la clave de los esquemas de participación social. Sostiene la misma línea de pensamiento cuando señala que si las funciones del cacique eran las de ser líder militar de su tribu o confederación, administrador de las tareas económicas, jefe religioso, diplomático y juez en las disputas con poder decisional en asuntos de vida o muerte, cuando era una mujer la que heredaba la alta magistratura también desempeñaba todas estas funciones”. Para los conquistadores, trabar relación con la hija de un cacique o con una cacica era un modo de entrar en el mundo indígena y adquirir poder. Asimismo la india, impresionada por el poder triunfante del conquistador, descubrió bien pronto –según Herren– que convertirse en manceba de español era un seguro de supervivencia y que si no ella, al menos sus hijos tendrían un destino más promisorio en tanto mestizos, que si fuesen indios puros . Fue debido a las antedichas razones que la india se sometió al conquistador y no a la peregrina razón que adujo un viajero español en el sentido de que no existía armonía entre el tamaño de los genitales de los varones indios, demasiado pequeños, y las grandes dimensiones de las vaginas de las aborígenes, lo que supuestamente justificaría la unión con el bien dotado macho español.
Para Fernández de Oviedo:
“Las indias de estas tierras son hembras coquetas, limpias, se bañan a menudo cada día, sensuales, lascivas, que no bien pasada la niñez, en cuanto comienzan a madurar sexualmente, se tornan bestiales y diabólicos ellos y ellas en el curso venéreo”. Entre los aborígenes de lo que hoy es territorio de Panamá, Costa Rica y Nicaragua, no sólo imperaba la poligamia irrestricta (especialmente entre las clases dominantes), sino también la total inestabilidad matrimonial que una vez más escandalizó a Oviedo. Dijo sucintamente López de Gómara: “Algunas veces dejan las mujeres que tienen y toman otras, y aun las truecan unas por otras, o las dan en precio de otras cosas. Son viciosos de carnalidad, y hay putos”.
Dice Oviedo: “Muchas mujeres solían renunciar a la maternidad en sus años mozos para mantenerse sexualmente atractivas mediante prácticas abortivas, porque dicen ellas que las viejas han de parir, que ellas no quieren estar ocupadas para dejar sus placeres, ni preñarse para que, en pariendo, se les aflojen las tetas, de las cuales se precian en extremo y las tienen buenas”.
Los cronistas españoles se escandalizaban de la conducta sexual del mundo indígena aunque, como señala Herren: “En su propia cultura tenían modelos aprovechables: su jefe espiritual, el Papa Alejandro VI (español), se paseaba a caballo por Roma con la espada al cinto y tuvo una collera de los hijos naturales reconocidos, sacrílegos y adulterinos, en varias mujeres, y hasta se sospechó que hubiese mantenido relaciones incestuosas con su hija, la célebre Lucrecia de Borgia. Su rey, Fernando V el Católico, lo mismo que sus sucesores y predecesores, engendró numerosos hijos adulterinos en los vientres de sus amantes, a espaldas de su esposa”.
Esos ejemplos del Rey y del Papa se repitieron en América en la soldadesca y en el clero. Los españoles aparecen desde el principio en el Perú como un elemento corruptor de las estrictas costumbres indígenas, monogamias indisolubles, con una severa ética del trabajo y de la honradez al mando de los incas. (Hago una digresión para apuntar que la promiscuidad y la poligamia con abundancia de concubinas y el incesto estaban solamente permitidas a las clases privilegiadas).
La laxitud en materia sexual en el Virreinato del Perú era alarmante. El virrey Francisco de Toledo apunta que era tanta la libertad con que se vivía la lujuria, que casi no se tenía por ilícito el amancebamiento. Herren, refiriéndose a los indios de los que hoy es territorio paraguayo, señala: “En ningún sitio de América, los indios empleaban a las mujeres como objeto de intercambio en el mundo masculino con tanto entusiasmo como los guaraníes. Schneider no puede dejar de sorprenderse de que el padre venda a su hija; lo mismo el marido a su mujer, cuando no le gusta, y el hermano a la hermana; una mujer cuesta una camisa, un cuchillo, una hachuela, u otro rescate cualquiera”.
El mundo guaraní sería la pesadilla de una feminista actual. Agrega Herren que: “El agasajo principal con que agasajaban los caciques la venida de personas de respeto a su pueblo era enviarles una o dos de sus concubinas. Pero sin esta licencia les era a ellas ilícito admitir otro amante, so pena de pagar la traición con la vida. En la gente plebeya era menor la licencia, no por más arreglados en materias lúbricas, sino por menos poderosas para mantener tantas obligaciones. Las únicas limitaciones a la lascivia que se oponían era el incesto, porque a las madres y hermanas guardaron siempre particular respeto, reputándose lo contrario por un exceso abominable”.
Dice el escribano Pero Hernández: “Por lo demás, las mujeres guaraníes de costumbre no son escasas de sus personas. (…) Y tienen por gran afrenta negarlo a nadie que lo pida, y dicen que ¿para qué se los dieron (los genitales) sino para aquello?”.
De este modo, se creó en América lo que en la época se llamó El Paraíso de Mahoma, en referencia a la única experiencia de poliginia bien conocida por los europeos: la del mundo islámico y sus creencias escatológicas en paraíso con abundancia de bellas huríes para los buenos creyentes, que se convertía en realidad para un puñado de cristianos españoles en el cálido y húmedo Paraguay.
El mirar al pasado es a veces una excusa para evadir el presente y soslayar el futuro. El deber de quien conoce la historia es decir la verdad, lo cual ya es un camino y una esperanza. Porque ¿de qué vale complacernos en lo que fue, si no podemos dar claves de lo que será? En este vital asunto de la comprensión de las fuerzas potenciales de la mujer y en muchos otros, todavía tenemos que sacarnos de la sangre los gusanos de la colonia y ponernos sangre nueva.
La historia de la mujer en América, salvo escasas excepciones, es un cúmulo de arbitrariedades, incomprensiones e injusticias. Todo fue esclavo en nuestras tierras: la cuna, el color y el sexo, y aún lo siguen siendo.
Los modos de opresión han cambiado de forma y son ahora más sutiles. Hay una diferencia abismal entre lo que se escribe y lo que se hace. Las leyes son a menudo letra muerta. La Premio Nobel de la Paz, la guatemalteca Rigoberta
Menchú, acaba de mostrarse escéptica sobre los resultados de la Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín.
Dijo la líder indígena: “De nada vale que las resoluciones sean buenas y que se reconozcan nuestros derechos, si éstas no se concretan”. En un mundo cada vez más tecnocratizado, la brecha entre ricos y pobres se ha agrandado en perjuicio de la mujer. Carmen Cordero lo plantea así:
“La feminización de la pobreza es evidente. El poco acceso a los puestos de poder y las luchas laborales que impiden el reconocimiento de la capacidad intelectual, administrativa y de liderato de las mujeres son trabas que coartan su plena participación en la vida democrática. Las estructuras jurídicas, tanto del mundo occidental como del oriental, evidencian un anquilosamiento a pesar de los logros obtenidos en las últimas décadas. Las decisiones de los jueces son producto, recordemos, de su visión del mundo sobre lo que deben ser las relaciones entre los sexos y de su conceptualización de la organización social”. Es menester arrancar esas lacras de raíz. Para extirparlas es necesario sacudirnos machismos absurdos o feminismos disparatados para que rememos juntos en el mar revuelto de la vida porque, como dijo José Martí: “Las campañas de los pueblos sólo son débiles cuando en ellas no se alista el corazón de la mujer y las ideas no están
Seguras hasta que las mujeres no las aman”.
Bibliografía
NOTA: El autor no pretende gran originalidad, pues, además de las propias, debe sus ideas a los textos que aparecen en la bibliografía. Lo que tiene a su favor es el haber puesto sobre el tapete histórico el tema de la mujer y su reivindicación, hoy, cuando es obligación hacerlo.
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