. |
1.- ¿Evolucionan los dogmas de la
Iglesia? Tal podría ser la pregunta que se formulase el lector.
Sí y no. No evolucionan en su contenido, es decir, lo que hoy es
verdadero, mañana o dentro de un siglo no vendrá a ser falso;
pero sin evolucionar en lo que afirman o niegan, pueden evolucionar y
evolucionan en la conciencia que de ellos va adquiriendo la misma Iglesia. Para
poner una comparación, cada dogma (que vale lo mismo que una verdad
revelada por Dios) es una semillita que el mismo Cristo ha sembrado en el campo
fecundo de su Iglesia; semilla que germina, crece y se desarrolla cuando las
circunstancias lo favorecen. Sino que, en nuestro caso, el tempero lo da el
mismo Espíritu Santo, aquel espíritu de verdad del que
decía Cristo a los Apóstoles: «Cuando yo me vaya, Él
os guiará y os enseñará toda verdad, recordándoos
cuanto os dije». No todo lo que Jesús hizo o dijo quedó
escrito, ni tampoco cuanto enseñaron los Apóstoles que de
Él recibieron el depósito de la fe. Pero nada se perdió.
Parte de sus enseñanzas, las no escritas, quedaron como en el
subconsciente de la Iglesia, y aflora cuando suena la hora de la Providencia,
en forma tan clara y patente, que muchas veces no puede ser ahogada ni por la
autoridad de los Doctores, como en el caso de nuestro dogma.
2.- Porque el dogma de la Inmaculada
Concepción de María es de los clásicos para demostrar la
fuerza inmanente que lleva toda doctrina divina depositada en la parcela de
Dios, que es la reunión de los fieles con sus Pastores y el Sumo
Pontífice romano, que los preside.
3.- Lo vamos a constatar en la Historia del
dogma. No siendo éste de los que la Sagrada Escritura consigna con
claridad absoluta, fue necesario, para llegar a la definición del mismo,
escudriñar lo que enseñó la tradición y acudir al
común sentir de la Iglesia.
I.- La Inmaculada Concepción
en los primeros siglos
En los primeros siglos del cristianismo,
los Santos Padres no se propusieron el problema de la Concepción
Inmaculada de María. Recuérdese lo que hemos dicho en el
capítulo primero de nuestro Tratado, al propósito. Pero la
doctrina sobre el privilegio de María está contenida, como el
árbol en la semilla, en las enseñanzas de los mismos Padres al
contraponer la figura de María a la de Eva en relación con la
caída y la reparación del género humano; al exaltar, con
palabras sumamente encomiásticas, la pureza admirable de la Virgen; y al
tratar sobre la realidad de su maternidad divina. Tres principios de la ciencia
sobre María que dejaron firmísimamente sentados los primeros
Doctores de la Iglesia.
1.º El principio de
recapitulación
1.- Con estas palabras: principio de
recapitulación, recirculación o reversión, es
conocida la doctrina patrística sobre el plan divino de la
salvación del género humano.
2.- A los antiguos Padres llamó
poderosísimamente la atención, no menos que a nosotros, el bello
vaticinio sobre la Redención humana contenido en el Protoevangelio. Y
habiendo escrito San Pablo que Cristo es el nuevo Adán, completaron sin
esfuerzo el paralelismo, contraponiendo María a Eva. Apenas podrá
hallarse un Santo Padre que no eche mano de este recurso al hablar de la
Redención. Y es tan constante la doctrina, tan universal el principio,
que no es posible no admitir que arranque de la misma tradición
apostólica.
3.- Citemos, por todos, a San Ireneo:
«Así como aquella Eva, teniendo a Adán por varón,
pero permaneciendo aún virgen, desobediente, fue la causa de la muerte,
así también María, teniendo ya un varón
predestinado, y, sin embargo, virgen obediente, fue causa de salvación
para sí y para todo el género humano... De este modo, el nudo de
la desobediencia de Eva quedó suelto por la obediencia de María.
Lo que ató por su incredulidad la virgen Eva, lo desató la fe de
María Virgen». Es decir, que como un nudo no se desata sino pasando
los cabos por el mismo lugar, pero a la inversa, así la redención
se obró de modo idéntico, pero a la inversa de la
caída.
4.- Este paralelismo, que contiene dos
aspectos, semejanza y contraposición, está repetido, según
acabamos de decir, como un principio básico al tratar de María. Y
como es fácil comprender, no alcanza toda su fuerza sino poniendo los
extremos de la contraposición en igualdad de circunstancias: Eva, virgen
e inocente, es causa de la ruina del género humano; María, Virgen
e inocente también, causa de su salvación; Eva, adornada desde el
momento de su existencia de la gracia, reclama, en la comparación, a
María, también con la gracia desde el primer momento de su
ser.
La legitimidad del principio de
recapitulación ha sido declarada por el Papa Pío IX en su Bula
dogmática sobre la Inmaculada.
2.º Exaltación de la
pureza de María
1.- Un coro unánime de voces
proclama a María purísima, sin mancha, la más sublime
de las criaturas, etc. En esta universal aclamación de la pureza de
María ha de haber, necesariamente, un principio general que la impulse.
Los Santos Padres de la antigüedad no estaban mucho más informados
que nosotros sobre la vida de la Virgen. ¿Qué les mueve, pues, a
afirmar con tanto énfasis, con tanta seguridad, que María no
admite comparación en su grandeza y elevación moral con criatura
alguna? Su divina Maternidad. Evidentemente, sus alabanzas arrancan del
principio que más tarde formuló San Anselmo: «La Madre de
Dios debía brillar con pureza tal, cual no es posible imaginar mayor
fuera de la de Dios». Ahora bien, para admitir su Concepción
Inmaculada, caso de proponerse la pregunta, no necesitaban cambiar de rumbo.
Bastaba sacar las consecuencias del principio sentado y admitido.
2.- Leamos algo de estas loas dedicadas a
la Virgen.
San Hipólito, mártir, dice:
«Ciertamente que el arca de maderas incorruptibles era el mismo Salvador.
Y por esta arca, exenta de podredumbre y corrupción, se significa su
tabernáculo, que no engendró corrupción de pecado. Pues el
Señor estaba exento de pecado y estaba, en cuanto hombre, revestido de
maderas incorruptibles, es decir, de la Virgen y del Espíritu Santo, por
dentro y por fuera, como de oro purísimo del Verbo de Dios». Y en
otra parte llama a María, «toda santa, siempre Virgen, santa,
inmaculada Virgen».
En las actas del martirio de San
Andrés, apóstol, se leen estas palabras que el Santo
dirigió al Procónsul: «Y puesto que de tierra fue formado el
primer hombre, quien por la prevaricación del árbol viejo trajo
al mundo la muerte, fue necesario que, de una virgen Inmaculada, naciera hombre
perfecto el Hijo de Dios, para que restituyera la vida eterna que por
Adán perdieron los hombres». Aunque estas actas, como algunos
opinan, no sean genuinas, es decir, contemporáneas de San Andrés,
tienen una venerable antigüedad y nos atestiguan lo que entonces se
pensaba de la Santísima Virgen.
San Efrén de Siria, apellidado Arpa
del Espíritu Santo, canta de este modo a la Virgen: «Ciertamente
tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido
completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu
Madre mancha alguna». Y en otras partes llama a María, Inmaculada,
incorrupta, santa, alejada de toda corrupción y mancha, mucho más
resplandeciente que el sol, etc.
San Ambrosio pone en labios del pecador:
«Ven, pues, Señor Jesús, y busca a tu cansada oveja,
búscala, no por los siervos ni por los mercenarios, sino por ti mismo.
Recíbeme, no en aquella carne que cayó en Adán. No de
Sara, sino de María, virgen incorrupta, íntegra y limpia de toda
mancha de pecado».
Y San Jerónimo: «Proponte por
modelo a la gloriosa Virgen, cuya pureza fue tal, que mereció ser Madre
del Señor».
La lista podría alargarse
muchísimo más. La conclusión es la siguiente: los Santos
Padres no se proponen la pregunta sobre la Inmaculada Concepción, pero
son tales las alabanzas que dirigen a la pureza de María, que, caso de
plantearse la cuestión, hubieran llegado a la verdad por el mismo camino
que seguían. Y desde luego, lo que les impulsa a la alabanza tan
unánime y fervorosa de la pureza de María es la existencia de una
tradición que puede calificarse de apostólica, derivada de las
enseñanzas de los Apóstoles.
II.- La Inmaculada Concepción
hasta la Edad Media
A partir del siglo IV, la Iglesia
occidental no corre parejas con la oriental en profesar la Concepción
Inmaculada de María. La herejía nestoriana que atacó
directamente, única en la historia, la prerrogativa máxima de la
Virgen, su divina maternidad, y que iba extendiéndose en el siglo V,
ofreció más frecuente ocasión y aun necesidad de exaltar
la soberana figura de la Bienaventurada Madre de Dios; al paso que en
Occidente, en esta misma época, el hereje Pelagio desfiguraba el
concepto de pecado original y sus funestas consecuencias en los hombres, por lo
que los Padres se ven constreñidos a tratar antes de la universalidad
del pecado que de la gloriosa excepción que representa la Virgen.
Leamos algunos testimonios de una y otra
Iglesia.
1.º La Iglesia
oriental
1.- En la Iglesia oriental encontramos el
esforzado defensor de la maternidad divina de María, San Cirilo, que
escribe: «¿Cuándo se ha oído jamás que un
arquitecto se edifique una casa y la deje ocupar por su enemigo?». No se
puede expresar más claramente la idea de la Concepción
Inmaculada.
Y Teodoto de Ancira: «Virgen inocente,
sin mancha, santa de alma y cuerpo, nacida como lirio entre espinas». Y en
otra parte: «María aventaja en pureza a los serafines y
querubines».
Proclo, secretario de San Juan
Crisóstomo, en el mismo siglo V, dice de María que está
formada «de barro limpio», es decir, de naturaleza humana, pero
incontaminada.
2.- En el siglo VI, leemos en un himno
compuesto por San Jaime Nisibeno: «Si el Hijo de Dios hubiera encontrado
en María una mancha, un defecto cualquiera, sin duda se escogiera una
madre exenta de toda inmundicia». Y a la santidad de María la
califica de «Justicia jamás rota».
San Teófanes alaba así a
María: «Oh, incontaminada de toda mancha». Y en otra parte:
«El purísimo Hijo de Dios, como te hallase a Ti sola
purísima de toda mancha, o totalmente inmune de pecado, engendrado de
tus entrañas, limpia de pecados a los creyentes».
San Andrés de Creta: «No temas,
encontraste gracia ante Dios, la gracia que perdió Eva... Encontraste la
gracia que ningún otro encontró como Tú
jamás».
Y en la carta a Sergio, aprobada por el
Concilio Ecuménico VI, Sofronio dice de María: «Santa,
inmaculada de alma y cuerpo, libre totalmente de todo contagio».
En adelante, la palabra Inmaculada,
Purísima, ya no se refiere directamente a la sola virginidad de
María. A medida que van adelantando los siglos se va perfilando con
mayor precisión la idea de la Concepción Inmaculada.
Y así en el siglo VIII podemos leer
estas palabras tan claras de San Juan Damasceno: «En este paraíso
(María) no tuvo entrada la serpiente, por cuyas ansias de falsa
divinidad hemos sido asemejados a las bestias».
En los siglos IX y X se contornea
aún con mayor claridad la Concepción sin mancha de María.
San José el Himnógrafo: «Inmune de toda mancha y
caída, la única Inmaculada, sin mancha, sola sin mancha»,
dice de la Virgen.
Y San Juan el Geómetra en un hermoso
verso: «Alégrate, Tú, que diste a Cristo el cuerno mortal;
alégrate, Tú, que fuiste libre de la caída del primer
hombre».
No es necesario proseguir porque en
adelante la palabra Inmaculada, entre los orientales, ya tiene un significado
preciso y concreto: la exención de María del pecado original.
Además, desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la
Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el
significado de la fiesta oigamos a San Juan de Eubea: «Si se celebra la
dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará
con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación
del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se
celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la
edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la
cooperación del santísimo y vivificante Espíritu».
Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de
María y, asimismo, su santificación, como insinúa la
alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.
2.º En la Iglesia
occidental
1.- En la Iglesia occidental, el proceso
hasta llegar a la confesión clara y paladina de la Concepción
Inmaculada de María resultó más lento debido a
circunstancias especiales que lo entorpecieron. Pero el concepto que los Santos
Padres manifiestan tener de la grandeza espiritual y moral de la excelsa Madre
de Dios no desmerece ni cede en nada al de los orientales. La admisión
de una mancha en María hubiera producido en Occidente, al igual que en
el Oriente, un escándalo entre los fieles, y hubiera chocado con la idea
que se profesaba sobre la santidad eximia de la Bienaventurada Virgen. Y en
efecto, de ello echó mano el hereje Pelagio para atacar a su
contrincante San Agustín, en la discusión sobre el pecado
original que aquél negaba. Juliano, discípulo del hereje,
escribía dirigiéndose al Obispo de Hipona: «Tú
entregas a María al diablo por razón del nacimiento», es
decir, si afirmas que el pecado original se trasmite por generación
natural, María fue súbdita del diablo, porque de esta manera
descendió y de este modo fue concebida por sus padres.
A esto contestó el Santo Doctor:
«La condición del nacimiento se destruye por la gracia del
renacimiento». Se discute si, con estas palabras, el santo Obispo
admitió la Inmaculada Concepción. Pero es lo cierto que nuestro
Doctor enseña que los pecados actuales tienen su origen en el
pecado original. «Nadie, dice, está sin pecado actual, porque nadie
fue libre del original». Ahora bien, opina que María no tuvo pecado
actual alguno. «Excepto la Virgen María, de la cual no quiero, por
el honor debido al Señor, suscitar cuestión alguna cuando se
trata de pecado... Si pudiéramos congregar todos los santos y santas...
cuando aquí vivían, ¿no es verdad que unánimemente
hubieran exclamado: Si dijésemos que no tenemos pecado, nos
engañamos y no hay verdad en nosotros?». Así, según
el principio que sienta el mismo Santo Doctor, hemos de concluir que
María careció del pecado original.
En esta misma época, hacia el 400,
encontramos el máximo poeta cristiano Prudencio que, interpretando la fe
de la Iglesia en la pureza sin mancha de María, canta en escogidos
versos: «La víbora infernal yace, aplastada la cabeza, bajo los
pies de la mujer. Por aquella virgen, que fue digna de engendrar a Dios, es
disuelto el veneno, y retorciéndose bajo sus plantas, vomita impotente
su tóxico sobre la verde yerba».
2.- En el siglo V, San Máximo
escribe estas palabras: «María, digna morada de Cristo, no por la
belleza del cuerpo, sino por la gracia original».
Al revés de lo que sucede en
Oriente, en Occidente, a medida que van avanzando los siglos, se habla con
mayor cautela sobre este asunto. No que se nuble por completo la creencia en la
Concepción Inmaculada de María, pues sabemos que pronto
comenzó a celebrarse su fiesta, sino que los autores
eclesiásticos, por la autoridad de San Agustín, cuya
opinión sobre este misterio es dudosa, y ante la necesidad de defender
el dogma cierto de la universalidad del pecado original y sus consecuencias, se
ven constreñidos antes a tratar de este punto que a establecer e
ilustrar la excepción que constituye María a la ley universal del
pecado.
Buena prueba de que la fe en este glorioso
privilegio de María no quedó ofuscada nos la suministra la
Liturgia. Dícese que en el siglo VII, y por obra de San Ildefonso,
Arzobispo de Toledo, ya se celebraba la fiesta de la Concepción
Inmaculada en España. Algunos, empero, dudan de la autenticidad del
documento en que se apoyan los que lo defienden.
Pero con toda seguridad se celebraba ya en
el siglo IX, como aparece por el calendario de mármol de Nápoles,
que reza: «Día 9 de diciembre, la Concepción de la Santa
Virgen María». La fecha de la celebración (la misma en que
la celebran los orientales) indica que la fiesta transmigró de Oriente,
con el que mantenía intensa relación comercial Nápoles. No
es ésta la única constancia que queda de la celebración
litúrgica. Por los calendarios de los siglos IX, X y XI sabemos que se
celebraba también en Irlanda e Inglaterra.
3.- Pero, a pesar de la celebración
litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba
teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese
el Santo quizá más devoto de María quien frenase los
impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica
más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a San
Bernardo.
Habiendo llegado a sus oídos que los
monjes de Lyón, en 1140, introdujeron la fiesta, el Santo Abad les
escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él
llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la
razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es
uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del Santo a
María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con
la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que
en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio
porque así cree deber hacerlo.
A pesar del enorme prestigio del santo
Doctor, su carta no quedó sin réplica. El primero que
replicó a la misma, Pedro Comestor, ya hace notar la confusión de
San Bernardo en el asunto, y distingue entre la concepción del que
concibe, es decir, el acto de los padres, y la concepción del
ser concebido, vale decir, la concepción activa y pasiva, que ya
hemos definido antes. Ni faltó tampoco, como en toda polémica, la
frase dura y encendida de parte del contradictor: «Dos veces
-escribió Nicolás, monje de San Albano- fue traspasada el alma de
María: en la Pasión de su Hijo y en la contradicción de su
Concepción».
Aunque la carta del Doctor Melifluo no pudo
impedir la extensión de la fiesta, que cada día cobró
más auge, proyectó una influencia insospechada en las discusiones
teológicas de los siglos posteriores.
III.- Controversia de los
Escolásticos hasta el Beato Escoto
1.- Los siglos XIII y XIV son los del
máximo esplendor de la ciencia divina llamada Teología. Los que
la cultivaron se llaman Escolásticos, y hubo varios centros de
importancia, entre los más ilustres, la Sorbona de París y la
Universidad de Oxford, en Inglaterra. Al comentar los Escolásticos el
«Libro de las Sentencias» de Pedro Lombardo, que les servía
como de manual y guía para dar sus lecciones, se toparon con la
cuestión de la Concepción de María. Los Doctores de
París se inclinaron por la opinión maculista, y los de Oxford por
la inmaculista, es decir, excluyeron a María de la común
caída del pecado de origen. La victoria quedó por éstos
últimos, y concretamente por el Beato Escoto, su más alto
exponente y representante.
2.- En París, los Maestros se
plantean la cuestión en estos términos: ¿Cuándo fue
santificada la Virgen María? Santificada aquí equivale,
como se verá por el contexto de toda la cuestión, a
purificada. Por lo que en el mismo planteamiento del problema ya se da
algo como presupuesto y seguro: que hubo en María algo que necesitaba
purificación. Causa de proponerse el problema en esos términos es
el error contenido en el «Libro de las Sentencias» que comentaban. El
error consistía en afirmar que el pecado original se identifica con la
concupiscencia de la carne, que corrompe y mancha al alma. Y ponían un
ejemplo: Como la inmundicia del recipiente hace que el vino de suyo dulce se
convierta en vinagre, así la concupiscencia de la carne, que se
transmite por generación natural, mancha la pureza del alma. En su
concepto, el pecado original tenía dos elementos: uno material, que es
la concupiscencia de la carne, y otro formal, lo propiamente llamado pecado,
que es la carencia de la gracia.
Partiendo, pues, del principio que la
carne, inficionada por la generación natural, inficiona a su vez el
alma, los Doctores de París se preguntan: ¿Cuándo fue
santificada, es decir, purificada María de esta infección
inherente a la carne?
3.- El primero en plantearse la
cuestión en estos términos es Fray Alejandro de Halés.
Sienta el principio de que a «María se le otorgó cuando
podía dársele», pero no saca todas las consecuencias que de
él se derivan. Y siguiendo la opinión que acabamos de exponer
sobre el pecado original, se pregunta si María fue santificada
en sus padres, respondiéndose que no, pues aunque ellos fueran
santísimos, su santidad no pudo trasfundirse a la carne que concibieron.
Continúa investigando si la carne de María fue purificada antes
que su alma entrase y fuese infundida en la misma, y resuelve que tampoco,
porque la carne no puede ser sujeto de santidad alguna ni de ninguna gracia.
Prosigue interrogando si fue santificada en el mismo momento de infundirse el
alma en el cuerpo, y se inclina también por la negativa. La
conclusión es que fue santificada después de la
concepción, aunque antes de nacer, porque si esto se concedió a
Jeremías y al Bautista, «no puede negarse a tan excelsa Virgen lo
que a otros se concedió».
4.- Sigue por el mismo camino, y con una
conclusión más enérgica, el Doctor San Alberto Magno. Este
cree ser de fe que María fue concebida en pecado original, pues las
Escrituras, en el célebre texto de San Pablo, enseñan «que
en Adán todos pecaron», y si todos, también Ella.
5.- Los dos colosos de la ciencia
teológica, que continuaron la labor de enseñanza de los dos ya
mencionados, prosiguen, aunque más expeditos, por el mismo sendero. Son
Santo Tomás y San Buenaventura.
El Doctor Angélico, Santo
Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras,
escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de
origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, «La
Suma». «A la primera pregunta de si María fue santificada
antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede
borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma.
«A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma»,
responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido
jamás manchada con el pecado original, esto derogaría a la
dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos. Y
así, bajo la dependencia de Cristo, que no necesitó
salvación alguna, fue máxima la pureza de la Virgen. Porque
Cristo de ningún modo contrajo el pecado original, sino que fue santo en
su concepción misma, según aquello de San Lucas: "El que ha
de nacer de Ti, santo, será llamado Hijo de Dios". Pero la
Santísima Virgen contrajo ciertamente el pecado original, si bien
quedó limpia de él antes del nacimiento». Y en otra parte se
pregunta cuándo fue santificada, y responde: «Poco
después de su concepción».
A estas palabras tan claras se les ha
querido dar últimamente un significado distinto, haciendo mil
equilibrios para que signifiquen que Santo Tomas no negó el privilegio
de María, como si negarlo entonces supusiese defecto alguno. El Santo y
ponderadísimo Doctor reiría de buena gana las acrobacias
intelectuales de algunos de sus comentaristas.
San Buenaventura insinúa
tímidamente la solución verdadera de la cuestión, pero se
declara explícitamente partidario de la opinión maculista.
Después de exponer la opinión común, escribe:
«Algunos dicen que en el alma de la Santísima Virgen la gracia de
la santificación se adelantó a la mancha del pecado original...
Esto significa, según ellos, lo que San Anselmo dice de la
Santísima Virgen: que María fue pura, con pureza tan alta, que
mayor, fuera de la de Dios, no se puede imaginar. Esto no repugna a la fe
cristiana, porque la misma Virgen fue liberada del pecado original por la
gracia que dependía y tenía su origen en Cristo, como las
demás gracias de los Santos. Estos fueron levantados después de
caídos, la Virgen fue sostenida en el acto de caer para que no cayera,
según la referida opinión». Ninguno había expuesto
aún en París tan claramente, ni insinuado con tanta
precisión, los argumentos a favor de la Inmaculada. Pero San
Buenaventura se inclinó por la contraria. Tiranía de la
razón que se impuso sobre los anhelos del amor.
4.- No estaba reservada a los Doctores de
París la empresa de defender el privilegio de María. Cuando la
doctrina contraria a la Inmaculada Concepción era corriente entre los
teólogos, corroborada por la autoridad de los grandes maestros,
«bajó a la palestra el Doctor providencial que Dios mandó a
la Iglesia para este caso», decía el antiguo Oficio de la
Inmaculada: el Beato Juan Duns Escoto.
IV.- La intervención del
Doctor Mariano
1.- El Beato Juan Duns Escoto nació
en Maxton (Escocia), de la noble familia Duns. Se formó en la
Universidad de Oxford, y en la misma y en París enseñó
teología. Al llegar a París, la cuestión sobre la
Concepción de María estaba definitivamente ventilada y resuelta
en sentido negativo. Su doctrina sobre la exención de María de
todo pecado chocó con el ambiente reinante en la Universidad, y,
según el estilo de la época, tuvo que defender su opinión
en una disputa pública con los doctores de la misma. El rotundo triunfo
que alcanzó, midiendo su ingenio y saber con los Maestros más
renombrados, hizo aquella discusión científica celebérrima
en los anales de la Universidad y aun de la Iglesia. La leyenda y la
tradición, como acostumbran con los hechos trascendentales, la han
adornado con mil detalles hermosos. Las crónicas eclesiásticas
aseguran que, al pasar el Doctor por los claustros de la Universidad para la
discusión, se postró ante una imagen de María, implorando
su auxilio, y que la marmórea imagen inclinó su cabeza. En el
aula magna de la Universidad, aguardaban al Doctor todos los Maestros.
Presidían la Asamblea los Legados del Papa, presentes a la sazón
en París para negociar ciertos asuntos con el Rey. Sea de ello lo que
fuere, la tradición nos dice que se opusieron al Doctor Mariano
doscientos argumentos, que él refutó y pulverizó
después de recitarlos uno tras otro de memoria. El número de
argumentos, aun sin llegar a los doscientos, fue grande, porque de los
fragmentos de la disputa que han llegado hasta nosotros se pueden recoger
cincuenta. La nobilísima Asamblea se levantó aclamándole
unánimemente vencedor. Una defensa similar del privilegio mariano tuvo
lugar en Colonia, donde el triunfo alcanzado por el Defensor de María
fue tal, que hasta los niños le aclamaban por las calles: ¡Vencedor
Escoto!
Todos estos detalles de la leyenda
demuestran la impresión que causó la defensa escotista en la
imaginación de los contemporáneos que veían
irremisiblemente perdida la causa en el terreno intelectual. Pero si los
detalles son legendarios, queda en pie la historicidad del hecho conocido con
el nombre de Disputa de la Sorbona, como ha probado con sus estudios
el mariólogo P. Carlos Balic, conocido en todos los centros
teológicos.
2.- Pasemos a exponer la doctrina del
Doctor Mariano. Notemos ante todo que el Beato Juan Duns Escoto se plantea la
cuestión de modo completamente diferente al de los que le precedieron:
«¿Fue concebida María en pecado original?». Este modo de
preguntar no presupone ni prejuzga nada, y tiene un sentido claro y terminante:
¿Tuvo o no tuvo el pecado original? Ello arranca de la idea que nuestro
Doctor tiene del pecado de origen, hoy común a todos los
teólogos. Para el Beato Escoto, el pecado original no consiste
más que en la negación de la gracia que se debiera
poseer. Y por eso no ha de preguntarse nada sobre la carne, como hacían
los anteriores.
A la pregunta, pues, de si María fue
concebida en pecado, responde: No. ¿Motivos? La perfectísima
Redención de su Hijo y la honra y honor del mismo. Es decir, que la
dificultad de los contrarios la esgrime él como argumento casi
único. Resumámoslo: «Se afirma que en Adán todos
pecaron y que en Cristo y por Cristo todos fueron redimidos. Y que si todos,
también Ella. Y respondo que sí, Ella también, pero Ella
de modo diferente. Como hija y descendiente de Adán,
María debía contraer el pecado de origen, pero redimida
perfectísimamente por Cristo, no incurrió en él.
¿Quién actúa más eximiamente, el médico que
cura la herida del hijo que ha caído, o el que, sabiendo que su hijo ha
de pasar por determinado lugar, se adelanta y quita la piedra que
provocaría el traspié? Sin duda que el segundo. Cristo no fuera
perfectísimo redentor, si por lo menos en un caso no redimiera de la
manera más perfecta posible. Ahora bien, es posible prevenir la
caída de alguno en el pecado original. Y si debía hacerlo en un
caso, lo hizo en su Madre».
El Beato Escoto va aplicando el argumento
ora desde el punto de vista de Cristo Redentor perfectísimo, ora desde
el punto de vista del pecado, ora desde el ángulo de María,
llegando siempre a la misma conclusión. Su argumento quedó
sintetizado para la posteridad con aquellas cuatro celebérrimas
palabras: Potuit, decuit, ergo fecit, pudo, convino, luego lo hizo.
Podía hacer a su Madre Inmaculada, convenía lo
hiciera por su misma honra, luego lo hizo.
De todo lo cual se deduce, escribe el
Doctor Alastruey, en su conocida «Mariología»:
1.º Que el Doctor Mariano distingue
perfectísimamente entre la ley universal del pecado de origen, en la que
entra María, y la caída real. Es decir, entre el
débito, como dicen los teólogos, y la contracción
del pecado. María debía contraerlo por ser descendiente
de Adán, pero no lo contrajo porque fue preservada. Por eso, su
preservación se llama privilegio.
2.º Que el Doctor Mariano concilia a
perfección la preservación de María y su dependencia de la
Redención de Cristo. Esto lo consigue distinguiendo entre la
Redención curativa y la preservativa. Esta última es, en
opinión suya y ante el testimonio de la razón, redención
más perfecta. Por lo que María, en su privilegio, lejos de
menoscabar el honor de Cristo escapando a su influjo, como temían los
antiguos, depende de Él en forma más brillante y más
efectiva.
3.º Finalmente, Escoto
consiguió pulverizar los principales argumentos de la opinión
contraria y poner en claro que nada podía deducirse de los dogmas de la
fe que fuera contrario a la Concepción Inmaculada de
María.
Las páginas del Doctor Mariano
vinieron a ser el arsenal en que recogían armas y argumentos los
defensores del privilegio de María; y al cabo de tantos siglos de
disquisiciones científicas, se llegó a la definición
dogmática sin que se pudiese añadir a sus páginas ni una
idea, ni un argumento, ni una distinción más.
Y para que no faltase al aguerrido defensor
de la Virgen el testimonio de la opinión contraria, se lo propinó
el Padre Gerardo Renier, que de enemigo doctrinal pasó, como muchos a lo
largo de la historia del Dogma, a adversario personal del Beato Escoto,
escribiendo a propósito de sus enseñanzas en París:
«El primer sembrador de esta herética maldad (la
Inmaculada Concepción) fue Juan Duns Escoto, de la Orden
Franciscana». Calificación teológica que, como es evidente,
fue profética. No se había visto jamás que un
puñado de barro lanzado contra el adversario se convirtiera en el
trayecto en un manojo de rosas y lirios.
V.- Hasta la definición
dogmática
1.- Siguieron al Beato Escoto, como es
fácil suponer, todos los franciscanos, que le adoptaron por Maestro, y
entre sus discípulos se pueden citar nombres tan ilustres como Francisco
Mayrón, Andrés de Neuchateu, Juan Basols, etc. Toda la Orden
Franciscana en general, escribe Campana en María en el Dogma
católico, aceptó la doctrina de su Maestro de modo que, al
poco tiempo, a la Concepción Inmaculada se la llamó la
opinión franciscana, nombre con que fue designada hasta la
definición dogmática.
2.- Perdido ya el prestigio en la
Universidad de París, la opinión contraria apeló al Papa
Juan XXII en su corte de Aviñón. Y a pesar de que el
Pontífice estaba en grave disensión con la Orden Franciscana a
causa de las controversias sobre la pobreza, tras una disputa entre un
franciscano y un dominico, el Papa se inclinó por la opinión
inmaculista, y como conclusión mandó celebrar la fiesta en la
capilla papal. La determinación de Juan XXII significó un paso
decisivo para el triunfo de la Inmaculada. Y nos hallamos en 1325, es decir, a
unos veinte años solamente de la Defensa de Escoto.
2.- Un incidente que revela los
sentimientos y proceder de toda una generación fue el sucedido en 1335.
Juan de Monzón recibió la investidura de Doctor. En su primera
lección magistral sostuvo cuatro proposiciones contra la Inmaculada
Concepción. La Universidad las reprobó y confió al
franciscano Juan Vital que las refutara, como hizo en su
«Defensórium pro I. M. Conceptione». Confirmada la sentencia o
calificación de la Universidad por el Obispo de París, el
dominico apeló al Papa, ante el cual triunfó nuevamente la
opinión inmaculista. Pero la lucha, escribe el P. Sola, S.J., en su
libro «La Inmaculada Concepción», había llegado a su
punto culminante. Como Escoto había arrastrado tras sí a toda su
escuela, Monzón arrastró, asimismo, a toda la tomista. Y si los
discípulos de Escoto formularon el voto de defender el privilegio hasta
la sangre, los contrarios formularon, asimismo, el de defender la doctrina de
Santo Tomás sobre este tema.
3.- No es necesario seguir ya más el
curso de las discusiones científicas, porque en adelante la
opinión maculista va perdiendo sensiblemente terreno, y su
actuación, interés. Ya es conocido que en el Concilio de Basilea
se tuvo un largo debate entre maculistas e inmaculistas con el triunfo de
éstos, pero la decisión del Concilio quedó sin valor
porque, al tomarla, el Concilio ya no era canónico.
Ante Sixto IV, y nos hallamos en el siglo
XV, se sostuvo otra disputa entre el dominico Bandelli y el franciscano
Francisco de Brescia; la victoria de éste fue tan rotunda, que la
Asamblea se levantó aclamándole Sansón, nombre
con que es conocido en la Historia.
Y de triunfo en triunfo, llegamos al
Concilio de Trento que, al hablar de la universalidad del pecado original,
aunque no define el dogma de la excepción de María,
significó su opinión con estas palabras: «Declara, sin
embargo, este santo Concilio que, al hablar del pecado original, no intenta
comprender a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, sino que hay
que observar sobre esto lo establecido por Sixto IV».
4.- Las palabras del Concilio fueron
decisivas para la extensión de la doctrina inmaculista y no tardó
mucho en ser opinión universal.
Apenas se hallará una Orden
religiosa que no pueda presentar nombres ilustres de grandes teólogos
que favorecieron la prerrogativa de la Virgen, contribuyendo a su triunfo. La
Compañía de Jesús puede presentar a Diego Laínez,
Alfonso Salmerón, Toledo, Suárez, San Pedro Canisio, San Roberto
Belarmino y otros muchos más. La gloriosa Orden Dominicana, el
celebérrimo Ambrosio Catarino, Tomás Campanella, Juan de Santo
Tomás, San Vicente Ferrer, San Luis Beltrán y San Pío V,
papa, etc. La Orden Carmelitana, ya en 1306, determinó celebrar la
fiesta en el Capítulo General reunido en Francia, y los agustinos
defendieron también la prerrogativa de la Virgen ya en 1350.
5.- La contribución de nuestra
Patria [España] al triunfo del Dogma de la Inmaculada Concepción
merece capítulo aparte, y por cierto bien nutrido y glorioso, pero ello
nos apartaría del carácter puramente doctrinal que tienen estas
breves notas históricas. Recordemos solamente, como tan significativas,
las legaciones de nuestros reyes a los Sumos Pontífices pidiendo la
definición del dogma. Por eso Pío IX quiso que el monumento a la
Inmaculada, después de su definitivo oráculo, se levantara en la
romana Plaza de España.
VI.- La definición
dogmática de la Inmaculada
1.- El Papa Pío IX, de feliz
memoria, se decidió a dar el último paso para la suprema
exaltación de la Virgen, definiendo el dogma de su Concepción
Inmaculada. Dícese que en las tristísimas circunstancias por las
que atravesaba la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el
Pontífice decía al Cardenal Lambruschini: «No le encuentro
solución humana a esta situación». Y el Cardenal le
respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S.
el dogma de la Inmaculada Concepción».
Mas para dar este paso, el Pontífice
quería conocer la opinión y parecer de todos los Obispos, pero al
mismo tiempo le parecía imposible reunir un Concilio para la consulta.
La Providencia le salió al paso con la solución. Una
solución sencilla, pero eficaz y definitiva. San Leonardo de Porto
Maurizio había escrito una carta al Papa Benedicto XIV,
insinuándole que podía conocerse la opinión del episcopado
consultándolo por correspondencia epistolar... La carta de San Leonardo
fue descubierta en las circunstancias en que Pío IX trataba de
solucionar el problema, y fue, como el huevo de Colón, perdónese
la frase, que hizo exclamar al Papa: «Solucionado». Al poco tiempo
conoció el parecer de toda la jerarquía. Por cierto que un obispo
de Hispanoamérica pudo responderle: «Los americanos, con la fe
católica, hemos recibido la creencia en la preservación de
María». Hermosa alabanza a la acción y celo de nuestra
Patria.
2.- Y el día 8 de diciembre de 1854,
rodeado de la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de
una multitud ingentísima de pueblo, definía como dogma de fe el
gran privilegio de la Virgen:
«La doctrina que enseña que la
bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de
pecado original en el primer instante de su Concepción por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los
méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada
por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los
fieles».
Estas palabras, al parecer tan sencillas y
simples, están seleccionadas una por una y tienen resonancia de siglos.
Son eco, autorizado y definitivo, de la voz solista que cantaba el común
sentir de la Iglesia entre el fragor de las disputas de los teólogos de
la Edad Media.
Pascual Rambla, O.F.M.,
Tratado popular sobre la Santísima Virgen;
Parte III, Cap. V: Historia del dogma de la Inmaculada
Concepción.
Barcelona, Ed. Vilamala, 1954, pp. 192-210
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario