El galeón de Manila
http://www.histarmar.com.ar/InfGral/AASidoli/CarreraIndias-7.htm
El Galeón de Manila fue la prolongación en el Pacífico de la Flota de la Nueva
España, con la que estaba interrelacionado. La conquista y colonización de
Filipinas y el posterior descubrimiento de la ruta marítima que conectaba dicho
archipiélago con América (efectuado por Urdaneta siguiendo la corriente del Kuro
Shivo) permitieron realizar el viejo sueño colombino de conectar con el mundo
asiático para realizar un comercio lucrativo.
El Galeón de Manila fue en realidad esto, un galeón de unas 500 a 1.500
toneladas (alguna vez fueron dos galeones), que hacía la ruta Manila-Acapulco
transportando una mercancía muy costosa, valorada entre 300.000 y 2.500.000
pesos. Su primer viaje se realizó el año 1565 y el último en 1821 (este galeón
fue incautado por Iturbide). La embarcación se construía usualmente en Filipinas
(Bagatao) o en México (Autlán, Jalisco). Iba mandada por el comandante o general
y llevaba una dotación de soldados. Solían viajar también numerosos pasajeros,
que podían ayudar en la defensa. En total iban unas 250 personas a bordo.
La ruta era larga y compleja. Desde Acapulco ponía rumbo al sur y navegaba entre
los paralelos 10 y 11, subía luego hacia el oeste y seguía entre los 13 y 14
hasta las Marianas, de aquí a Cavite, en Filipinas. En total cubría 2.200 leguas
a lo largo de 50 a 60 días. El tornaviaje se hacía rumbo al Japón, para coger la
corriente del Kuro Shivo, pero en el año 1596 los japoneses capturaron dicho
galeón y se aconsejó un cambio de itinerario. Partía entonces al sureste hasta
los 11 grados, subiendo luego a los 22 y de allí a los 17. Arribaba a América a
la altura del cabo Mendocino, desde donde bajaba costeando hasta Acapulco. Lo
peligroso de la ruta aconsejaba salir de Manila en julio, si bien podía
demorarse hasta agosto. Después de este mes era imposible realizar la travesía,
que había que postergar durante un año. El tornaviaje demoraba cinco o seis
meses y por ello el arribo a Acapulco se efectuaba en diciembre o enero. Aunque
se intentó sostener una periodicidad anual, fue imposible de lograr.
El éxito del Galeón de Manila era la plata mexicana, que tenía un precio muy
alto en Asia, ya que el coeficiente bimetálico existente la favorecía en
relación al oro. Digamos que en Asia la plata era más escasa que en Europa. Esto
permitía comprar con ella casi todos los artículos suntuosos fabricados en Asia,
a un precio muy barato y venderlos luego en América y en Europa con un inmenso
margen de ganancia (fácilmente superior al 300 por 100).
Los terminales de Manila y Acapulco constituyeron en su tiempo los emporios
comerciales de los artículos exóticos y sus ferias fueron más pintorescas que
ninguna. En Manila se cargaban bellísimos marfiles y piedras preciosas hindúes,
sedas y porcelanas chinas, sándalo de Timor, clavo de las Molucas, canela de
Ceilán, alcanfor de Borneo, jengibre de Malabar, damascos, lacas, tibores,
tapices, perfumes, etcétera. La feria de Acapulco se reglamentó en 1579 y duraba
un mes por lo regular. En ella se vendían los géneros orientales y se cargaba
cacao, vainilla, tintes, zarzaparrilla, cueros y, sobre todo, la plata mexicana
contante y sonante que hacía posible todo aquel milagro comercial.
La mercancía introducida en América por el Galeón de Manila terminó con la
producción mexicana de seda y estuvo a punto de dislocar el circuito comercial
del Pacífico. La refinadísima sociedad peruana demandó pronto las sedas,
perfumes y porcelanas chinas, ofreciendo comprarlas con plata potosina y los
comerciantes limeños decidieron librar una batalla para hacerse con el negocio.
A partir de 1581 enviaron directamente buques hacia Filipinas. Se alarmaron
entonces los comerciantes sevillanos, que temieron una fuga de plata peruana al
Oriente y en 1587 la Corona prohibió esta relación comercial directa con Asia.
Quedó entonces el recurso de hacerla a través de Acapulco, pero también esto se
frustró, pues los negociantes sevillanos lograron en 1591 que la Corona
prohibiera el comercio entre ambos virreinatos.
Buques
capeando un temporal
(detalle de una carta naútica de Hessel Gerritsz, 1622, Biblioteca Nacional, París)
Naturalmente los circuitos comerciales no se destruyen a base de prohibiciones y
el negocio siguió, pero por vía ilícita. A fines del siglo XVI México y Perú
intercambiaban casi tres millones de pesos anuales y a principios de la centuria
siguiente el Cabildo de la capital mexicana calculaba que salían de Acapulco
para Filipinas casi cinco millones de pesos, parte de los cuales venía del Perú.
Esto volvió a poner en guardia a los defensores del monopolio sevillano, que
lograron imponer restricciones al comercio con Filipinas. A partir de entonces
se estipuló que las importaciones chinas no excediesen los 250.000 pesos anuales
y los pagos en plata efectuados en Manila fuesen inferiores a medio millón de
pesos por año. Todo esto fueron incentivos para el contrabando, que siguió
aumentando.
En 1631 y 1634 la monarquía reiteró la prohibición de 1591 de traficar entre
México y Perú, cosa que por lo visto habían olvidado todos. Hubo entonces que
recurrir a utilizar los puertos intermedios del litoral pacífico, como los
centroamericanos de Acajutia y Realejo, desde donde se surtía cacao de Soconusco
a Acapulco, de brea al Perú y de mulas (de la Cholulteca hondureña),
zarzaparrilla, añil, vainilla y tintes a Panamá, lo que encubría en realidad el
tráfico ilegal entre los dos virreinatos.
Si los
cargamentos procedentes de Europa eran voluminosos y bastante diversificados, no
fueron ni el pálido reflejo de aquéllos que llegaban de Oriente y retornaban a
las Filipinas cargados de plata, cochinilla de grana y jabón.
Recordemos que el famoso parián de los sengleyes en Manila, que fue una especie
de gigantesca central de abastos, concentraba en sus bodegas productos
procedentes de Persia, India, Indochina, China y Japón destinados al poderoso
virreinato de la Nueva España: especierías, perfumes, porcelanas, marfiles;
bronces, muebles (entre los que destacaban los biombos), seda, hilo de oro y de
plata, textiles diversos, perlas y piedras preciosas a granel, piezas de jade y
joyería fina. Objetos que en su conjunto requerían de un cuidadoso y voluminoso
empaque en enormes cestos y cajas de bambú finamente tejido, por ello no
sorprende que durante el siglo XVIII existieran galeones que surcaban el Océano
Pacífico como el Rosario y el Santísima Trinidad que desplazaban un peso de 1700
y 2000 toneladas, respectivamente. También de allá venían esclavos y en esa
condición llegó a México "Mirra", bautizada con el nombre de Catharina de San
Juan, la famosa "China Poblana".
Los viajes de Acapulco a Manila debían realizarse entre los meses de
marzo a junio, en tanto que la tornavuelta tenía lugar de julio a enero, ya que
en su conjunto eran meses ideales para realizar la siempre peligrosa travesía.
La bibliografía existente respecto a este tema es enorme, pero en su conjunto
casi nada aporta sobre las condiciones mismas de las travesías que surcaban los
dos grandes océanos. Cuando alguna epidemia se desataba a bordo, era consignada
en los documentos de "arribo" debido a la cuarentena a la que era sometida toda
la tripulación del navío infectado, pero lo sucedido a bordo, lo cotidiano en el
acontecer de aquellos fascinantes viajes se perdió con el tiempo de los
galeones.
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10 – El tornaviaje
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Una vez realizada la negociación, los mercantes de ambas flotas, la de Nueva
España y la de Tierrafirme, debían dirigirse hacia La Habana, donde les
esperaban los buques de guerra de escolta. Desde allí se emprendía el viaje de
regreso a España.
Los buques iban llegando lentamente, mientras bullía la actividad en el puerto.
Se aprovechaba el tiempo para carenar y preparar las naves para la larga
navegación. Muchas veces esta espera se hacía interminable y venía ocasionada
por desacuerdos entre los comerciantes. A veces había que esperar un solo buque
que se había quedado rezagado. Entretanto era preciso pagar los jornales de los
marineros, mantener los buques inactivos, aguantando el oleaje y ver cómo se
deterioraba la carga de productos perecederos. Había que partir antes del 10 de
agosto, ya que en caso contrario sobrevendría un desastre en el Canal de la
Bahama. Si para esa fecha no había logrado prepararse el tornaviaje, se
retrasaba hasta el año siguiente. En tal caso se procedía a descargar la plata
para almacenarla en los fuertes.
El tornaviaje era mucho más peligroso que la venida, pues aparte del riesgo de
huracanes y temporales estaba el peligro de la piratería, que aumentaba en
consonancia con el valor de la carga que se transportaba; el tesoro real (plata
procedente de impuestos: y tributos cobrados) y las remesas de los comerciantes.
La plata llegó a representar entre el 85% y el 95% de los cargamentos indianos a
la Península hasta que se produjo la contracción de tales envíos a partir de la
segunda década del siglo XVII. La ruta de regreso terminaba además en un embudo,
que era la boca del Guadalquivir fácilmente accesible desde los puertos
europeos.
Cuando todo estaba listo se hacía aguada, se cargaban los víveres para la
travesía y se daba la orden de partida. Los buques volvían a colocarse en
posición de travesía. No se enviaba ningún navío de aviso a la península, para
no alertar a los piratas. En la metrópoli no se sabía nunca la fecha de regreso
de las flotas. La primera noticia de su arribo era verlas llegar a San Lúcar.
Desde La Habana se dirigían al Canal de la Bahama, siempre amenazante. Era la
vieja ruta del piloto Alaminos entre Cuba y La Florida. En su fondo yacían
multitud de galeones cuyos hundimientos se contaban siempre por la marinería.
Pasando el Canal se enrumbaba hacia Europa.
El peligro corsario y pirata aumentaba al llegar a las Azores. A veces se
enviaban buques de guerra de refuerzo a estas islas, para esperar la llegada de
las flotas. Desde las Azores se dirigían a Portugal. No era rara una recalada en
el Algarve para descargar el contrabando. Finalmente se alcanzaba el suroeste
español y por último a San Lúcar, desde donde los galeones comenzaban a remontar
con dificultad el Guadalquivir para llegar al puerto fluvial de Sevilla, ciudad
que tuvo el monopolio comercial de Indias hasta entrado el siglo XVIII. La
Corona tuvo siempre miedo de que se perdiera plata americana si se abrían otros
puertos peninsulares a la Carrera de las Indias y además le resultaba más cómodo
controlar ésta desde un solo terminal, motivos por los cuales favoreció los
intereses de la ciudad andaluza, que se convirtió gracias a las flotas en una de
las más importantes de Europa. Su población pasó de 45.000 habitantes a fines
del siglo XV a 130.000 a comienzos del XVII.
El aumento del tonelaje de los buques fue convirtiendo a Sevilla en un puerto
inútil para el comercio indiano, ya que impedía la subida por la barra del
Guadalquivir. En 1680 se decidió que los galeones partieran y llegaran a Cádiz,
puerto que tenía mejores condiciones para esta negociación atlántica. Los
comerciantes sevillanos hicieron el último esfuerzo por controlar el monopolio y
fue lograr que la Casa de la Contratación siguiera en su ciudad, con lo cual las
flotas se organizaban marítimamente en Cádiz y burocráticamente en Sevilla. Este
sistema funcionaría casi otros cuarenta años.
En Sevilla se descargaba la mercancía, se contaba la plata, se cobraban los
impuestos, se pagaba a la marinería y se devolvía el armamento al arsenal. El
numerario emprendía desde allí una larga ruta hacia los centros industriales
europeos, que fabricaban las manufacturas que se comprarían para la flota
siguiente.
El sistema fue siendo cada vez más lento. En el siglo XVII la mercancía
procedente del Pacífico tardaba un año en llegar a España y dos la que venía de
Filipinas. Normalmente el viaje de ida y vuelta de España a México llevaba un
año, pues había que contar con la espera motivada por la formación de las
flotas. Casi siglo y medio duró la decadencia del sistema de flotas; la mayor
parte de su existencia. Desde la tercera década del siglo XVII empezó a dar
señales de ineficacia y a fines de dicha centuria era evidente su falta de
operatividad. A comienzos del siglo XVIII se hicieron varios intentos por
resucitar las flotas, pero todo fue inútil. Desde 1740 no hubo ya más flotas a
Tierrafirme y sólo algunas a Nueva España. El parte de defunción de las flotas
se firmó en 1778 cuando se dio el Reglamento de Libre Comercio.
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