Personajes y calles de mi vieja ciudad 8
La Radio HIN localizada en la calle Isabel La Católica en el
antiguo edificio de Correos, era dirigida por Homero León Díaz, uno de
los íconos de la locución y crónica deportiva del país; la emisora
transmitía los sábados un hermoso programa, “La Hora Escolar” en el que
participaban alumnos de diferentes colegios y escuelas, leyendo
composiciones, declamando poesías, o interpretando alguna obra teatral, y
los maestros hablaban de historia difundiendo mensajes a todos los
estudiantes. Participé dos veces con mi colegio en este programa,
recitando “El Ave y el nido”, de Salomé Ureña, y “Primavera”, de Ana
Quisqueya Sánchez.
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Durante
la década de los años 50 las radionovelas eran el entretenimiento
preferido especialmente de las amas de casa –la televisión aun no
llegaba a muchos hogares-. Pero hubo una novela en particular que causó
furor y congregó a toda la familia, era el famoso serial del cubano
Armando Couto, “Tamakún”, cuyo lema decía: “Donde el peligro
amenace…donde el dolor desgarre…donde la miseria oprima…allí estará
Tamakún, el vengador errante”.
Un programa muy escuchado transmitido por “La Voz de la
Alegría”, a la 1:30 de la tarde, era el de “Paco Escribano, el rey del
disparate”. Rafael Tavares Labrador era su verdadero nombre. Paco
Escribano fue un gran humorista, considerado el precursor del repentismo
en el país; entre chanzas e ironías hacía críticas sutiles a un
funcionario o a una situación en particular sin mayor importancia, pero
una vez cometió la osadía de preguntar, luego de denunciar una queja
barrial, “Dónde está Tamakún, que no viene a este país”, la reprimenda
no se hizo esperar, pero fue leve, pues la “Excelsa Matrona”, madre del
Benefactor era fanática de su programa e intervenía por él cuando
cometía algún despropósito. Paco Escribano, quien también escribía
comedias picarescas y las representaba en algunos cines, mostró su
verdadero sentir cuando presentó su comedia “Cero Invasión”, una burla
grosera a la gesta heroica del 14 de junio de 1959.
El parque Duarte había dejado de ser nuestro lugar de
juegos, ya adolescentes se convirtió en el sitio de encuentros de amigas
y amigos; la llegada estruendosa del “Maco Pempén”, ya no nos producía
miedo, más bien sentíamos pena, por el perturbado personaje; pero otras
cosas no cambiaban como el gusto por el maní caliente que ofertaban los
maniseros con sus latas provistas de brazas, que chispeaban al accionar
con movimientos circulares, y por las deliciosas trompetas –platanitos
finitos y saladitos- colocados en envases de papel en forma de
cilindros, precursoras de los “Frito lays”.
La juventud de esos años había enloquecido con el “Rock and
roll”, Bill Haley y sus Cometas y Elvis Presley se convirtieron en
ídolos. Éramos asiduos oyentes del “Hit Parade” programa conducido por
Ellis Pérez desde el 1953, transmitido por la emisora HIZ, y bailábamos
al ritmo del “rock around the clock”. La pasión por el rock llevó a
Walterio Coll a crear el grupo “Dominican Boys” y a Milton Peláez “Los
Happy Boys”, la calidad de este grupo le permitió tiempo después ser la
contraparte de Bill Haley y sus Cometas cuando se presentaron en el
Teatro Agua Luz.
La Voz Dominicana transmitía los viernes un programa llamado
“Buscando una Estrella”, conducido por Francisco Grullón Cordero en el
que mostraba sus condiciones humorísticas. Este programa tenía un
espacio especial en el que se presentaba la Escuela de Ballet de Magda
Corbett, en el que participamos en varias ocasiones.
La ciudad crecía, la modernidad iba desplazando hábitos y costumbres, ya no se escuchaba la voz cantarina del pregonero ofreciendo en su pequeña carretilla, “frío-frío”, -raspado de hielo colocado en un cono de papel cubierto de algún sirope-, esta voz había sido sustituida por el sonido de campanitas, instaladas en una especie de refrigeradores ambulantes, anunciaban las deliciosas paletas cubiertas de chocolate de los helados Cremita. Los coches tirados de caballos aparcados en la calle Hostos, iban convirtiéndose en reliquias del pasado, sustituidos por los carros públicos, cuyas líneas fijas costaban diez centavos, y si se quería ir a un sitio específico fuera de línea, entonces se pagaba una “carrera” por cincuenta centavos. Las líneas se fueron extendiendo. En principios los carros llegaban hasta la Pasteur, luego hasta la Hermanos Deligne, y más adelante hasta la Máximo Gómez.
La ciudad crecía, la modernidad iba desplazando hábitos y costumbres, ya no se escuchaba la voz cantarina del pregonero ofreciendo en su pequeña carretilla, “frío-frío”, -raspado de hielo colocado en un cono de papel cubierto de algún sirope-, esta voz había sido sustituida por el sonido de campanitas, instaladas en una especie de refrigeradores ambulantes, anunciaban las deliciosas paletas cubiertas de chocolate de los helados Cremita. Los coches tirados de caballos aparcados en la calle Hostos, iban convirtiéndose en reliquias del pasado, sustituidos por los carros públicos, cuyas líneas fijas costaban diez centavos, y si se quería ir a un sitio específico fuera de línea, entonces se pagaba una “carrera” por cincuenta centavos. Las líneas se fueron extendiendo. En principios los carros llegaban hasta la Pasteur, luego hasta la Hermanos Deligne, y más adelante hasta la Máximo Gómez.
El 16 de mayo de 1956, mi hermano y yo tomamos un carrito en
El Conde para asistir a Bellas Artes, donde el Teatro Escuela de Arte
Nacional, -TEAN- presentaba su primera obra en el recién inaugurado
Auditorium, se trataba de “Llama un Inspector”, de John B. Priestley,
dirigida por el español Luis González Chamorro; en ella actuaron grandes
figuras de nuestro teatro como: Niní Germán, Esperanza de Alvarez,
Franklyn Domínguez, Máximo Avilés Blonda, Camilo Carrau, Monina Solá y
Blanquita Iglesias; la obra obtuvo un gran éxito y nosotros quedamos
atrapados por el teatro para siempre. Para regresar tomábamos un carrito
en la avenida Independencia, y se podían escoger dos rutas Padre
Billini o Arzobispo Nouel.
Caminando, podíamos desplazarnos a cualquier lugar de
nuestra Ciudad Colonial, todo quedaba cerca. En la calle Santomé #23,
laboraba el Colegio Santa Ana, su bien ganada fama se debía a los
prestigiosos profesores que allí impartían clases; los hermanos Elena,
Caridad y Ricardo Castro Colón, fueron ejemplos de vocación magisterial,
excelente preparación académica, abnegación y disciplina. En la
Santomé, entre las Mercedes y El Conde, vivía otra gran educadora, doña
Atala Cabral Ramírez, fue directora de la llamada Escuela Anexa, y luego
inspectora escolar.
Un entrañable paso de nuestra ciudad, es el llamado
“Callejón de los Curas, que comunica la calle Padre Billini con la
plazoleta catedralicia; se le llamó así, porque desde su construcción a
principios del siglo XVI, fue estancia de los prelados de nuestra
Catedral Primada. En la Plazoleta vivía el arzobispo Octavio Antonio
Beras, quien fuera elevado a cardenal por el Papa Pablo VI, en el año
1976. Haciendo esquina con el Callejón, en la Padre Billini, vivían las
familias Fiallo Prota, y los Beras Dalmasí, cuya hija Milagros, fue una
de nuestras grandes pianistas, realizó estudios especializados en
Francia e Italia. Entre la Hostos y Arzobispo Meriño, residía la familia
Heredia Bonetti. En la esquina Hostos quedaba la farmacia de la doctora
Grace Goico Morel.
El cine era la distracción por excelencia de la época y la
más asequible. El Teatro Capitolio, ubicado en la calle Arzobispo
Meriño, frente a la Catedral, tenía una tanda especial los sábados en la
mañana muy barata, –diez centavos-. A estas tandas matinales, que se
hicieron muy populares los domingos, se les llamaba “Tanda Vemouth”. El
teatro Capitolio tuvo su época de esplendor, en las primeras décadas del
siglo XX, por su escenario pasaron grandes artistas. En 1928 se
presentó en una sola función el célebre tenor español Hipólito Lázaro;
nos contaba el abuelo Mariano con total convencimiento, que el “do de
pecho” emitido por el tenor en una de las arias, se había escuchado en
el parque Colón.
En la calle Arzobispo Nouel, entre la 19 de Marzo y José
Reyes, se inauguró el cine Leonor, que contaba con los adelantos de la
época, Cinemascope y Aire acondicionado. Pero lo que causó verdadera
conmoción entre la juventud, fueron las películas en tercera dimensión,
-muy pocas, por cierto-. Para verlas entregaban a la entrada del cine
unos lentes de dos colores, rojo y verde. La única película que vimos
con este sistema fue El Monstruo de la Laguna Negra, los efectos eran
increíbles, parecía que todo se salía de la pantalla, la gritería del
público, en su mayoría jóvenes y niños, era atronadora, fue una
experiencia inolvidable. En la acera frente a los cines se colocaban los
paleteros, ofreciendo “chicle, menta y cacaíto” y para los mayores,
“Hollywood y Crema”, los famosos cigarrillos dominicanos. Pronto
tendrían los paleteros una fuerte competencia, al instalar los cines sus
propias ventas de dulces y más adelante, las máquinas de “popcorn”…
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