Las crisis de la vida y la autorrealización
Casi se habla solo de crisis
y de crisis de las crisis, la de la Tierra y la de la vida, amenazadas
de desaparecer como señaló el Papa Francisco en su encíclica sobre “el
cuidado de la Casa Común”. Pero todo lo que vive está marcado por
crisis: crisis del nacimiento, de la juventud, de la elección de
compañero o compañera para la vida, crisis de escoger una profesión,
crisis del “demonio de mediodía” como la llamaba Freud, que es la crisis
de los cuarenta años cuando nos damos cuenta de que estamos llegando ya
a la cima de la montaña y comienza el descenso. Y finalmente, la gran
crisis de la muerte, cuando pasamos del tiempo a la eternidad.
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El
desafío puesto a cada uno no es cómo evitar las crisis. Ellas son
inherentes a nuestra condición humana. La cuestión es cómo les hacemos
frente: qué lecciones sacamos de ellas y cómo podemos crecer con ellas.
Por ahí pasa el camino de nuestra autorrealización y de nuestra
maduración como seres humanos.
Toda situación es buena, cada lugar es excelente para
medirnos con nosotros mismos y zambullirnos en nuestra dimensión
profunda y dejar surgir el arquetipo de base que llevamos dentro (la
tendencia de fondo que siempre nos martillea) y que a través de nosotros
quiere mostrarse y hacer su historia, que es también nuestra verdadera
historia. Aquí nadie puede sustituir al otro. Cada uno está solo. Es la
tarea fundamental de la existencia.
La geografía del mundo espiritual es diferente de la del
mundo físico. En esta los países se tocan por los límites. En la otra,
por el Centro. La indiferencia, la mediocridad, la ausencia de pasión en
la búsqueda de nuestro Yo profundo es lo que nos distancia de nuestro
Centro y de los otros, y así perdemos las afinidades, aunque estemos al
lado de ellos, en medio de ellos, y pretendamos estar al servicio de
ellos.
¿Cuál es el mejor servicio que puedo prestar a las personas?
Ser yo mismo como ser-de-relaciones y por eso siempre ligado a los
otros, un ser que opta por el bien para sí y para los otros, que se
orienta por la verdad, ama y tiene compasión y misericordia.
La realización personal no consiste en la cantidad de capacidades personales que podemos realizar, sino en la calidad, en el modo como hacemos bien aquello que la vida situada nos reclama. La cuantificación, la búsqueda de títulos, de cursos sin fin, puede significar en muchas personas la fuga del encuentro con la tarea de su vida: medirse consigo mismo, con sus deseos, con sus limitaciones, con sus problemas, con sus positividades y negatividades e integrarlo creativamente. Huir de la acumulación del saber inocuo, que más ensoberbece y aleja de los otros, es lo que nos madura para poder comprender mejor a nosotros mismos y al mundo.
La realización personal no consiste en la cantidad de capacidades personales que podemos realizar, sino en la calidad, en el modo como hacemos bien aquello que la vida situada nos reclama. La cuantificación, la búsqueda de títulos, de cursos sin fin, puede significar en muchas personas la fuga del encuentro con la tarea de su vida: medirse consigo mismo, con sus deseos, con sus limitaciones, con sus problemas, con sus positividades y negatividades e integrarlo creativamente. Huir de la acumulación del saber inocuo, que más ensoberbece y aleja de los otros, es lo que nos madura para poder comprender mejor a nosotros mismos y al mundo.
La realización personal no es tanto obra de la razón que
discurre sobre todo, sino del espíritu, que es nuestra capacidad de
crear visiones de conjunto y de ordenar las cosas en su justo lugar y
valor. Espíritu es descubrir el sentido de cada situación. Por eso es
propio del espíritu la sabiduría de la vida, la vivencia del misterio de
Dios, descifrado en cada momento. Es la capacidad de ser todo en todo
lo que se hace. Espiritualidad no es una ciencia o una técnica, sino un
modo de ser entero en cada situación.
La primera tarea de la realización personal es aceptar
nuestra situación con sus límites y posibilidades. En cada situación
está todo, no cuantitativamente distendido, sino cualitativamente
recogido como en un Centro. Entrar en ese Centro de nosotros mismos es
encontrar a los otros, a todas las cosas y a Dios. Por eso decía la
vieja sabiduría de la India: «Si alguien piensa correctamente, recogido
en su cuarto, su pensamiento es oído a miles de kilómetros de
distancia». Si quieres cambiar a los otros, empieza por cambiarte a ti
mismo.
Otra tarea imprescindible para la realización personal es
saber convivir con el último límite que es la muerte. Quien da sentido a
la muerte, da sentido también a la vida. Quien no ve sentido en la
muerte tampoco descubre sentido en la vida. La muerte sin embargo es más
que el último instante o el fin de la vida. La vida misma es mortal. En
otras palabras, vamos muriendo lentamente, en prestaciones, porque en
cuanto nacemos comenzamos a morir, a desgastarnos y a despedirnos de la
vida. Primero nos despedimos del vientre materno y morimos para él.
Después nos despedimos de la infancia, de la niñez, de la juventud, de
la escuela, de la casa paterna, de la edad adulta, de algunas de
nuestras tareas, de cada momento que pasa y por fin nos despedimos de la
propia vida.
Esta despedida es un dejar atrás no solo cosas y
situaciones, sino siempre un poco de nosotros mismos. Tenemos que
desapegarnos, empobrecernos y vaciarnos. ¿Cuál es el sentido de todo
esto? ¿Pura fatalidad irreformable? ¿O no tiene un sentido secreto? Nos
despojamos de todo, hasta de nosotros mismos en el último momento de la
vida (muerte), porque no hemos sido hechos para este mundo ni para
nosotros mismos, sino para el Gran Otro que debe llenar nuestra vida:
Dios.
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