Qui prodest? a quién beneficia?. Esta es la pregunta
que se hacian los romanos para indagar quien era el culpable de un
crimen. ¿A quien beneficiaba la Pepa? a quien perjudicó? texto
originales o inspirados en los estudios históricos de Felix Rodrigo Mora
y otros: ¿Quién y por qué se crea la "patria" española?
CAUSAS DE LA REVOLUCIÓN LIBERAL Y LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1812, LA VERDAD DESNUDA.
En los manuales de historia y libros de texto se suele presentar el
proceso de reforzamiento del Estado y creación del capitalismo que es la
revolución liberal como un evento maravilloso causado por el “amor a la
libertad” de los prebostes reunidos en Cádiz, esos personajes
magnánimos, desinteresados, paternales, muy preparados y, sobre todo,
llenos de bondad y ansiosos por dar al pueblo un nuevo orden pleno de
delicias y maravillas. Esta concepción de los acontecimientos,
ideologizada e irracionalista, manipulativa e infantilizante, es la que
dominaba en los festejos del Bicentenario, al calor del muchísimo dinero
que allí corría. Las causas reales, las verdaderas, son otras. Se
distinguirá aquí entre las profundas, o estratégicas, y las
coyunturales, o inmediatas. Yendo a las primeras hay que advertir que el
proceso que culmina en Cádiz, y que sepultará a los pueblos
peninsulares en más de un siglo de violencia civil y guerras casi
continuadas, se estaba gestando desde hacía siglos.
En las centurias XIII y XIV en todos los reinos peninsulares las
respectivas Coronas (nombre del artefacto estatal en ese tiempo)
lograron éxitos de importancia sobre el pueblo. Los más importantes
fueron la eliminación del concejo abierto en villas y ciudades, la
desaparición de las milicias concejiles, la adjudicación del poder
legislativo al monarca, que se plasma en la forma de fueros
territoriales y ordenamientos de leyes que van a liquidar la etapa
consuetudinaria y foral precedente, en que el pueblo, en asamblea
(concejo abierto) ejercía la facultad legislativa. Al perder ésta en los
centros urbanos aquél queda también desposeído del poder judicial. Como
consecuencia de ello, la nobleza, laica y eclesiástica, adquiere unas
potestades incomparablemente superiores a las que antes poseía. Lo
concejil, sin embargo, continuaba vivo y activo en el mundo rural, donde
residía la abrumadora mayoría de la población. Esto fue un problema muy
grave para la Corona. Sojuzgar el campo exigía un Estado hiper-poderoso
que no podía crearse debido a la firme resistencia popular, activa y
pasiva, lo que producía una situación que se retroalimentaba.
Similarmente, había que poner fin al comunal, si se ansiaba que el poder
de las elites fuera considerable. Ello era no sólo una expropiación
sino la introducción, como sustitución, de un nuevo tipo de propiedad
privada, la absoluta e ilimitada propia del derecho romano, en oposición
a la relativa, compartida, imprecisa, cargada de obligaciones y débil,
peculiar, cuando existía, de la sociedad creada por la revolución
civilizante de la Alta Edad Media. La acción contra el comunal en 1812
llevaba ya siglos. Tenemos la venta de baldíos ordenada por Felipe II,
las enajenaciones de tierras concejiles que Caxa de Leruela lamenta en
“Restauración de la antigua riqueza de España”, 1631, y la profusa
legislación privatizadora del siglo XVIII, en particular la ley de
26-5-1770, aplicable en el conjunto de los territorios peninsulares de
la Corona de Castilla. Con todo, era manifiestamente insuficiente.
Por cierto, la intolerable ley de 1770, obra señera de la
Ilustración, pone a ésta en evidencia como corriente furiosamente
antipopular, caciquil y oligárquica. La muy profusa literatura
pseudo-histórica de alabanza de la Ilustración contiene otra de las
grandes falsificaciones de nuestra historia. Sin desarticular el comunal
no podían reclutarse bastantes soldados, ni había mano de obra
disponible para el capitalismo naciente, ni era factible que se
desarrollase el comercio (lo que significaba mucho menos gravámenes
percibidos por el Estado), ni era hacedera la generalización del trabajo
asalariado, ni podría avanzar mucho la acumulación y concentración del
capital. Pero, sobre todo, sin destruir el comunal no se podía liquidar
el concejo abierto, dado que es su base económica, y crear sobre sus
ruinas un sistema de dictadura plena de las elites. Existía además la
diversidad de territorios, de leyes, de lenguas, de culturas. Esto ya
había sido señalado por el conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV,
como un notable obstáculo para que la Corona de Castilla llevase
adelante con éxito su política de guerra en el exterior. Había que
uniformizar, eliminar obstáculos legales y implantar una normativa
unificada, una lengua única y una ciudad cabecera del Estado.
Lograr la centralización y jerarquización de los espacios era un
asunto vital. En 1714 se derogó lo principal de las leyes catalanas, un
avance en esa dirección, aunque insuficiente, muy insuficiente. Antes,
en 1512, Navarra había sido conquistada, pero aún sobrevivía un sistema
de semi-independencia, con el rey de Castilla supeditado en buena medida
a las Cortes navarras, lo que era visto con irritación en las alturas
de la monarquía. Igual que los fueros territoriales vascos, y de otros
lugares. Todo esto eran limitaciones al poder del Estado y trabas al
desenvolvimiento del capital que tenían que ser extinguidas. Como
consecuencia de ello, la Corona de Castilla, a la que algunos comenzaron
a denominar “España” en el siglo XVIII, era relativamente débil en el
terreno militar, sobre todo, frente a Inglaterra, que ya había tenido
una forma primitiva de revolución liberal en torno a 1688.
La lucha planetaria por las colonias estaba siendo ganada por los
ingleses, y eso era un motivo de enorme desasosiego y alarma en las
altas esferas del poder de Madrid. Para superar esta situación había que
reestructurar al completo la sociedad peninsular: eso fue la revolución
liberal. A comienzos del XVIII se había establecido el ejército
permanente, construidos los primeros cuarteles y tomado otras
providencias. Pero era insuficiente, poca cosa. El monopolio que la
nobleza ejercía sobre los empleos militares era asfixiante para el
aparato castrense, pues impedía tener un cuerpo de oficiales lo bastante
extenso y competente. Había que abrir el ejército y la Armada a las
personas capaces de origen popular, y eso exigía abolir los privilegios
estamentales de la nobleza. En la base de la institución la dificultad
mayor estribaba en que la recluta de quintos era difícil de realizar, y
poco provechosa, por lo que había que desarticular la autosuficiente
sociedad campesina para que afluyeran conscriptos de forma habitual a
los aparatos militares. Además, el Estado, o institución de la Corona,
estaba mal organizado, era disperso cuando se necesitaba que fuese
compacto. Una de las fisuras se daba entre el poder señorial y el real,
que debía resolverse extinguiendo el primero para que todas las
facultades de ordenar y prohibir revertieran a la rama fundamental del
Estado. Por tanto, los señoríos (“feudos” para algunos) tenían que
desaparecer. No había, asimismo, cuerpos policiales dignos de tal
nombre, de manera que, en el campo sobre todo, las leyes apenas podían
ser aplicadas. La Inquisición era poco eficaz, y la insistencia en las
querellas teológicas había demostrado ser un error, pues lo óptimo era
la tolerancia en materia de religión con una sola exigencia, que los
diversos credos pagaran impuestos y admitieran que sus fieles sirvieran
como soldados.
Eliminar el Santo Oficio para constituir cuerpos policiales
operativos era una necesidad de primera importancia. La sociedad rural
tenía que ser triturada puesto que en ella el control cotidiano de la
población por las instituciones era bastante más difícil de realizar que
en las ciudades. Había que dañar y demoler sustantivamente el campo
para que la población se transfiriera a las urbes, si se deseaba
incrementar las potestades efectivas del ente estatal en el día a día.
Al mismo tiempo, se tenía que cargar de tributos al campo para realizar
la acumulación capitalista, vía Estado. Una tercera urgencia era abolir
las leyes del pasado que impedían el “libre” flujo de bienes y personas a
las ciudades, para que éstas crecieran sin trabas. Finalmente, Madrid
debía ser el espacio físico de concentración y organización compacta de
la cabeza del Estado. La situación había mostrado que el adoctrinamiento
popular realizado por el clero era insuficiente. Por tanto, había que
crear un instrumento laico para la manipulación de las mentes, si se
deseaba estatuir una situación estable y fluida de docilidad social, así
como para arrinconar primero y luego extinguir la cultura y sabiduría
popular autónoma de creación y difusión oral. De esta necesidad salió el
proyecto de educación básica a cargo de Estado que las Cortes gaditanas
aprobaron en 1813. Asimismo había que introducir el patriarcado en las
clases populares, muy refractarias al sexismo y a la marginación de la
mujer. Con el ejemplo de Francia ante sí, donde la revolución francesa
había impuesto un patriarcado atroz, que dejaba pequeño incluso al
romano, a partir de 1789, las elites españolas ansiaban repetir aquí la
operación.
Para terminar esta enumeración de necesidades estratégicas del poder
constituido se puede señalar que el Estado y las elites precisaban
imperiosamente cambiar la cosmovisión de las clases populares, para
hacer a las personas competitivas, individualistas, codiciosas, pasivas,
obedientes, inmorales, débiles, gozadoras, ininteligentes, arribistas,
arbitrarias y crédulas. En este asunto el movimiento de la Ilustración
puso un acento particular, consciente de algo obvio, que sin mudar las
mentalidades el gran proyecto de recrecimiento del ente estatal no podía
triunfar. Ya que se ha citado la Ilustración hay que comenzar
protestando por la interpretación que de ésta ofrece el sistema
educativo, que es rotundamente falsa y engañosa. La meta de los
Ilustrados, buscada por medio del pedantismo, el maquiavelismo y la
demagogia, era servir al engrandecimiento del Estado, lo que les llevaba
a la denigración sistemática de las clases populares, no sin acudir de
vez en cuando a giros populistas. Su aborrecimiento al pueblo se pone de
manifiesto en todo su decir y obrar, por ejemplo, en la lucha denodada
contra las “supersticiones”, esto es, contra los saberes de la gente
común. La Ilustración fue la matriz en la que se fraguó el proyecto y
programa de la revolución liberal. Prácticamente todo lo que hicieron
las Cortes de Cádiz, y casi todo lo que se recoge en la Constitución,
había sido considerado previamente por los jerarcas ilustrados, desde el
primer tercio del siglo XVIII. El movimiento estaba formado por las
elites del poder en esa centuria, sobre todo por militares,
intelectuales, altos funcionarios, ricos propietarios y clérigos. Estos
fueron la fuerza agente de la revolución liberal. Ilustrado por
antonomasia es Jovellanos, un servidor del Estado a machamartillo. Las
causas inmediatas que convirtieron en algo sumamente urgente realizar el
cambio revolucionario constitucional-liberal son, por citar sólo las
más importantes, las que siguen. La Corona de Castilla estaba fracasando
militarmente en todos los teatros de operaciones, aunque formalmente
era la segunda potencia naval de Europa. Su actuación en la guerra de
los Siete Años (1756-1763) fue un desastre completo, como lo prueba que
perdiera incluso La Habana y Manila, que fueron luego devueltas por los
ingleses al firmarse el tratado de paz. Esto fue un decisivo toque de
atención. Similar significación tuvo la derrota en la gran batalla naval
de Trafalgar en 1805, donde lo mejor de la flota española quedó
destrozado. La emergencia de Francia como gran poder militar
continental, gracias a la revolución francesa (ésta fue hecha por las
elites en primer lugar para alcanzar ese fin) hizo que el cambio no
pudiese ser aplazado por más tiempo, si se deseaba seguir siendo una
potencia de primera fila. Al mismo tiempo la presión popular sobre las
elites del poder era fuerte, y probablemente se fue incrementando a
partir de la ola de motines de la primavera de 1766, que en algunos
lugares alcanzó carácter insurreccional, aunque lo sustantivo era la
resistencia sempiterna de la comunidad rural, que continuaba negándose a
integrarse en las instituciones.
Parece que, a finales del siglo XVIII, la oposición popular al alto
clero, en la forma de obstrucciones a abonar el impuesto del diezmo, se
hizo intensa y amplia. Cuando Napoleón I invadió la Península tuvo en
cuenta sólo la situación de decrepitud del Estado y no el vigor
formidable del pueblo, de los pueblos. En realidad lo hizo porque
contaba con la mayoría de las clases mandantes españolas, incluida la
Inquisición, que veían en él a quien iba a garantizar la continuidad de
sus privilegios, de manera que en un primer momento sólo una parte
pequeña de aquéllas se le opuso. Pero cuando se constató la fuerza de la
reacción popular, muchos de los poderhabientes cambiaron de posición y
se pasaron a la resistencia. Napoleón I trajo la modernidad, esto es,
sobre-opresión, destrucción del sujeto y un orden político de poder
ilimitado para los poderosos. Por eso fue combatido con una energía
colosal por las clases populares. Las elites españolas aprovecharon la
coyuntura para constituir un ejército regular que si bien fue desastroso
en el campo de batalla serviría para su verdadero fin, meter en cintura
al pueblo cuando Napoleón fuese vencido, o bien en cooperación con él.
Los pueblos peninsulares combatían en la guerrilla, con una eficacia
mucho mayor, pero sin comprender lo que estaba sucediendo, que era
extraordinariamente complejo. Así las cosas, la mayoría de la clase
mandante se decide por la resistencia y la Junta Suprema, o gobierno
provisional, convoca Cortes extraordinarias en Cádiz, que se abren en
septiembre de 1810, bajo el amparo de la flota inglesa. Elaboran la
Constitución y siguen sesionando hasta 1813. Napoleón I es vencido en
1814. Durante unos años se dejó sin aplicar la Constitución de 1812
porque se sabía que desencadenaría una violenta resistencia popular, y
antes había que desarmar al pueblo, muy crecido a causa de la lucha
contra el tirano galo. Pasan seis años y tras la pantomima de Riego, en
1820, se pone en aplicación la Carta gaditana. Ahora las elites del
poder pueden hacerlo porque poseen algo que antes no tenían, un ejército
potente, creado en 1808-1814. En 1821 se inicia la guerra civil, con
partidas campesinas y populares por todas partes. El ejército, junto con
la Milicia Nacional, se hace cargo de la represión, que es implacable,
un baño de sangre. Por desgracia, una buena parte de los jefes de la
guerrilla que había luchado contra Napoleón I traicionó la causa
popular, se pasó a los liberales.
El caso más conocido es El Empecinado, pero hay más. La oposición
popular era tan potente que estalló un conflicto en el seno de las
elites en relación a cuál era la mejor estrategia a seguir para sojuzgar
de una manera nueva y más perfecta al pueblo, dividiéndose en
liberales, o partidarios de realizar el cambio a viva fuerza y con
rapidez, y “absolutistas”, luego carlistas, proclives a hacer algunas
concesiones al elemento popular y avanzar más pausadamente. El pueblo,
que no logra ser él mismo en lo político, tiende a respaldar, aunque con
muchas excepciones, a los segundos a partir de 1833, como mal menor.
Eso fue un gran desacierto, pero en sí mismo expresa un hecho indudable,
que para éste el paso desde el Antiguo Régimen al orden liberal fue una
regresión, pasar de un orden malo, en tanto que existía Estado y
desigualdad social, a otro mucho pero mucho peor. Es repulsivo, en tanto
que total falta de respeto por la verdad y ausencia completa de ética,
que la resistencia popular, legítima, a la Constitución de 1812 se
presente por los profesores-funcionarios como obra de un populacho
dirigido por curas trabucaires y frailes ultramontanos. Eso, en lo más
medular, no es verdad. Conviene recordar que el 30% de los diputados en
Cádiz, aproximadamente, eran miembros de la Iglesia, y que ésta se hizo
el principal vehículo para la popularización y legitimación de la
Constitución a pie de calle, de tal modo que de no ser por ella es muy
probable que el alzamiento popular hubiese alcanzado proporciones
descomunales, elevándose a revolución. Es atroz que se oculte que el
cardenal primado y príncipe de la Iglesia de España, esto es, la primera
autoridad religiosa aquí en el periodo más crítico, 1814-1823, fue Luis
María de Borbón, un hombre de la familia real afecto de manera
inflexible a la Constitución de 1812. Como dice su mejor biógrafo,
siempre se manifestó rigurosamente “al servicio del Rey y de la
Constitución”. Con él estaba “la mayor parte del clero”. Cierto: los
curas, monjas y frailes respaldaron, salvo excepciones muy escasas, a
constitucionalistas y liberales, no al pueblo. Otra cosa son las
patrañas que se hacen circular. Los verdaderos clericales, pues, fueron
los constitucionalistas, los liberales, los partidarios de la
modernidad, igual que eran los auténticos militaristas y adeptos al
Estado policial. Es cierto que hubo una ínfima minoría de religiosos
exaltadamente antiliberales, pero como fuerza política eran apenas nada:
ha sido la desvergonzada máquina de propaganda progresista la que ha
hecho de ellos la definición de toda una época y un movimiento, para
desacreditar y vilipendiar a las clases populares. Miserables.
En 1837 la Constitución gaditana es reemplazada por otra, no mejor ni
muy diferente. El pueblo falló, no consiguió elaborar una política y un
programa que le permitiera salir adelante, contra unos y otros,
liberales y “absolutistas”, en defensa de un orden popular restaurado y
reforzado, asentado en la asamblea, el comunal y el derecho
consuetudinario, eliminando del todo cualquier expresión de ente
estatal, la fuente sustantiva del mal político y económico. No lo hizo
pero podría haberlo hecho. Averiguar el porqué de tal actuación es de
decisiva importancia. Aunque con enormes dificultades y exigiendo un
tiempo asombrosamente largo para realizarse, la estrategia de las elites
del poder, diseñada por la Ilustración triunfó. La Constitución de 1812
fue cumplida a cabalidad, finalmente. Lo que de ello brota, ante todo,
es un ejército poderosísimo, que domina la vida política y social. Esa
era la meta de la revolución liberal, aupar al aparato militar a una
situación de privilegio, abuso y mando extremados, contra el enemigo
exterior, las otras potencias, y el enemigo interior, el pueblo/los
pueblos. Esta es la gran verdad sobre la Constitución de 1812 que el
sistema académico oculta a toda costa, que de ella dimana la
militarización de la vida política, no sólo de la manera más visible,
con los “espadones”, sino porque la totalidad de la Carta gaditana
establece la militarización de la existencia, a través de la
jerarquización total de la sociedad, el uso continuado de la coacción y
la estatización universal. Por tanto, el proyecto de Manuel de Aguirre,
oficial del ejército que redactó el primer esbozo de Constitución, dado a
conocer en 1786, triunfó a fin de cuentas. Muy pocos recuerdan esto.
Ese ejército, digámoslo ya, fue el de Franco en 1936. O sea, “La Pepa”
proporcionó al fascismo el instrumento con que agredió al pueblo ese
infausto año.
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