La crisis como momento de la dominación social
Una de las consecuencias más nefastas de la consolidación del discurso sobre «la crisis económica», es la reaparición del izquierdismo, que viene a entonar un coro que suena más o menos a «ya lo habíamos dicho nosotros: el capitalismo se hunde por sí mismo, y ahora es nuestro turno». Es evidente que sus proclamas y su concepción de la crisis financiera como estadio pre-revolucionario están a años luz de una realidad en que la conflictividad social en los países más afectados por la recesión está totalmente contenida.
Pero esta separación de la realidad no es nada nuevo para unas gramáticas revolucionarias que perdieron el sujeto y que viven hace tiempo en el fantástico mundo de la Doctrina Verdadera. Por eso, para ellos, el discurso de la crisis se presenta como una oportunidad de anclar su retórica desgastada al nuevo concepto-fetiche, y se descuelgan con eslóganes tan carentes de sentido como «la crisis que la paguen los ricos». Consolidando, por omisión, la idea de que antes de este pretendido cataclismo había algo parecido a una sociedad en pleno ascenso a la felicidad perpetua. Que las clases trabajadoras, en su bondad innata, no participaron del festín de diez años que preparó lo que hoy se nos dice es el final del capitalismo.
Como telón de fondo a sus soflamas ideológicas, se encuentra la llamada a un fortalecimiento del Estado en su papel de garante de una economía real y productiva frente a la malvada economía especulativa y financiera. Y de ahí que cualquier parecido de la realidad con sus análisis del capitalismo sea pura coincidencia. En lugar de aclarar nada, se encargan de oscurecer todo lo posible la verdad de las cosas y ofrecer sus explicaciones simplistas que encajan perfectamente en la teleología que inspira sus doctrinas.
Lo peor es que estas proclamas autodenominadas «anti-capitalistas», están destinadas a ser escuchadas por aquellos que apuestan por una reforzada intervención estatal en los asuntos públicos como forma de reactivar la economía. Que el mayor desvelo de economistas autodenominados libertarios -los citaremos después- sea invertir la tendencia a la caída del PIB, da la medida de en qué punto se encuentra la crítica social.
Lo peor es que estas proclamas autodenominadas «anti-capitalistas», están destinadas a ser escuchadas por aquellos que apuestan por una reforzada intervención estatal en los asuntos públicos como forma de reactivar la economía. Que el mayor desvelo de economistas autodenominados libertarios -los citaremos después- sea invertir la tendencia a la caída del PIB, da la medida de en qué punto se encuentra la crítica social.
De modo que nos podemos encontrar en ámbitos que reclaman su pureza libertaria con un anti-capitalismo parlamentarista y estatista, con una fuerte creencia en la posibilidad de recuperar la productividad perdida a través de una reedición del keynesianismo combinada con la autogestión asamblearia del aparato productivo. Cualquiera de sus «propuestas» puede tener eco hasta en los más enconados tecnócratas y expertos, siempre prestos a extender sus recetas económicas que, desde los foros alter-globalizadores, llevan tiempo discutiéndose. Todo parece indicarles que, ahora sí, ha llegado su momento y pueden pasar a formar parte de ese gabinete de crisis global.
El coro llegará a decirnos que, quienes sostenían hasta hace poco este sistema, se han convertido en «anti-sistema» por la fuerza de los hechos, y que, a partir de ahora, todos deberemos serlo porque no nos quedará más remedio.
Antes de nada, cualquier explicación económica debería enseñarnos cómo es posible que haya bancos que siguen obteniendo beneficios, y que el consumo de lujo no sólo no disminuya sino que vaya en aumento desde que los términos de «la crisis» han sido instalados gracias sobre todo a la televisión, la radio, y a los economistas de todo signo que se han lanzado a explicarla.
Después, y aunque parezca mentira decirlo, nos deberán convencer de por qué hace poco más de un año no había crisis. Por qué las muertes por desnutrición y hambrunas periódicas, las tierras quemadas por guerras interminables, el envenenamiento progresivo del agua, el aire y las tierras de cultivo, la destrucción del medio rural, el crecimiento de los barrios híper-degradados de las megalópolis más pobres del mundo, la urbanización salvaje de las costas y la desertificación progresiva, la represión salvaje de la inmigración y la proliferación de nuevos campos de concentración amparados democráticamente en los países «desarrollados», las medidas de excepción antiterroristas con las que el Estado policial continúa avanzando en su tarea de aniquilación de cualquier movimiento social, la miseria creciente en el seno de sociedades obscenamente opulentas… por qué todo eso no era una «crisis».
Todos aquellos que se han empeñado en explicarnos doctamente lo que está pasando -y, de paso, tratar de arrimar el ascua a su sardina ideológica- olvidan sistemáticamente que las recesiones económicas del capitalismo son momentos del proceso de profundización de las relaciones de dominación social; que en este bache económico de lo que se trata es de salvaguardar los intereses de ciertos grupos en el poder frente a los vaivenes de un modo de producción industrial que es catastrófico desde hace más de dos siglos. Hay que decirlo de una vez: la recesión no afectará al sistema productivo capitalista ni a los Estados que lo sustentan -mal que les pese a quienes han visto una oportunidad para desempolvar las banderas de la clase obrera revolucionaria y la autogestión asamblearia.
Hacer la crítica del capitalismo partiendo del argumento de que actualmente «está en crisis», es decir implícitamente que cuando no había recesión la cosa funcionaba.
Lo que habría que explicar, más bien, es cómo pudo darse a nivel del estado español un período de acumulación de plusvalía tan rápido sin ningún tipo de aumento de la productividad.
El llamado «boom inmobiliario» que ha tenido lugar durante estos últimos diez años aproximadamente, partió de una premisa fundamental: la liberación de suelo por parte del Estado. En 1996, el gobierno de turno eliminó de la Ley del Suelo la distinción entre «suelo urbanizable programado» y «no programado». Ese fue el pistoletazo de salida, y supuso una oferta abundante de terrenos que abarataba el coste en la producción. La oferta venía acompañada por la de mano de obra barata, aprisionada por las sucesivas crisis de empleo en el decenio de 1985-1995, y reactivada por la llegada de trabajadores migrados y sostenidos en situación de ilegalidad para su mejor explotación.
Con estos reclamos se atraía a los capitales acumulados que, frente a la perspectiva de la reconversión al euro, afrontaban un proceso de revalorización a través del sector históricamente más productivo (y más destructivo) del país. Ante la afluencia del dinero, bajó su precio, y las condiciones de crédito de las entidades financieras se flexibilizaron, permitiendo unos índices de endeudamiento de las familias sobre el que ya advertía en 2003 el BBVA en su estudio sobre el mercado inmobiliario -utilizando por primera vez el término «burbuja inmobiliaria»-.
La fórmula que acuñara Marx D-M-D’ (donde M era en este caso la producción y compra-venta de inmuebles) se acercó en los años que van de 1996 a 2008 al ideal D-D’, generalizándose a un gran número de pequeños capitales que participaban del proceso especulativo sobre la vivienda.
Así se produjo el efecto de valorización del valor en el sector de la construcción, que arrojaba año tras año datos paradójicos: cuanto más y más rápido se construía y se recalificaba suelo a tal fin, más caro era el producto final, y más el endeudamiento necesario para obtenerlo. Las causas de este incremento del precio de la vivienda, que oscilaba del 16% al 13% según el periodo, no era ni la disponibilidad de suelo (que fue abundante y completamente destructiva, sobre todo en la costa de Levante); ni el aumento de los salarios (que prácticamente se mantuvo constante en términos relativos y que se redujo en términos absolutos); ni el precio de los materiales (cada vez más baratos y de menor calidad); ni el precio del dinero. La mayor parte de la composición del precio final de la vivienda quedaba en manos de los distintos agentes que participaban de la circulación de la mercancía-vivienda: inmobiliarias, asesorías, notarías, registros de la propiedad y, sobre todo, en el amplio margen de beneficio que los capitales acumulados obtenían de la inversión en el sector.
De este modo, se enriquecieron rápidamente los grupos que hoy reproducen el discurso de «la crisis», mientras retiran de la circulación el dinero acumulado -para eso sirven muy bien los famosos billetes de 500 euros-, dejando en una situación de endeudamiento asfixiante a una gran parte de aquellos que también apostaron en la ruleta sin querer entender el verdadero papel que tenían asignado en el juego.
Por tanto, la «crisis económica» responde a la perspectiva de ganar menos de ciertos grupos en el poder -de que su dinero rinda menos-; lo que es muy distinto a considerarla como una fatalidad a la que todo el mundo se ve abocado por la presencia de un espectro negativo que hace quebrar abruptamente negocios que ayer obtenían pingües beneficios. En definitiva, la recesión económica atiende a la necesidad de algunos grupos bien posicionados de mantener sus niveles de vida y confort, desplazando hacia los grupos de menores rentas el problema de la creación de valor: será necesario trabajar más para obtener menos. Como se ve, no es un escenario excepcional en el capitalismo, más bien es su funcionamiento normal; lo extraordinario fue el periodo de acumulación salvaje precedente.
Hay que decir que, en la medida en que muchas personas han asumido ciertas necesidades y niveles de vida como suyos, se verán envueltas en mayor grado en los efectos de la recesión. Así, muchos que compraron su televisión de plasma verán cómo siguen pagando los plazos de un aparato que cada vez que encienden les recuerda cómo «la crisis» les empujará al arroyo mientras otros brindan con champán. Algunos seguirán pagando los plazos de su ultramoderno coche, mientras se encuentran con la imposibilidad de pagar la gasolina y la paradoja de no tener ningún trabajo al que desplazarse con él. Pero no podrán hacer nada por impedirlo, ya que considerar responsable de la situación a «la crisis económica», es lo mismo que creer en el Mal de Ojo o en la Virgen de la Macarena. Se atacarán de diversas formas -todas rituales, todas inútiles- las consecuencias inmediatas de la situación, pero sin entender en absoluto sus causas.
A esa confusión responde que el telediario pueda vocear las cifras del paro con tono de alarma y, un minuto después, sin solución de continuidad, reseñe alegremente la apertura de una feria de coches de lujo con éxito de afluencia. Cuentan, con gesto fatalista, el próximo cierre de una fábrica que significará la pérdida de miles de empleos, y a continuación se nos relata el lanzamiento de una firma de ropa que pone en circulación trajes espaciales de diseño, en previsión de los próximos cruceros por el espacio que algunas personas demandan porque no saben en qué demonios dilapidar sus fortunas.
¿Qué tipo de «crisis del capitalismo» es esta que no deriva en una quiebra social? Respuesta: es en realidad la crisis generalizada de la capacidad para pensar críticamente. Es una crisis mental que se expresa en una mentalidad de la crisis que acaba legitimando lo que trata de atacar.
Pero esto no quiere decir que la recesión económica no tenga consecuencias reales. Los cierres de empresas, los despidos en masa y los desahucios, son consecuencias palpables que siempre golpean a quienes tienen una posición más débil en la cadena de dependencia de la sociedad industrializada. El fantasma de la crisis se encarna en todas aquellas personas que sólo cuentan con su trabajo para sobrevivir, y lo hace en formas cada vez más duras. Cabría esperar que estas personas fuesen quienes planteasen una ruptura social. Sin embargo, esto no sucede así, se pongan como se pongan todos los voluntarismos izquierdistas. Y no sucede porque esas personas se ven en la necesidad de defender el aparato de dominio, por la sencilla razón de que es la producción del dominio la que hace posible su supervivencia.
La división del trabajo ha hecho imposible siquiera pensar en satisfacer nuestras necesidades de otra forma que mediante el trabajo asalariado y el consumo. El desarrollismo depredador de los países más industrializados, ha hecho desaparecer cualquier forma de comunidad auto-regulada capaz de oponer resistencia al proceso modernizador. Finalmente, la desposesión provocada por el progreso de la sociedad tecnificada, parece haber vuelto a muchos incapaces de pensar con un mínimo de claridad.
Por eso, la interpretación de «la crisis» se deja en manos de especialistas y expertos que, incapaces también de extraer todas las conclusiones de lo que está sucediendo ante nuestras narices, optan por una huída hacia adelante, y saltan a la palestra con propuestas cada vez más desvinculadas de la realidad.
A partir de la imposición de la mentalidad de crisis, se abre la posibilidad para que los técnicos comiencen a proponer sus «soluciones». Las propuestas las conocemos de sobra y se podrían resumir en ésta: una intensificación de la explotación y un cierre de filas en torno a las ideas de progreso y desarrollo. Las bajas de «la guerra contra la crisis» ya sabemos de qué lado se producirán. Pero saberlo no resuelve el problema.
La dependencia y la asunción de necesidades ajenas como propias (la falsa conciencia), impiden que lecturas un poco más lúcidas sean escuchadas, y análisis como los realizados por el ICEA (Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión) pasen por ser revolucionarios.
Que en un análisis socioeconómico pretendidamente «radical» leamos: «Esa productividad [se refiere a la caída del PIB] podría estimularse como vimos anteriormente por medio de la inversión empresarial en bienes de equipo y tecnología», da la medida de qué tipo de crítica está pasando por revolucionaria, albergando seguramente las mejores intenciones, pero sin entender prácticamente nada de lo que sucede.
Sostener, a estas alturas, que un aumento de la productividad a través del I+D será la condición necesaria para una posterior redistribución social de los beneficios, roza el límite del absurdo. Mucho más cuando sus autores sostienen que su «lectura de la crisis» es libertaria.
Si aciertan a la hora de denunciar los gastos en infraestructuras del Estado como una forma de reflotar las empresas constructoras y sostener su margen de ganancia, se equivocan en la línea siguiente cuando sostienen que sería más importante un «aumento del empleo público en servicios sociales.» Si sostienen que el fin último de su análisis es la autogestión asamblearia del aparato productivo y la desaparición del Estado, no se ve muy claro que se indignen porque «no parece que exista una protección adecuada por parte del gobierno hacia las clases sociales más desfavorecidas».
Al mezclar una crítica socialdemócrata de la economía capitalista y las soflamas libertarias de la autogestión, el batiburrillo resultante no es ni un análisis serio de la sociedad en que vivimos ni una propuesta de acción concreta. Se mueve más bien entre un manual de primero de Economía y un panfleto trasnochado.
Nada en su análisis hace sospechar una crítica a las bases que hacen subsistir la sociedad capitalista -ya sea en periodos de rerecesión o de expansión-, porque han aceptado el fetiche del progreso económico y el desarrollo de las fuerzas productivas, pasando a continuación a especular con las medidas necesarias para una redistribución más justa que, por supuesto, pasa por una «autogestión obrera y social» (¿?).
Al mezclar una crítica socialdemócrata de la economía capitalista y las soflamas libertarias de la autogestión, el batiburrillo resultante no es ni un análisis serio de la sociedad en que vivimos ni una propuesta de acción concreta. Se mueve más bien entre un manual de primero de Economía y un panfleto trasnochado.
Nada en su análisis hace sospechar una crítica a las bases que hacen subsistir la sociedad capitalista -ya sea en periodos de rerecesión o de expansión-, porque han aceptado el fetiche del progreso económico y el desarrollo de las fuerzas productivas, pasando a continuación a especular con las medidas necesarias para una redistribución más justa que, por supuesto, pasa por una «autogestión obrera y social» (¿?).
Al no plantear ninguna duda sobre las bases materiales que hacen posible tanto los periodos de acumulación de plusvalía como las crisis inflacionarias, olvidan recurrentemente el importantísimo papel que, por ejemplo, ha tenido la disponibilidad de petróleo barato en el desarrollo del capitalismo en estos últimos cien años. Por eso omiten mencionar que la desposesión creciente a que ha llevado la consolidación de un mundo industrializado, hace muy difícil cualquier propuesta de reapropiación de un aparato productivo que, en muchos aspectos, se encarga también de destruir las bases sociales y ecológicas de las que surge.
Sus «propuestas» carecen de base, porque lo primero que han obviado es la realidad que pretenden modificar. Así pueden muy bien presentarlas en cuantos niveles quieran -«medidas reformistas, progresivas y progresivas-revolucionarias» [sic]-, que eso no las hará más operativas.
Es muy difícil escuchar estos «análisis», y los corolarios a que conducen, sin pensar que hay algo en la crítica social que debe ser revisado de cabo a rabo; y que los aprendices de brujo han encontrado en el discurso «de la crisis» una justificación perfecta para repetir sus letanías -gestión obrera, sindicalismo asambleario, autogestión- y esperar que la realidad se adapte a sus deseos.
El principio de realidad es la primera víctima de esta crisis mental, y ese es el primer escollo a salvar para deshacernos de una vez por todas de la maldita palabra «crisis», y empezar a llamar a las cosas por su nombre.
Artículo de Juanma Agulles en Ekintza Zuzena
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