Estamos todos muertos: O de cómo el capitalismo nos ha vuelto zombis
Gil-Manuel Hernández reflexiona
sobre el declive de la sociedad moderna española en su ensayo ‘Ante el
derrumbe. La crisis y nosotros’.
Quizás no sea casualidad que exista una moda de lo zombi en televisión. Quizá sea consecuencia del tiempo en el que vivimos. Así cabe inducirlo tras la lectura de Ante el derrumbe. La crisis y nosotros (Mandala Ediciones), el nuevo ensayo del sociólogo y profesor de la Universitat de València Gil-Manuel Hernández i Martí, profesor del Departament de Sociologia y Antropologia Social de esta institución.
Dividido en cinco capítulos (‘Tiempos de
derrumbe’, ‘El caos exterior’, ‘La agresión que no cesa’, ‘Un paisaje
desolador’ y ‘La transformación de la consciencia’), Ante el derrumbe. La crisis y nosotros se yergue como un testimonio desolador al tiempo que es un retrato intelectual de la crisis y de la sociedad española,
con un viaje a la raíz filosófica del problema y la búsqueda de una
reacción ante tanto desmán sin castigo. Un texto escrito sin atisbo de
complacencia ni, por supuesto, de indulgencia; más bien al contrario, un
ensayo cargado de escepticismo que parece decir que es bueno estar
indignado, que es bueno “sentir el malestar” porque sólo así se podrá
sacar algo provechoso de él.
El primero de los capítulos se inicia con una cita de la película El odio (1995, Mathieu Kassovitz) que es en sí toda una síntesis de la premisa que impulsa al libro: “Esta es la historia de una sociedad que se hunde, y que a medida que lo hace se dice a sí misma: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, pero el problema no es la caída si no el aterrizaje“.
En él plantea como la pérdida de derechos ha sido sigilosa, sin
estruendo, ante una sociedad que sigue con la ilusión de que “esto lo
podremos aguantar, de que llegarán otra vez las vacas gordas”.
Una ilusión que nos convierte a todos en
muertos vivientes, en los muertos que caminan. “El capitalismo refuerza
el mundo zombi, pues sus reglas son reglas de muerte, sumisión y
asfixia”, explica Hernández. “Su lógica vampírica y succionadora implica
mantener a la gente con energía pero privándola de sus verdaderas
potencialidades, aquellas que si fueran realmente utilizadas,
lucidamente utilizadas, acabarían con el sistema en poco tiempo”.
¿Estamos muertos en vida?, como decía Philip K. Dick.
¿Estamos muertos y no lo sabemos? Así lo cree Hernández quien señala
que los zombis triunfan en las pantallas porque también lo hacen en la
política, la economía y la cultura. Es un extraña fascinación que huele a
“identificación inconsciente” con la triste condición de muertos
vivientes, de “seres disminuidos que necesitan tragar casquería mediática para sobrevivir, que no vivir”.
“No hay más que mirar a la cara a la
mayor parte de nuestros políticos, empresarios, obispos, líderes de
opinión, tertulianos, científicos, intelectuales y famosos para darse
cuenta: se nos muestran forrados de hormigón armado, blindados, sin espíritu, sin moral, vendedores de humo para infelices consumidores de humo.
Y esto no es una queja, si no una evidencia que debemos asumir, aunque
nos avergüence y nos entren una ganas inmensas de llorar”, se lamenta
Hernández.
Un estado de la cuestión al que ha
contribuido el fiasco de las revoluciones que “iban a edificar paraísos”
y que al final “o se han derrumbado o han mutado en engendros
irreconocibles”. Como bien proclamaran los teóricos de la postmodernidad
y cita Hernández, los grandes relatos, las grandes esperanzas y las grandes promesas yacen “en el vertedero de la Historia”.
Y añade: “No nos equivoquemos, el desánimo que nos acecha es
poderosísimo, y exhibe un músculo férreo activado por toda una plaga de
policías antidisturbios, burócratas insensibles, empresarios
implacables, banqueros infames, expertos soberbios, opinadores torcidos,
políticos ruines y toda suerte de sicarios desalmados”.
‘El caos exterior’ se inicia con un
ataque directo al capitalismo actual del que dice que “no necesita de
alucinadas teorías de la conspiración mundial para ser mostrado como lo
que realmente es: una conspiración estructural”. Un capitalismo que es
retratado como un monstruo de leyenda, capaz de asimilar a todos sus
enemigos y convertirlos en parte de sí mismo. Así cree Hernández que
ocurrió con el socialismo, que ha quedado transformado en una inofensiva
socialdemocracia, cada vez más asimilada al neoliberalismo. Tampoco
corrió mejor suerte el comunismo, que tras fracasar en su proyecto de
revolución mundial se convirtió en un capitalismo de Estado, “tan
represivo, despiadado y totalitario como el capitalismo de mercado”,
escribe.
Ante eso Hernández plantea tres
cuestiones que el capitalismo no ha podido asimilar, tres problemas a
los que se enfrenta. El primero de ellos es “el problema ecológico, que
implica que el sistema no puede desarrollarse más allá de los límites que la naturaleza le ha acabado imponiendo“.
El segundo, “el conjunto de las contradicciones económicas internas”
que abocarán al sistema a su colapso, “tarde o temprano”. Y el tercero,
“la capacidad de los individuos de cambiar su cosmovisión” que hará “del
todo inviable la máxima capitalista del más“.
‘La agresión que no cesa’ es un
auténtico repaso a la colección de epítetos que se han empleado en los
últimos cinco años contra los dirigentes políticos. “Constituye un hecho
cada vez más evidente, por mucho que nos irrite, que estamos en manos
de auténticos desalmados”, dice Hernández. Y añade: “Sin ningún
interés por el misterio y grandeza de la existencia, esos sujetos han
reducido su mundo al imperio del más puro egoísmo, alimentado por una omniabarcante e insaciable sed de poder”. Algo que extiende también al llamado socialismo real, donde se pueden encontrar “autómatas socializados en la compulsión totalitaria”.
Unos gobernantes que viven temerosos de
una explosión social que si se ha producido, pero nadie se ha dado
cuenta porque, dice Hernández, ha sido “hacia adentro”, ha sido “una
verdadera implosión social”. “Hace bastante tiempo que esta se está
dando, aunque por su naturaleza oculta pueda pasar desapercibida a los
grandes medios de comunicación, que tampoco destacan por mostrar la
verdad a la gente”, escribe.
Una implosión social que no genera
noticias espectaculares pero que se reproduce, según el antropólogo
valenciano, en personas singulares, familias y grupos sociales. Una implosión que “tiene forma de depresión y otras enfermedades mentales,
se expresa en patologías de todo tipo, en bajas laborales, en rupturas
de pareja, en maltratos psicológicos, en violencia doméstica”. Una
implosión que, prosigue Hernández, se transforma en apatía hacia las
movilizaciones sociales, se hace visible en las actitudes de
indiferencia, en ese mantra falaz que sostiene que ‘todos los políticos
son iguales’, “en la desconfianza absoluta hacia las instituciones, en
el aburrimiento vital, en el replegarse hacia uno mismo sin que por ello
uno mismo se conozca”.
En el cuarto capítulo, ‘Un paisaje desolador’, Hernández incide en una idea clave que sobrevuela todo el ensayo, y es en cómo el neoliberalismo ha acrecentado la ansiedad y multiplicado los riesgos y miedos: a perder el trabajo o la familia, a ser parado de larga duración, a la represión de lasfuerzas del orden,
a ser acosado por toda suerte de desequilibrios psíquicos, a la miseria
y el descrédito, a ver hundirse los derechos que tanto costaron de
ganar, a trabajar bajo la continua exigencia del reciclaje permanente, a
dejar pasar oportunidades…. Una ansiedad que a la postre sirve
de “combustible” que alimenta más desesperanza, más crispación y más
tendencia a la contracción, a replegarse “en el catálogo de falsas
seguridades”.
En ese contexto, resignarse “es morir cada vez un poco más” apunta Hernández al inicio del quinto capítulo, ‘La transformación de la consciencia’. “No podemos quedarnos paralizados por el miedo“,
insiste el antropólogo valenciano. Para ello propone opciones como la
pertenencia a “algo más grande que nosotros, algo cargado de significado
que nos ensanche y nos eleve a una cierta trascendencia, aunque sea
profana”.
E igualmente propone ante el crecimiento
superficial que propugna el capitalismo, “el crecimiento interior, la
transformación psíquica, que es también cultural y de valores”. “Si
millones de personas crecieran de esta manera los tiranos que de mil
formas nos atormentan se verían privados de legitimidad y apoyo”,
apunta. Y sentencia poco después: “Nada hay tan subversivo como la
conciencia (…) que uno tiene de sí mismo y del mundo a través del autoconocimiento”. “(…) Somos mucho más de lo que creemos ser“.
Ante el derrumbe. La crisis y nosotros
no es, aunque parezca lo contrario, un libro pesimista porque, como
dice el chiste anglosajón, el pesimista es aquel que cree que las cosas
no pueden ir peor, mientras que el optimista sabe que sí, que pueden ir
peor. Y Hernández está convencido de que puede ir peor, de que la deriva
social puede aún ser mayor. “No existe ninguna garantía de que las
cosas vayan a cambiar a mejor, antes bien los signos de los tiempos llevan a presagiar un horizonte cada vez más totalitario, baldío y triste. Un mundo infeliz con apariencia de felicidad enlatada, sosa e inocua. En esas estamos”.
De igual manera queNietzsche nos informó de la
muerte de Dios, Hernández parece invitarnos a que demos por muerto al
egoísmo, al ‘yo’ superficial que ha dominado nuestro tiempo, y demos
noticia de su fin. De ahí que este ensayo sea, en parte, un manifiesto,
una proclama y como tal este redactado. “Es un libro de agitación”, dice
en el prólogo. “De agitación hacia afuera y de agitación hacia
adentro”, prosigue. “El derrumbe de lo conocido avanza irremisiblemente” añade. Plagado de referencias que van desde los mass media a Zygmunt Bauman, pasando porKarl Marx o Erich Fromm, el libro concluye con una invocación. “Solo hay uncamino viable:
implicarse con el todo y con nosotros mismos, explorar el caos de lo
posible y atreverse a dar un salto existencial sin dejarse doblegar por
el peso de lo que dejamos atrás”. O dicho de otra manera: sólo se podrá
vencer si no se tiene miedo a perder.
Artículo de C. AIMEUR en Valencia Plaza
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