Políticos e instituciones, ¿despojados del poder y despreciados?
Publicado por: Michael Neudeckerhttp://ssociologos.com/2015/03/23/politicos-e-instituciones-despojados-del-poder-y-despreciados/
Acerca de Michael Neudecker
Michael Neudecker, periodista y politólogo, profesional de la
comunicación política de origen alemán. Su experiencia profesional ha
transcurrido hasta el momento en el ámbito de las corporaciones locales,
el parlamento regional de Madrid y la redacción de El País donde
aprendió su oficio. Ha colaborado como analista en diferentes páginas
web y mantiene dos blogs personales donde escribe sobre historia (La
Vida de los Años http://vidayeltiempo.blogspot.com.es/) y sobre análisis
político y de comunicación (Las Reglas del Juego
http://mneudecker.blogspot.com.es/).
Las
reglas del juego político están cambiando. Aunque los ciudadanos siguen
votando a sus diputados y de los parlamentos siguen surgiendo
gobiernos, su soberanía es cada vez menor. Otros actores políticos y
económicos que no han sido elegidos por los ciudadanos están tomando las
principales decisiones que afectan a las personas, lo que provoca que
las instituciones y las clases políticas domésticas se vean cada vez más
devaluadas e incluso despreciadas.
Cada
día los medios de comunicación muestran ejemplos de gobiernos que están
perdiendo margen de maniobra. Ya no tienen la capacidad de decidir y,
sobre todo, de imponer sus decisiones soberanas en un mundo globalizado
en el que los estados nacionales han dejado de ser los actores
principales de la acción política. Organizaciones supranacionales, como
la Unión Europea, son las que definen hoy los marcos jurídicos en los
que se toman las decisiones políticas de los estados, mientras que las
decisiones económicas vienen dadas por los poderes financieros, los
llamados mercados, que son los que tienen la última palabra, como están
demostrando casi a diario desde que comenzó la crisis económica y del
euro.
El
sociólogo y politólogo Ignacio Sotelo afirma en su ensayo “España a la
salida de la crisis” que “en tres décadas, el neoliberalismo triunfante
desemboca en una crisis de grandes dimensiones que ha terminado por
consolidar un nuevo tipo de capitalismo, el financiero, con el que el
poder pasa de las compañías industriales a los grandes consorcios
financieros de inversión”.
La
falta de arraigo en un territorio concreto y de estabilidad son dos
características de este capitalismo financiero, que utiliza la falta de
regulación a nivel global y la incapacidad de los estados para defender
su soberanía a nivel nacional para moverse libremente por el mundo en
busca de negocio y beneficio sin prácticamente trabas. Esta movilidad ha
sido definida por el sociólogo Zygmunt Bauman como “modernidad
líquida”.
El
Estado nacional se encuentra absolutamente a merced de esta movilidad,
ya que depende de los recursos del capitalismo financiero para el
funcionamiento de su economía, pero apenas cuenta con capacidad para
imponer sus condiciones. Estas son dictadas por los mercados bajo la
amenaza de marcharse del lugar de producción, causando estragos en las
economías afectadas. Y esas condiciones impuestas al Estado suelen ser
tajantes: rebajas fiscales, reformas laborales, privatización de
servicios, cambios en el ordenamiento jurídico para controlar la deuda,
etc. “Parece haber poca esperanza de rescatar los servicios estatales
que proporcionaban certidumbre y seguridad”, lamenta Bauman, que habla
de la existencia de un “divorcio entre el poder y la política”. Es
decir, el poder político y el papel del estado tradicional están dando
paso a otro poder más difuso y volátil.
La política ha perdido el poder
Esta
pérdida de poder provoca que los políticos y las instituciones
políticas tradicionales sufran un serio problema de imagen de cara a los
ciudadanos: la crisis ha demostrado que no pueden imponer sus reglas,
capacidad que ha pasado a otros actores no democráticos que se alejan
del control de los ciudadanos. Es decir, las instituciones nacionales
parecen débiles y la clase política incapaz de solucionar los problemas
de los ciudadanos. Y éstos, en vez de exigir responsabilidades a los
nuevos poderes, parece que reprochan a sus representantes su debilidad.
Por ejemplo en España, según los datos del barómetro del CIS del pasado
mes de febrero, “Los/as políticos/as en general, los partidos y la
política” son considerados el cuarto mayor problema del país. Además, un
75,9% considera la situación política como “mala” o “muy mala”
A
la mala estimación de la situación política le acompaña una pésima
valoración de las instituciones. El barómetro del CIS de abril de 2014
es el último publicado en el momento de escribir este artículo en el que
se pregunta directamente por la valoración de las diferentes
instituciones del Estado. Los resultados son bastante elocuentes: los
partidos políticos (1,89), el Gobierno (2,45), los sindicatos (2,51), el
Parlamento (2,63), las organizaciones empresariales (2,94) y los
parlamentos autonómicos (2,99) no superan los tres puntos de confianza
en una escala entre 0 (ninguna confianza) y 10 (mucha confianza).
Para comparar, en el barómetro del CIS de octubre de 2006, antes de que comenzara la crisis económica, la desconfianza en los partidos políticos era menor (3,41), así como en los sindicatos (4,22) y en las organizaciones empresariales (4,31). También era mayor la confianza en el Gobierno (4,60), el Parlamento (4,52) y en los parlamentos autonómicos (4,90). En general, en octubre de 2006 un 50,1% de los españoles decía sentirse satisfecho o muy satisfecho con el funcionamiento de la democracia en España frente a un 45,1% que decía sentirse poco o nada satisfecho.
La pérdida de poder provoca rechazo
Teniendo
en cuenta estos datos, se podría sugerir que existe una relación entre
la pérdida de poder de la clase política y de las instituciones con su
pérdida de popularidad. ¿Por qué?
En
su obra “Los orígenes del totalitarismo”, la filósofa política
judeo-alemana Hannah Arendt echa mano de Alexis de Tocqueville y de su
obra “El Antiguo Régimen y la Revolución” para buscar una respuesta. El
autor francés, del S. XIX, estudió los motivos por los cuales surgió el odio
desenfrenado del pueblo hacia la aristocracia al principio del periodo
revolucionario en 1789, y el principal descubrimiento de Tocqueville,
según Hannah Arendt, es tan claro como brutalmente directo: “La
evidencia de la pérdida del poder de la aristocracia fue lo que provocó
el odio del pueblo”.
Según
Arendt, “solamente cuando la aristocracia perdió sus privilegios bajo
la monarquía absoluta, y entre ellos el privilegio de explotar y de
subyugar, fue percibido por el pueblo como un elemento parasitario. Ya
no servía para nada, ni siquiera para dominar. En otras palabras, lo que
se considera insoportable es menos la explotación y la dominación como
tales; más irritante resulta la riqueza sin ninguna función aparente,
porque nadie entiende por qué se debería respetar”.
Arendt
continúa afirmando que “lo que hace que las personas obedezcan o
soporten el verdadero poder, pero odien la riqueza sin poder, es el
instinto político que les dice que el poder desempeña una función, no es
inútil. Incluso la explotación y la dominación hacen que la sociedad
funcione y crean una especie de orden. Solamente la riqueza sin poder y
el orgullo sin voluntad política son considerados parasitarios,
superfluos y desafiantes; desafían a los resentimientos porque crean
unas condiciones en las que ya no se pueden desarrollar las relaciones
entre las personas. La riqueza que no explota, ni siquiera conoce la
relación humana que une al explotador con el explotado, y el orgullo sin
voluntad política demuestra que ni si quiera se siente el mínimo
interés que necesariamente debería existir por parte del dominador hacia
el dominado”.
Es
decir, las personas solamente respetan el poder cuando perciben ese
poder. En el momento en el que determinadas instituciones o clases
políticas muestran una pérdida de poder, pasan de ser temidas y
respetadas a ser despreciadas.
Sin poder, sin legitimidad
El
politólogo, jurista y político italiano Gaetano Mosca, escribió hace
más de un siglo su obra “La clase política” y en ella explicó la manera
en la que esta clase puede perder su legitimidad ante los gobernados.
Según Mosca, “la base jurídica y moral sobre la que se apoya el poder de
la clase política en todas las sociedades, es la que llamamos fórmula
política”. Esta “fórmula” se compondría de una serie de valores,
discursos y comportamientos por parte de la clase política que darían
respuesta a la “necesidad, tan universalmente experimentada, de gobernar
y sentirse gobernado, no en base a la fuerza material e intelectual,
sino a un principio moral”, según Mosca.
Pero
a la vez advirtió de que la legitimidad que los gobernados están
dispuestos a otorgar a los gobernantes tiene sus condiciones y sus
límites. Los gobernantes no deberían olvidar nunca que su legitimidad,
su “fórmula política, debe fundarse sobre las creencias y sentimientos
más fuertes, específicos del grupo social en el cual está en vigencia”.
Por
lo tanto, y aplicando este concepto de Mosca, si la fórmula política se
transforma o lo hace la sociedad sobre la que descansa, la clase
política pierde la legitimidad de gobernar que había tenido antes. Y la
fórmula política está cambiando.
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