Pablo Antonio Gómez | 1 de Julio de 2013 22:32 |
Manuel Arturo Peña Batlle: abuelo y apóstol
Por: Valerio Lara
14 de Diciembre del 2008
Trujillo fue un cuasi analfabeto rodeado de intelectuales, entre los cuales Manuel Arturo Peña Batlle fue el más destacado, por lo menos en el periodo 1942 al 1954.
La evocación de este pensador dominicano surgió en víspera del apresamiento de su nieto, Manuel Arturo Pellerano Peña, quien fue condenado por la demanda interpuesta por un grupo de clientes de Bancrédito.
Aunque existe una profusa bibliografía pasiva de este apóstol del trujillismo, unas condescendientes y otras críticas, su ideario es siempre un tema urgente y oportuno, dado que la cultura trujillista, el asunto domínico-haitiano y la visión hostosiana de la educación parecen dilemas perennes en la sociedad dominicana.
Ya es célebre la sentencia premonitoria y desafiante “Trujillo no ha muerto…aún vive en el corazón de todos los dominicanos…”, la que pronunció Joaquín Balaguer en 1961, durante el panegírico que leyó ante el cadáver de este dictador. En 1954, el mismo panegirista participó en el sepelio de su amigo Peña Batlle y dijo en esa ocasión:
” (…el hombre a quien nos disponemos a entregar en este instante al sepulcro, cae precisamente en brazos de la muerte cuando más le sonreía la fortuna. Juventud, talento, jerarquía política, renombre literario, preeminencia social, riquezas materiales: ¿qué le faltaba a este niño mimado que desaparece en la hora de la felicidad y del triunfo por una extraña ironía de la vida?”
En una conferencia del historiador Raymundo Manuel González de Peña, publicada en la revista Clío 174, encontré el siguiente texto:
….Peña Batlle creó la más extraordinaria de las mixtificaciones del trujillato: un discurso coherente. Desde su construcción ideológica Peña Batlle le proporcionó reposo, un basamento sólido al trujillismo. Lo que hasta ese momento descansaba sobre la fuerza de las botas y las bayonetas, se aligeró hasta subir al cielo. Los crímenes, atropellos y vejámenes de la tiranía eran lozanas cicatrices de “la Patria Nueva”…
El párrafo anterior es referido del libro Mito y Cultura en la Era de Trujillo, de Andrés L. Mateo. Criterios semejantes tienen los escritos y conferencias de Frank Moya Pons y Roberto Cassá con su Historiografía de la República Dominicana.
Los escrutadores condescendientes del pensamiento de Peña Batlle son más pragmáticos, pues convirtieron su discurso adaptativo a la Era de Trujillo, en la palabra sagrada del ejercicio del poder o en algunos casos en fundamento editorial de la propaganda. Joaquín Balaguer, Ramón Font Bernard, Vincho Castillo y su liderazgo, Euclides Gutiérrez Félix, Manuel Núñez, Danilo Clime, entre otros, reivindican en forma tesonera los puntos de vista más importantes de este apóstol del antihaitianismo a ultranza y de la conceptualización del Estado trujillista. El caso del historiador Juan Daniel Balcácer es ecléctico, pues al mismo tiempo pregona un discurso liberal y preside la Fundación en honor al ilustre intelectual.
González Peña se pregunta el porqué a más de 54 años de la muerte física de Peña Batlle, este renombrado abuelo mantiene esa especie de rectoría e influjo sobre estas personas arrimadas al Poder. Él mismo responde y dice que:
La explicación reside en la fuerza del mito nacionalista que sentó el criterio de que la fuerza autoritaria del Estado representa la única solución para la convivencia pacífica en la República Dominicana. Este ha sido el resultado de la memoria intuitiva del poder como procedimiento historiográfico.
Si hay un eje transversal en Peña Batlle es la interrelación domínico-haitiana. Presidió la Comisión de Fronteras entre 1929 al 1931. Por lo tanto, fue protagonista de la delimitación fronteriza que dio fundamento técnico al Tratado que al respecto firmaron los presidentes Horacio Vásquez y Louis Borno en 1929. Los presidentes Rafael Trujillo y Sténio Joseph Vincent firmaron el Tratado de 1936, el que ratificó los límites fronterizos anteriores. Ambos constan en nuestra Constitución.
La bibliografía activa de Peña Batlle sobre Haití con respecto a la República Dominicana la componen generalmente monografías. En el año 1936 publicó Las devastaciones de 1606 y 1608; en el 1946, Historia de la cuestión fronteriza domínico-haitiana; en 1951, La isla Tortuga; en 1952, El tratado de Basilea y la desnacionalización del Santo Domingo español; En el 1954, El Origen del Estado Haitiano. Dice Juan Daniel Barcácer que todas estas obras fueron escritas antes de 1940.
Este cuerpo bibliográfico conformó una plataforma conceptual articulada con otros factores atenuantes: el de las raíces históricas hispano-francesa-haitiana en torno a los albores de la nación dominicana y los aspectos coyunturales que surgieron durante la Era de Trujillo.
El relato de Gaspar Arredondo y Pichardo, un testigo de excepción, el cual narra las atrocidades que cometieron en 1805 las tropas de Dessalines bajo el mando de Henri Christopher en contra de niños, mujeres y hombres de la región norte de la parte española de la isla, está bien incrustado en la psiquis nacional. El contexto de esa historia sucedió cuando el imberbe estado haitiano trató de liquidar el dominio político de Francia en esta parte oriental de la isla.
En el segundo sentido, la Matanza contra haitianos de 1937, así como las disputas interpersonales entre los presidentes Trujillo y Lescot constituyeron factores determinantes para la conformación de una ideología antihaitiana con las características que conocemos actualmente, donde el aspecto racial tiene un rol muy determinante. Dice Frank Moya Pons en relación a este fenómeno que:
“Así ustedes pueden ver cómo los intelectuales de aquella época desarrollan un discurso racista que luego fue repetido “ad nausean” por los políticos y turiferarios del régimen trujillista durante 20 y tantos años, día tras día, en mensajes que trataban de acentuar las diferencias raciales, religiosas y también culturales del pueblo dominicano frente al pueblo haitiano. Los nombres de esos intelectuales y políticos no tengo que mencionarlos. Han sido mencionados aquí esta mañana: Peña Batlle, Balaguer, Rodríguez Demorizi y otros.”
El discurso que pronunció Peña Batlle en Elias Piña en 1942 es elocuente:
“El haitiano que nos molesta y nos pone sobreaviso es el que forma la última expresión social de allende la frontera. Ese tipo es francamente indeseable. De raza netamente africana, no puede representar para nosotros, incentivo étnico ninguno.”
En el libro La Agresión Contra Lescot, Bernardo Vega concluye que la intensificación del tono racista antihaitiano fue coyuntural y surgió como resultado de la enemistad entre Trujillo y este presidente haitiano, durante el periodo 1942 hasta 1946. En ese contexto es que sucede el discurso de Peña Batlle.
Lo paradójico es que en el periodo 1937 al 2008, si bien prevaleció la ideología apocalíptica de la amenaza haitiana, la política estatal al respecto fue incoherente y limitada al aspecto racial del problema, esencialmente.
Es a finales del año 2007 que entra en operación el Cuerpo Especializado de Seguridad Fronteriza (CESFRON), como el esfuerzo mejor articulado y eficaz del Estado para el control de esta región. La nueva ley de Migración 285-04, la cual derogó una anterior que estuvo vigente durante 65 años, es tan ineficiente que su reglamento de aplicación aún está pendiente desde hace 4 años.
La ley de 1951 que crea La Comisión para la Defensa del Azúcar y Fomento de la Caña, de la cual era miembro Peña Batlle, fue promulgada para favorecer exclusivamente a las empresas azucareras de Trujillo. Este detalle es importante, debido a que esta industria fue el principal caldo de cultivo de la inmigración masiva de haitianos durante más de 70 años.
Este proceso migratorio toma mayor auge como política estatal a partir de 1948, cuando Trujillo inició su actividad empresarial azucarera con la construcción del Central Catarey, en Villa Altagracia. A finales del año 1957, este cleptócrata era propietario de 10 ingenios que abarcaban el 60% de la producción azucarera nacional, parte equivalente a 4.5 millones de toneladas de caña. En ese momento, el corte de la caña dependía en gran parte de la mano de obra haitiana.
Es así como surge la paradoja donde convivieron al mismo tiempo un extenso marco ideológico antihaitiano y una masiva inmigración procedente de ese país, fundamentada, inclusive, en acuerdos bilaterales entre Trujillo y Francois Duvalier. El periodista Norman Gall estimó en 20 mil los braceros haitianos que recibió la República Dominicana en el año 1967 mediante este tratado, el cual sobrevivió a la Era de Trujillo.
Otro aspecto donde el pensamiento de Peña Batlle sufrió una metamorfosis notable fue en el campo educativo. En la víspera de la firma del Concordato de 1954, Peña Batlle rechazó la visión racional y laica que Hostos promovía con respecto al sistema educativo. Si bien el proceso de erradicación de La Escuela Normal para formación de maestros y maestras inició en 1936, tal como dice Jesús de la Rosa en un artículo de abril del 2007, ese fenómeno fue en el plano de las subvenciones económicas, no en ámbito conceptual, tal como fue la tarea de Peña Batlle, en víspera de la firma del Concordato entre el Vaticano y el Estado Dominicano, en 1954.
En fin, como notan por las sucesivas citas, gran parte de los aspectos sobre Manuel Arturo Peña Batlle ya están escritos. Mas, se ponen en la palestra con el deliberado propósito de que la juventud dominicana tenga referencias alternativas sobre el caso.
Peña Batlle es más que el abuelo de Manuel Arturo Pellerano Peña. Su bibliografía es una referencia obligatoria para la comprensión cabal de los asuntos domínico-haitianos. Su praxis política y su pensamiento no sólo blanquearon a la dictadura de Trujillo, no sólo sirvieron de inspiración a Joaquín Balaguer, sino que hoy constituyen el fundamento de una visión autoritaria del Estado vigente.
Los regímenes autoritarios, sean ilustrados o no, sean pasados o contemporáneos, siempre encontrarían intelectuales y curas que les escribieran y los santiguaran para darles justificaciones y fundamentos. Hitler tuvo su Alfred Rosemberg, su Joseph Goebbel y su Pío XII. Franco tuvo su intelectual Pedro Laín Entralgo y su Opus Dei personificado en José María Escrivá. Así mismo Trujillo tuvo su Peña Batlle y su Monseñor Pittini
Tomado de:
http://bonoc.wordpress.com/ 2008/12/15/manuel-arturo-pena- batlle-abuelo-y-apostol/
Por: Valerio Lara
14 de Diciembre del 2008
Trujillo fue un cuasi analfabeto rodeado de intelectuales, entre los cuales Manuel Arturo Peña Batlle fue el más destacado, por lo menos en el periodo 1942 al 1954.
La evocación de este pensador dominicano surgió en víspera del apresamiento de su nieto, Manuel Arturo Pellerano Peña, quien fue condenado por la demanda interpuesta por un grupo de clientes de Bancrédito.
Aunque existe una profusa bibliografía pasiva de este apóstol del trujillismo, unas condescendientes y otras críticas, su ideario es siempre un tema urgente y oportuno, dado que la cultura trujillista, el asunto domínico-haitiano y la visión hostosiana de la educación parecen dilemas perennes en la sociedad dominicana.
Ya es célebre la sentencia premonitoria y desafiante “Trujillo no ha muerto…aún vive en el corazón de todos los dominicanos…”, la que pronunció Joaquín Balaguer en 1961, durante el panegírico que leyó ante el cadáver de este dictador. En 1954, el mismo panegirista participó en el sepelio de su amigo Peña Batlle y dijo en esa ocasión:
” (…el hombre a quien nos disponemos a entregar en este instante al sepulcro, cae precisamente en brazos de la muerte cuando más le sonreía la fortuna. Juventud, talento, jerarquía política, renombre literario, preeminencia social, riquezas materiales: ¿qué le faltaba a este niño mimado que desaparece en la hora de la felicidad y del triunfo por una extraña ironía de la vida?”
En una conferencia del historiador Raymundo Manuel González de Peña, publicada en la revista Clío 174, encontré el siguiente texto:
….Peña Batlle creó la más extraordinaria de las mixtificaciones del trujillato: un discurso coherente. Desde su construcción ideológica Peña Batlle le proporcionó reposo, un basamento sólido al trujillismo. Lo que hasta ese momento descansaba sobre la fuerza de las botas y las bayonetas, se aligeró hasta subir al cielo. Los crímenes, atropellos y vejámenes de la tiranía eran lozanas cicatrices de “la Patria Nueva”…
El párrafo anterior es referido del libro Mito y Cultura en la Era de Trujillo, de Andrés L. Mateo. Criterios semejantes tienen los escritos y conferencias de Frank Moya Pons y Roberto Cassá con su Historiografía de la República Dominicana.
Los escrutadores condescendientes del pensamiento de Peña Batlle son más pragmáticos, pues convirtieron su discurso adaptativo a la Era de Trujillo, en la palabra sagrada del ejercicio del poder o en algunos casos en fundamento editorial de la propaganda. Joaquín Balaguer, Ramón Font Bernard, Vincho Castillo y su liderazgo, Euclides Gutiérrez Félix, Manuel Núñez, Danilo Clime, entre otros, reivindican en forma tesonera los puntos de vista más importantes de este apóstol del antihaitianismo a ultranza y de la conceptualización del Estado trujillista. El caso del historiador Juan Daniel Balcácer es ecléctico, pues al mismo tiempo pregona un discurso liberal y preside la Fundación en honor al ilustre intelectual.
González Peña se pregunta el porqué a más de 54 años de la muerte física de Peña Batlle, este renombrado abuelo mantiene esa especie de rectoría e influjo sobre estas personas arrimadas al Poder. Él mismo responde y dice que:
La explicación reside en la fuerza del mito nacionalista que sentó el criterio de que la fuerza autoritaria del Estado representa la única solución para la convivencia pacífica en la República Dominicana. Este ha sido el resultado de la memoria intuitiva del poder como procedimiento historiográfico.
Si hay un eje transversal en Peña Batlle es la interrelación domínico-haitiana. Presidió la Comisión de Fronteras entre 1929 al 1931. Por lo tanto, fue protagonista de la delimitación fronteriza que dio fundamento técnico al Tratado que al respecto firmaron los presidentes Horacio Vásquez y Louis Borno en 1929. Los presidentes Rafael Trujillo y Sténio Joseph Vincent firmaron el Tratado de 1936, el que ratificó los límites fronterizos anteriores. Ambos constan en nuestra Constitución.
La bibliografía activa de Peña Batlle sobre Haití con respecto a la República Dominicana la componen generalmente monografías. En el año 1936 publicó Las devastaciones de 1606 y 1608; en el 1946, Historia de la cuestión fronteriza domínico-haitiana; en 1951, La isla Tortuga; en 1952, El tratado de Basilea y la desnacionalización del Santo Domingo español; En el 1954, El Origen del Estado Haitiano. Dice Juan Daniel Barcácer que todas estas obras fueron escritas antes de 1940.
Este cuerpo bibliográfico conformó una plataforma conceptual articulada con otros factores atenuantes: el de las raíces históricas hispano-francesa-haitiana en torno a los albores de la nación dominicana y los aspectos coyunturales que surgieron durante la Era de Trujillo.
El relato de Gaspar Arredondo y Pichardo, un testigo de excepción, el cual narra las atrocidades que cometieron en 1805 las tropas de Dessalines bajo el mando de Henri Christopher en contra de niños, mujeres y hombres de la región norte de la parte española de la isla, está bien incrustado en la psiquis nacional. El contexto de esa historia sucedió cuando el imberbe estado haitiano trató de liquidar el dominio político de Francia en esta parte oriental de la isla.
En el segundo sentido, la Matanza contra haitianos de 1937, así como las disputas interpersonales entre los presidentes Trujillo y Lescot constituyeron factores determinantes para la conformación de una ideología antihaitiana con las características que conocemos actualmente, donde el aspecto racial tiene un rol muy determinante. Dice Frank Moya Pons en relación a este fenómeno que:
“Así ustedes pueden ver cómo los intelectuales de aquella época desarrollan un discurso racista que luego fue repetido “ad nausean” por los políticos y turiferarios del régimen trujillista durante 20 y tantos años, día tras día, en mensajes que trataban de acentuar las diferencias raciales, religiosas y también culturales del pueblo dominicano frente al pueblo haitiano. Los nombres de esos intelectuales y políticos no tengo que mencionarlos. Han sido mencionados aquí esta mañana: Peña Batlle, Balaguer, Rodríguez Demorizi y otros.”
El discurso que pronunció Peña Batlle en Elias Piña en 1942 es elocuente:
“El haitiano que nos molesta y nos pone sobreaviso es el que forma la última expresión social de allende la frontera. Ese tipo es francamente indeseable. De raza netamente africana, no puede representar para nosotros, incentivo étnico ninguno.”
En el libro La Agresión Contra Lescot, Bernardo Vega concluye que la intensificación del tono racista antihaitiano fue coyuntural y surgió como resultado de la enemistad entre Trujillo y este presidente haitiano, durante el periodo 1942 hasta 1946. En ese contexto es que sucede el discurso de Peña Batlle.
Lo paradójico es que en el periodo 1937 al 2008, si bien prevaleció la ideología apocalíptica de la amenaza haitiana, la política estatal al respecto fue incoherente y limitada al aspecto racial del problema, esencialmente.
Es a finales del año 2007 que entra en operación el Cuerpo Especializado de Seguridad Fronteriza (CESFRON), como el esfuerzo mejor articulado y eficaz del Estado para el control de esta región. La nueva ley de Migración 285-04, la cual derogó una anterior que estuvo vigente durante 65 años, es tan ineficiente que su reglamento de aplicación aún está pendiente desde hace 4 años.
La ley de 1951 que crea La Comisión para la Defensa del Azúcar y Fomento de la Caña, de la cual era miembro Peña Batlle, fue promulgada para favorecer exclusivamente a las empresas azucareras de Trujillo. Este detalle es importante, debido a que esta industria fue el principal caldo de cultivo de la inmigración masiva de haitianos durante más de 70 años.
Este proceso migratorio toma mayor auge como política estatal a partir de 1948, cuando Trujillo inició su actividad empresarial azucarera con la construcción del Central Catarey, en Villa Altagracia. A finales del año 1957, este cleptócrata era propietario de 10 ingenios que abarcaban el 60% de la producción azucarera nacional, parte equivalente a 4.5 millones de toneladas de caña. En ese momento, el corte de la caña dependía en gran parte de la mano de obra haitiana.
Es así como surge la paradoja donde convivieron al mismo tiempo un extenso marco ideológico antihaitiano y una masiva inmigración procedente de ese país, fundamentada, inclusive, en acuerdos bilaterales entre Trujillo y Francois Duvalier. El periodista Norman Gall estimó en 20 mil los braceros haitianos que recibió la República Dominicana en el año 1967 mediante este tratado, el cual sobrevivió a la Era de Trujillo.
Otro aspecto donde el pensamiento de Peña Batlle sufrió una metamorfosis notable fue en el campo educativo. En la víspera de la firma del Concordato de 1954, Peña Batlle rechazó la visión racional y laica que Hostos promovía con respecto al sistema educativo. Si bien el proceso de erradicación de La Escuela Normal para formación de maestros y maestras inició en 1936, tal como dice Jesús de la Rosa en un artículo de abril del 2007, ese fenómeno fue en el plano de las subvenciones económicas, no en ámbito conceptual, tal como fue la tarea de Peña Batlle, en víspera de la firma del Concordato entre el Vaticano y el Estado Dominicano, en 1954.
En fin, como notan por las sucesivas citas, gran parte de los aspectos sobre Manuel Arturo Peña Batlle ya están escritos. Mas, se ponen en la palestra con el deliberado propósito de que la juventud dominicana tenga referencias alternativas sobre el caso.
Peña Batlle es más que el abuelo de Manuel Arturo Pellerano Peña. Su bibliografía es una referencia obligatoria para la comprensión cabal de los asuntos domínico-haitianos. Su praxis política y su pensamiento no sólo blanquearon a la dictadura de Trujillo, no sólo sirvieron de inspiración a Joaquín Balaguer, sino que hoy constituyen el fundamento de una visión autoritaria del Estado vigente.
Los regímenes autoritarios, sean ilustrados o no, sean pasados o contemporáneos, siempre encontrarían intelectuales y curas que les escribieran y los santiguaran para darles justificaciones y fundamentos. Hitler tuvo su Alfred Rosemberg, su Joseph Goebbel y su Pío XII. Franco tuvo su intelectual Pedro Laín Entralgo y su Opus Dei personificado en José María Escrivá. Así mismo Trujillo tuvo su Peña Batlle y su Monseñor Pittini
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