“El Primer Libertador Americano”
“El
Presentamos el artículo “El Primer Libertador Americano” lo más fiel posible a
como comienza en la página 14 de la revista Carteles, edición que circuló el 6
de Febrero de 1944. Primer Libertador Americano”
Este
artículo lo consideramos un ensayo de carácter histórico que trata con los
caciques taínos Caonabó, Guacanagarix y Maniocatex durante los primeros días de
la conquista europea en el Nuevo Mundo. También señala la traición de Alonso de
Ojeda y Cristóbal Colón al honor que tanto presumían tener.
“El
Primer Libertador Americano” por Juan Bosch
El
día mismo que pisaba tierra americana al volver en su segundo viaje, iba a
encontrarse Cristóbal Colón, por vez primera, con la sombra de un jefe que
estaba llamado a llenarle de graves preocupaciones durante largo tiempo. El
primer mensaje de Caonabó -"Señor de la Casa de Oro"- fue terrible:
se trataba de los cadáveres de dos soldados españoles; los siguientes serían
más fieros y tendrían todos el sello de altivez única que distinguió al cacique
indígena, el primero que luchó en América por la libertad, el primero, también,
que venció a los europeos en este hemisferio y el primero que produjo -hasta
donde lo sepa la historia- una huelga de hambre en el Nuevo Mundo.
Señor
de la montaña, majestuoso, altivo como el más poderoso de los reyes del mundo,
parco en palabras y heroico en todos los momentos de su vida, Caonabó, que no
era un salvaje cruel ni mucho menos, combatió en defensa de indios que no
pertenecían a su cacicato y mostró agudeza y señorío bastante para poner en
peligro el poder español en sus recién conquistadas tierras, aun inutilizado
por la prisión. Mientras él vivió, Colón no se atrevió a imponer tributos a los
pueblos indígenas. Aun teniéndolo encerrado en una estrecha celda, el Almirante
jamás consiguió de él la menor muestra de sumisión o de debilidad y ni siquiera
de respeto. Su sola presencia imponía admiración
“Propiamente,
la primera escaramuza habida entre indios y españoles ocurrió sin la
intervención de Caonabó; esa escaramuza tuvo lugar en lo que Colón llamó,
debido a las muchas que se le lanzaron, Golfo de las Flechas, actualmente la
hermosa bahía de Samaná en el oriente de la República Dominicana. Pero del
cambio de flechas y arcabuzazos que hicieron ese día indio y español apenas
Salió
un hombre de Colón con un ligero rasguño y un indio con una herida de espada en
la región glútea. Combate propiamente, con bajas de muerte por ambas partes -de
la española, todos-, no lo hubo sino en 1493, hace ahora 450 años, por cierto
nadie sabe en qué día de qué mes, aunque debió ocurrir entre septiembre y
octubre. Ese combate estuvo dirigido por Caonabó, del lado indígena, y Diego de
Arana, del español
“Diego
de Arana, escribano real, se había enrolado en el viaje del Descubrimiento -o
lo habían enrolado, pues tenía cierta autoridad en virtud de su cargo de
escribano del Rey- y fue escogido por Colón para capitanear el primer
destacamento de puesto en el Nuevo Mundo, formado por 39 hombres a quienes el
Almirante dejó en la Española cuando retornó a Europa para dar cuenta de los
resultados de su primer viaje. Costeando la gran isla antillana a la que llamó
la española por su parecido con la metrópoli, Colón perdió la nao Santa María,
una de las tres que componían la pequeña y audaz flota descubridora; la perdida
se debió a un choque con arrecifes y ocurrió el día de Navidad de 1492. Con la
madera de esa nao construyó Colón el fuerte que llamó de la Navidad, el cual
situó cerca de donde hoy está la ciudad de Cabo Haitiano (Cap-Haitien), y a su
cuidado dejó a Diego de Arana. Colón emprendió su viaje de retorno a España
pocos días después, el 4 de enero de 1493 y, apoyado en la alianza tácita que
había formado con el cacique Guacanagarix, pidió a éste que atendiera debidamente
a los españoles mientras él volvía, cosa que pensaba hacer en cuatro o cinco
meses.
Pero
el Almirante iba a tardar casi un año en verse de nuevo en la española, y a su
regreso, que sucedió en noviembre de 1493, iba a ser sorprendido por noticias
bien extrañas. Habiendo llegado a la desembocadura del río Yaqué, doce leguas
más al este del fuerte de la Navidad, los españoles dieron con un espectáculo
bastante macabro: restos de dos cadáveres, uno con una soga al cuello y otro
amarrado a un tronco.
“Eso
desconcertó a Colón y le hizo caer en sospechas, pues durante su anterior viaje
tuvo ocasión de observar la índole generosa y nada bélica de los naturales del
lugar, quienes, desde el cacique Guacanagarix hasta el último, festejaron su
presencia con visibles muestras de alegría y obsequiaron al extranjero con
cuanto llamó su atención, especialmente oro.
Sorprendido
por el mensaje que le llevaban esos restos de cadáveres, Colón hizo registrar
el lugar. Al día siguiente sus
hombres
dieron con otros dos, esta vez de personas que en vida llevaron barbas. A
partir de ese momento, a nadie cupo duda de que los muertos eran españoles,
pues hasta donde habían visto un año antes, no había indios barbados. El
extraño silencio de los indígenas sobre tales cadáveres comprobaba la
suposición. Puesto en sospechas, Colón hizo interrogar a unos cuantos y oyó por
primera vez ese nombre que tanto iba a preocuparlo por algún tiempo: Caonabó.
Confundido por la prosodia taína, el Al-mirante escribió tal nombre así:
Cahonaboa. Otros historiadores le llamarían Caonabó, pero Las Casas específica:
"La última fuerte", queriendo significar que sobre la última sílaba
debía caer un acento. Caonabó, pues, parece haber sido propiamente su nombre.
En fin de cuentas, Caonabó, Cahonaboa y Caonabó eran una misma, cosa,
designaban a un mismo ejemplar de la desdichada raza llamada a sucumbir ante
los conquistadores; por cierto, a un ejemplar impresionante, de hermosa y
heroica altivez, moralmente un rey nato, ante quienes los hombres comunes, y
hasta el propio Colón, parecían vasallos.
“Caonabó,
posiblemente extranjero o hijo de algún extranjero, era cacique de la región
del Cibao cuando los españoles llegaron por primera vez a la isla. El Cibao
-"Tierra de piedras y montañas"- quedaba distante de la costa norte,
donde Colón estableció su base de operaciones y donde había dejado el fuerte de
la Navidad. La zona donde este fuerte había sido establecido estaba bajo el
cacicazgo de Guacanagarix, un típico señor taíno, amable y pacífico.
“Tan
pronto el Almirante puso proa a España, para dar cuenta de sus primeros
descubrimientos, los españoles de la Navidad comenzaron una era de
depredaciones que tenía por objetos principales el oro y las mujeres indígenas.
Con su poderosa vitalidad sujeta durante el largo tiempo que medió entre agosto
de 1492, cuando iniciaron la aventura del Descubrimiento, hasta enero de 1493,
cuando quedaron dueños y señores de esa nueva tierra; y con su enorme codicia
estimulada por hechos tan fantásticos como los que le habían ocurrido desde que
salieron de Palos hasta que quedaron destacados en la Navidad, nada extraño fue
que tales hombres padecieran una explosión de todos sus instintos y que se las
arreglaran para disfrutar de placeres. Así, pues, los indios de la española
tuvieron que sufrir el despojo de sus mujeres y de su oro, el saqueo de sus
alimentos y el despotismo de aquellos desaforados ex presidiarios y tahúres de
la costa sur hispánica. Fiel a la promesa que le hiciera a Colón, y temeroso de
las espingardas que había visto causar destrozos y hacer tremendas explosiones
desde las naos de
Colón,
Guacanagarix hizo todo lo posible por que no hubiera ruptura entre los
españoles y sus indios.
“Pero
Guacanagarix no pudo evitar que la noticia de los atropellos se internara en
las montañas y llegara a oídos de Caonabó, señor del Cibao. Este altivo y
poderoso cacique oyó las historias que le hacían y envió hombres de su
confianza a comprobar las denuncias. Cuando esos hombres volvieron y le
confirmaron los rumores, Caonabó puso en pie de guerra a los suyos y marcho
hacia el noroeste, en dirección de la Navidad. Hacía mover sus ejércitos solo
de noche. Ya en las cercanías del Fuerte organizó un sistema de espionaje en el
que él era parte principal; vigilo estrechamente a los extranjeros, que no se
apercibieron de la amenaza, y una noche cayo con toda su gente sobre los
españoles. Guacanagarix salió a combatir en defensa de los que habían sido
puestos bajo su protección y en medio de la lucha se dio con Caonabó. El fiero
cacique del Cibao hirió gravemente a Guacanagarix, que hubiera muerto allí a no
salvarlo los suyos. Los españoles quedaron dominados por el número y la
impetuosidad de los atacantes; los que pudieron escapar fueron concienzudamente
buscados en toda la región, encontrados y muertos, entre ellos, aquellos cuyos
cadáveres encontró, meses después, el Almirante a varias leguas del lugar en
que estuvo la Navidad. El Fuerte fue incendiado y borrada así la última huella
del primer destacamento europeo en tierras de América. El vencedor, verdadero
padre de los libertadores del hemisferio, retorno a su cacicato. Llevaba la
satisfacción de la victoria. Ignoraba que la lucha solo había empezado
“Cuando
Colon volvió a ver a Guacanagarix, al dar término a su segundo viaje, le halló
herido. Puestos a sospechar, los españoles creyeron que el propio Guacanagarix
había sido el autor de la matanza habida en la Navidad. El doctor Chanca,
"físico" y cronista de la expedición, fue a examinarle para ver si la
herida que le achacaba al legendario Caonabó era obra de sus propias manos. Al
fin el Guamiquina -nombre que le dieron los indígenas a Colón- juzgó que era
cierto cuanto decía el cacique taíno y que era de rigor hacer preso a Caonabó.
Registrando los restos del Fuerte, Colón halló a algunos españoles enterrados,
que lo fueron por disposición de Guacanagarix. El poblado de éste había sido
también incendiado durante el combate. No había duda, pues, respecto a la buena
fe de Guacanagarix. “Pasaron en bojeos y descanso los últimos días de 1493, y entró
el 1494. El Almirante decidió fundar la primera ciudad española del
Nuevo
Mundo y lo hizo más hacia el este de donde había estado el Fuerte de la
Navidad, en la desembocadura de un río llamado hoy Bajabonico. Allí fue
establecida la Isabela, en homenaje de Isabel II, reina de España y factor
principal en la empresa descubridora. Desde la Isabela se despacharon varias
columnas hacia el interior y carabelas para bojear la costa de la isla.
“Sobre
esas columnas que marchaban hacia las montañas se cernía la sombra de Caonabó,
el poderoso cacique que con tanta ferocidad había atacado a Diego de Arana y
los suyos y de quien se hablaba entre los españoles como de un rey invencible y
fiero. Todos esperaban constantemente el ataque del implacable señor indio. Impresionado
también, como cualquiera de los suyos, Colón pensaba en Caonabó y cavilaba cómo
inutilizarlo. El día 9 de abril de 1494 escribió, en el pliego de instrucciones
que entregó a Mosén Pedro Margarit -encargado de conducir una de las columnas
que iba al interior- estos párrafos significativos: "Desto de Cahonaboa,
mucho querría que con buena diligencia se tuviese tal manera que lo pudiésemos
haber en nuestro poder". Inmediatamente pasaba a explicar que era
necesario crear confianza en el cacique, para, llegado el momento, abusar de
esa confianza echándole mano. Ordenaba que se le enviase con diez hombres un
regalo "y que él nos envíe del oro, haciéndole memoria como estáis vos ahí
y que os vais holgando por esa tierra con mucha gente, y que tenemos infinita
gente y que cada día verán mucha más, y que siempre yo le enviaré de las cosas
que trajeran de Castilla, y tratarlo así de palabra fasta que tengáis amistad
con el, para poderle mejor haber"
“Estas
expresivas instrucciones, que demuestran cómo la mentalidad de los
conquistadores ha sido más o menos la misma desde Colón hasta Hitler,
terminaban señalando el mejor medio de apresar a Caonabó: "Hacedle dar una
camisa -dice el almirante, dando por seguro que el cacique acabaría haciéndose
amigo de los españoles y que éstos podrían tratarle- y vestírsela luego, y un
capuz, y ceñille un cinto, y ponerle una toca, por donde le podáis tener e no
se vos suelte".
.
“Pero no era fácil "ponerle la camisa y el capuz y la toca" al jefe
indígena. Incitados por él, según aseguraban los españoles, los naturales se
rebelaban. A principios de 1495 el propio, Colón salió a campaña, al frente de
200 infantes y 20 hombres de a caballo. Iba a apresar a Caonabó. Dominó el
alzamiento de Maniocatex y ganó la enconada batalla de la Vega Real, donde,
según afirmaron en graves documentos, obtuvieron la victoria gracias a que en
el momento
más
álgido de la pelea la Virgen de las Mercedes hizo acto de presencia sobre una
cruz plantada por Colón y a la que los indios se empeñaban en destruir.
Actualmente hay en el lugar -el Santo Cerro- un santuario donde se venera a la
Virgen de las Mercedes.
“Después
de la batalla de la Vega Real y tras haber fundado algunos fuertes para
guarnecer la ruta, Colón se retiró a la Isabela sin haber logrado su propósito
principal, el apresamiento de Caonabó. La sombra trágica y vengativa de este
altivo señor de las montañas dominaba el escenario en los primeros tiempos de
la Conquista y cubría de arrugas la frente del Almirante cuando entró de nuevo
en la Isabela, vencedor sin haber logrado su fin. Como un fantasma, Caonabó,
cuyo espíritu parecía animar todas las rebeliones, seguía siendo un ser
terrible y desconocido, casi una imponente leyenda, inencontrable,
inaprensible, con su amenazador prestigio creciendo cada vez más.
Un
día era atacado determinado fuerte español; a Caonabó se achacaba la empresa. O
algunos soldados hispanos que se aventuraban a alejarse de sus compañeros
aparecían muertos y mutilados; Caonabó era el autor de esas muertes. O las
imágenes de santos católicos eran destruidas; Caonabó lo había ordenado.
Caonabó era ya el dios del mal en la Española, el espíritu implacable, el
perseguidor incansable. Colón, más sagaz político de lo que se ha querido ver,
sabía que mientras viviera Caonabó su dominio de la isla sería insuficiente,
porque los españoles no dejarían de temerle y los indios no se sentirían
desamparados en tanto supieran que él podía aparecer un día para acabar con los
invasores, como lo hizo la primera vez.
“Estudiando
a sus capitanes, el Almirante resolvió poner el apresamiento de Caonabó en
manos del osado y terrible Alonso de Ojeda, un hombre que iba a dar que hablar
en la conquista de varios países y que a la hora de su muerte iba a pedir ser
enterrado de pie en la entrada de la iglesia de San Francisco, erigida en la
ciudad de Santo Domingo, porque quería purgar todos sus pecados haciendo que
cuantos entraran en la iglesia pisaran sobre su cabeza. Alonso de Ojeda,
ambicioso de gloria y de oro, era asaz atrevido como para internarse en las
montañas tras el fiero cacique. Lo mismo que a Mosén Pedro Margarit, Colón lo
instruyo de lo que, según él, era la mejor manera de hacer preso a Caonabó, y
le dio despacho para la arriesgada misión
“Recién
llegado a la Española, Ojeda comprendió que los indígenas tenían un lado flaco:
su falta de dobles. Eran hombres tan respetuosos de sus promesas y tan rectos
al proceder, que se presentaban como enemigos al que consideraban su enemigo y
que no podían admitir que quien se introducía como amigo fuera otra cosa. Este
descubrimiento, que lo había hecho ya Colon en su primer viaje, le llevó a la
conclusión de que el plan del Almirante para apresar a Caonabó era excelente si
se podía poner en práctica. Y él, Alonso de Ojeda, se sentía capaz de hacerlo.
“Como
la mayor parte de los conquistadores, Alonso de Ojeda fue lo bastante iletrado
para no comprender la importancia histórica de escribir o hacer escribir los
lances de aquella época, y ésa es la razón por la cual se ignora de que artes
se valió para internarse, sin correr peligro, en los dominios de Caonabó. El
caso es que se internó y que acabó haciéndose amigo del cacique. Se había
presentado ante éste como hombre de bien, y Caonabó, que no odiaba a los
hombres por ser españoles y que sólo procedía a atacar a los que se comportaban
como criaturas perversas, no tuvo inconveniente en tratarle e incluso en
quedarse a solas con él muchas veces. Alonso de Ojeda era un hombre, y el
altivo señor de las montañas no temía a hombre alguno, no importaban su color,
sus armas o su vestimenta.
“En
paz el país desde que, atendiendo a la demanda de miles de indios que se
congregaron en el Fuerte de la Concepción para pedir al Almirante la libertad
del cacique Maniocatex, Colón dejó a éste libre, y tranquilo Caonabó porque los
invasores respetaron sus dominios, todo indicaba que un capitán de Sus
Majestades Católicas y un cacique indio podían ser amigos. Lo fueron. Al cabo
de algún tiempo de estarse tratando, una mañana Alonso de Ojeda acompañó a
Caonabó al baño, que el cacique realizaba en un río cercano a su vivienda.
Cuando el señor indígena se preparaba a entrar en el agua, Ojeda le dijo que
llevaba para él un notable regalo, envío especial de la reina doña Isabel II al
poderoso cacique; y le mostró el presente, que el indio tomó en sus manos y
observó detenidamente. “-Es para llevar en los pies -dijo Ojeda-. Permitidme
que os lo ponga yo mismo. “Se inclinó el español ante Caonabó y cerro los
tobillos del cacique con dos aros de hierro. ¡El regalo era un grillete!
“Cumplida
la primera parte de su traición, Alonso de Ojeda llamó a gritos, y entonces vio
Caonabó que de la espesura salían varios hombres de a caballo, escondidos allí
por Ojeda para dar feliz término a su obra. En un santiamén Caonabó fue atado
de manos y puesto al anca de uno de los caballos, sobre el que montó Ojeda;
inmediatamente amarraron al cacique a Ojeda y partieron los españoles a todo el
paso de sus bestias. Dos días después llegaban a la Isabela
“La
indignación del cacique por la celada de que había sido víctima fue
indescriptible. Le encerraron y pasaron por su celda todos los españoles,
deseosos de contemplar a aquel cuyo solo nombre les infundía espantado.
Entonces pudieron apreciar el temple de Caonabó. Orgulloso y sensible como un
rey cautivo, jamás se dignaba volver los ojos a los curiosos ni respondía a
preguntas. Ni una queja salía de su boca. A pesar de que recibió órdenes
expresas de ponerse en pie cuando el Almirante entrara en su celda, nunca lo
hizo ni le miró siquiera; en cambio, se incorporaba si era Alonso de Ojeda el
que entraba. Interrogado por que hacía eso, siendo así que a quien debía
respeto era a Colón, jefe de Ojeda, respondió:. “-Sólo debo ponerme en pie ante
el español que tuvo la audacia de hacer preso a Caonabó. Los demás son unos
cobardes.
“Pasaba
las horas mirando a través de las rejas de una ventana, contemplando el lejano
horizonte con una expresión de gran señor preocupado, sin mostrar jamás una
debilidad. Sus guardianes tuvieron siempre la impresión de que aquel prisionero
tenía un alma más grande que las suyas. En todo momento exigió el trato que su
posición requería y siempre se sintió, en la prisión, un rey absoluto. Al fin,
acabó imponiéndose. Un día dijo que deseaba tener servidores indios, y se los
dieron.
“Al
cabo de largos meses, Caonabó pidió hablar con el Almirante. Explicó a éste que
a causa de su prisión, caciques enemigos estaban atacando sus territorios y que
lo menos que podían hacer los españoles era defender los hombres y las tierras
de un rey que no podía hacerlo por sí mismo a causa de que ellos lo retenían en
cautiverio. Con su acostumbrado señorío, mandaba a Colón como si fuera su
subordinado. El Almirante respondió que era razonable la petición del cacique,
y éste le pidió entonces que fuera él mismo al frente de las tropas españolas
que habían de atacar a sus enemigos. Según explico, la presencia de Colon haría
más fácil la empresa.
“Prometió
el Almirante que así se haría y ordenó investigaciones para saber quién atacaba
los dominios de Caonabó. Por esas investigaciones se supo que había de verdad
en el fondo de la petición de Caonabó: mediante sus servidores indígenas, el
gran guerrero había urdido un plan de vastas proporciones, capaz de dar la
medida de lo que era su autor. Según ese plan, Caonabó debía obtener de Colón
que éste saliera hacia el interior, al frente de un ejército español
suficientemente fuerte para que formaran en el los más numerosos y mejores de
los hombres apostados en la Isabela; de esa manera, la plaza quedaría casi
desguarnecida, situación ideal para que Maniocatex atacara al frente de
millares de indios, y libertara a Caonabó, quien inmediatamente se pondría al
frente de la indiada para iniciar una guerra de exterminio sobre los
conquistadores.
“Descubierta
la conspiración, Colón se mostró indignado. Nada logró sacar de Caonabó. Ordeno
entonces que se le iniciara proceso por los hechos de la Navidad. Aunque hasta
ahora no ha aparecido copia alguna de ese proceso, se sabe que Caonabó no negó
los cargos y que justificó su conducta con las tropelías que cometieron los
españoles mandados por Diego de Arana. En todo momento seguía siendo de tan
notable altivez, que impresionaba favorablemente a sus enemigos. Temeroso de
que su muerte provocara una sublevación de grandes proporciones y, sobre todo,
movido a respeto por el temple de aquel ser extraordinario, el Almirante no se
atrevió a darle muerte. Un hombre así no podía ser tratado como un salvaje
cualquiera. Ello habla bien de Colón, que tan falaz fue siempre.
“Cabe
sólo la sospecha de que Colón creyera que podía sacar más provecho de Caonabó
vivo que de Caonabó muerto. ¿De qué manera? Pues enviándolo a España a fin de
que los Reyes Católicos vieran por sus ojos que clase de enemigos eran los que
su Almirante tenía que enfrentar en la española. Mentiría con ello, puesto que
no todos los indios eran iguales a Caonabó y ni siquiera era fácil hallar un
corazón tan extraordinario entre los europeos. Pero la mentira le vendría bien.
Un
día el cacique Caonabó, el "Señor de la Casa de Oro", fue sacado de
su celda y llevado al embarcadero. A distancia se mecían en las aguas las naos
que iban a España. Caonabó fue metido en un bote y conducida a una de esas
naos.
“-¿A
dónde me lleváis?- pregunto el altivo dueño de las montañas, mostrando por
primera vez aprensión, bien justa porque jamás había embarcado“-Vais a España,
donde seréis presentado a Sus Majestades-le respondieron. “¿A España? ¿De
manera que iban a alejarlo de sus tierras, a él, el señor de tantas y de tantos
indefensos indios? “-Yo no puedo dejar abandonados a los míos -reclamó. Pero no
le hicieron caso. A la fuerza le metieron en la nao. Habían resuelto que iría a
España y tendría que ir. Caonabó, en cambio, había resuelto que no iría a
España, y no iría.
Contemplando
ansiosamente las costas de la isla y las lejanas cimas de la Cordillera, el
cacique pasó horas y horas mientras las naves emprendían el camino. A la de
comer dijo que no quería y todos respetaron su voluntad, pensando que iba
demasiado apenado y que ya reclamaría comida cuando sintiera hambre.
¡Desdichados españoles que así pensaban que se doblaría aquel poderoso espíritu
a los reclamos del cuerpo!
Caonabó
no comió más. Se negó a hacerlo y ninguna fuerza humana, pudo lograr de él que
desistiera de su empeño. “Cuando las naos llegaron a España hacía semanas que
Caonabó, el señor de las montañas, no iba en la suya. Había quedado sepultado
en las aguas del océano, donde tuvieron que lanzarlo después de su muerte. Se
había suicidado lentamente, de hambre, sin haber mostrado flaqueza ni una sola
vez. Cuando supo el fin de Caonabó, Colón dispuso que todos los indios de la
española debieran pagar un tributo anual, en oro, a los Reyes de España.
Mientras él vivió, el Almirante no se hubiera atrevido a imponer esa ley
arbitraría. Aun preso, Caonabó bastaba a evitar males a su raza.”
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de Miami, Tequesta. Publicación del 6 de Febrero de 1944 |
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