La mujer indígena en la
época de la Conquista
Fuente: Arsenio Suárez Franceschi, Ponencia
presentada en el VII Congreso Dominicano de Historia, que tuvo lugar en el
Museo Nacional de Historia y Geografía de Santo Domingo, República Dominicana,
en el año 1995, publicado en la Revista de Estudios Generales, Año 13, Nº 13,
pp. 357-369, de julio 1998–junio 1999, de la Facultad de Estudios Generales,
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
(A Jalil Sued Badillo y a Ricardo Herren, cuyos textos
me dieron las claves fundamentales para repensar y escribir este trabajo). Acercarnos
al tema de la mujer indígena es un viaje a las raíces, un volver la vista a las
fuerzas primigenias y es, además, un reto. En estos tiempos, escribir acerca de
la mujer es una obligación; defenderla sin actitud paternalista y colaborar en sus difíciles
luchas no solamente contra el hombre que la oprime, sino contra la mujer misma
que se incomprendido, es un deber ineludible. Lo contrario sería ir contra la
marcha de la historian y contra nosotros mismos.
Es una verdad evidentísima que hay que repetir
por lo reveladora, la de que cada ser humano (mujer u hombre) por sí solo es
estéril y necesita complemento para la reproducción.
Platón, en su diálogo El banquete, hace
referencia a un mito que nos da muchas claves. Creo que el mito es una interpretación
poética de la realidad, es “el ropaje del misterio”, como dijo Thomas Mann y es,
además, un código de señales del inconsciente. A través del mito, aunque
parezca absurdo y paradójico, entendemos mejor la filosofía de la historia, puesto
que los mitos están hechos a imagen y semejanza del ser humano y recogen sus
últimos pensamientos, sentimientos y los móviles que lo impulsan a actuar en
este drama histórico que es el vivir. Decía que Platón,
en
su citado diálogo, nos cuenta cómo en la naturaleza humana primitiva existía el
andrógino, es decir, el “hombre-mujer”, un ser partícipe de ambos sexos. Lo describe
como hombre y mujer por la espalda.
Había muchos. Tenía cada andrógino dos rostros,
cuatro brazos, cuatro piernas y dos sexos (masculino y femenino) que por estar
en sentidos opuestos, por sí solos eran estériles. Aquellos seres quisieron escalar
el Olimpo, y Zeus separó al hombre de la mujer y los dispersó por el mundo.
Desde entonces, cada cual está buscando su otra mitad, con ánimo de
complementarse y de restablecer el primitivo equilibrio.
A través de la historia, el hombre, las más de
las veces, en lugar de ver en la mujer su complemento equilibrador vital, la ha
visto como inferior o rival o como instrumento útil a su egoísmo físico o
espiritual. Se ha servido de ella sin reconocer en ella a su parigual. De ahí,
el desequilibrio en que nos encontramos todavía.
La historia de nuestra América, desde antes de
la llegada de los conquistadores hasta hoy, ha sido el resultado de la
violencia jerarquizada. La mujer no escapó a esa realidad protagonizada fundamentalmente
por hombres ávidos de imponer su poder sobre otros hombres y sobre la mujer
Toda esa violencia, que nos cayó como un
cataclismo, nos dejó lo que somos: pueblos divididos, luchando contra el
extranjero interventor (o aliados a él), o peleando contra nosotros mismos y
contra la mujer. Esa violencia –llevada hasta lo más absurdo– no llegó con un
Cristóbal Colón, sino que cambió de forma con la expedición que él trajo.
Probablemente, la mujer resultó ser la más perjudicada. Magnus Mörner ha dicho
que, en un sentido, la conquista española de América fue una conquista de
mujeres.
En 1537, el Papa Pablo III declaró que los
indios son seres humanos y que pueden recibir el bautismo, es decir, que tienen
alma a diferencia de los animales. Y las indias también. Este hallazgo insólito
revela toda la incomprensión sobre los indios, resultado de los prejuicios europeos,
el cual será pábulo para tejer una visión distorsionada en las crónicas. Y
continuamente hay que leer entre líneas y soslayar la misoginia y comparar testimonios
contrarios para aproximarse a la verdad. Además de la fiebre de oro y de fama
que trajeron los conquistadores, hubo otra que determinó muchas de sus acciones:
la fiebre por las mujeres y la conquista del sexo. El don juan de las Indias se
adelantó en América al don Juan Tenorio, de Tirso de Molina, más burdo el
donjuán de acá, menos elocuente y más agresivo, con menos poesía y más espada.
Traía la tradición guerrera contra moros y judíos en la Edad Media y la idea de
la preeminencia del hombre sobre la mujer.
Ya Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico,
había planteado en la Edad Media que: “(…) la mujer es menor en virtud y
dignidad que el varón (...) en el estado de inocencia fue más imperfecta Poco
antes de la Conquista de América, San Bernardino de Siena escribía lo
siguiente:
“Yo os digo, no le peguen a sus esposas mientras
estén embarazadas, porque conlleva gran peligro. No digo que nunca les deben
pegar, sino que escojan el tiempo (…)”. Un protegido de Cristóbal Colón que
viajó a América en el segundo viaje, Miguel de Cúneo, quien participó en
encuentros con aborígenes en las Antillas Menores, recibió como regalo del Almirante
una de las indias apresadas. De Cúneo relata cómo él violó sexualmente a la
india tras doblegar su resistencia mediante una golpiza. Jalil Sued Badillo
plantea que es ese el primer relato de agresión sexual a la mujer indígena que
ha quedado consignado en la historia. Ricardo Herren ha recogido múltiples
datos de gran interés sobre el asunto que nos ocupa. Por ejemplo: durante la
campaña de México, un soldado de Palos de la Frontera, de quien el cronista
Bernal Díaz del Castillo solo recuerda su apellido, Álvarez, tuvo en tres años
treinta hijos en hembras indias. Las huestes españolas al mando de Álvaro de
Luna –apenas cien hombres– desarrollaron tal actividad sexual con mujeres
aborígenes durante la Conquista de Chile que, en su campamento, “hubo semanas
que parieron sesenta indias de las que estaban al servicio de los soldados”.
En Asunción del Paraguay, mientras tanto, el
presbítero Francisco González Paniagua denunciaba en 1545 que: “el español que
está contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho, y el que con
ocho porque no puede haber dieciséis (...) no hay quien baje de cinco y de
seis” (mancebas indígenas). En el Caribe, tampoco faltó la explotación de la
mujer a través de la prostitución. Apunta Herren que en 1526, dos Reales Cédulas, firmadas por el secretario
del emperador Carlos I y por tres piadosos obispos, autorizaron la instalación
de sendos lenocinios en Santo Domingo y en San Juan de Puerto
Rico con mujeres que, al menos en parte, eran
blancas. Según Pérez de Barradas, en 1516, el secretario del Rey, Lope de
Conchillos, tenía en Santo Domingo diez o doce mozas Desempeñándose como
prostitutas. Hacia fines del siglo, en la rica Potosí había hasta 120
profesionales del amor pagado, en buena parte europeas, para servicio de los
señores que desdeñaban apuntarse con indias o mestizas. Esclavas blancas, principalmente
moriscas, fueron enviadas legalmente a partir de 1512 a América, para que se
casaran con los españoles que se negaban a mezclar racialmente su descendencia legítima.
Las costumbres sexuales de las indias estaban
condicionadas por el tipo de sociedad en que vivían. Herren sostiene que, en
líneas generales, a mayor grado de evolución, mayor represión de lo instintivo.
Dado el bajo nivel de complejidad y su mayor proximidad a la naturaleza de las
sociedades americanas, la libertad sexual predominaba muy por encima de las
limitaciones. Jalil Sued Badillo sostiene que la joven indígena taína, antes de
casarse, parece que tuvo amplia libertad sexual, la cual era tolerada o
fomentada socialmente. Y se apoya en Pedro Mártir de Anglería, quien aseguró que:
“La mujer núbil que brindaba sus favores y se
prostituía con gran número era reputada como muy generosa y honrada por todos.
Sin embargo, una vez casadas, se abstenían de relaciones extramaritales”.
No obstante, en Cuba, narra el cronista Gonzalo
Fernández de Oviedo:
“Cuando los indios se casan, en la fiesta de
boda, la novia fornica con todos los asistentes a la celebración que pertenecen
al mismo estamento del novio. Si es cacique, primero se echan con ella todos
los caciques que se hallan en la fiesta; y si es hombre principal el que ha de
ser novio, échense primero con ella todos los principales; y si el que se casa
es plebeyo, todos los plebeyos que a la fiesta vienen la prueban primero.
Y después que muchos la han probado, sale ella
sacudiendo el brazo, con el puño cerrado en alto, diciendo en alta voz: ‘Manicato,
Manicato’ que quiere decir esforzada y fuerte y de gran ánimo, casi tocándose
de que es valerosa y para mucho”
Según Sued Badillo, la antedicha práctica
apuntada por Oviedo es altamente improbable y no halla corroboración en autores
de mayor credibilidad.
Al respecto de esta costumbre, es interesante
señalar que, según Bronislaw Malinowski, existía en pueblos de la Antigüedad;
Herodoto señala que cuando un matrimonio se realiza en la tribu de los nasamus,
del norte de África, la costumbre impone que la primera noche la desposada pase
de uno a otro de los invitados, entregándose a todos; cada uno de los que
tuvieron contacto con ella le hace un presente que cuidó de llevar consigo previamente.
Vuelve a darse esta costumbre entre los baleares de la Edad Antigua –la recién
casada pertenecía la primera noche a todos los huéspedes presentes, después de
lo cual se reservaba exclusivamente para su marido–; lo mismo en el Perú de la
época de la Conquista o entre ciertas tribus neozelandesas, o en Madagascar, o
en el Reino Kashmir, en Birmania.
Para el ultra español Oviedo, las mujeres indígenas
eran: “mayores bellacas e más deshonestas y libidinosas mujeres que se han
visto en estas Indias”. Sin embargo, Fray Bartolomé de Las Casas dedicó tres capítulos
de su Apologética Historia a demostrar la superioridad de las costumbres
sexuales indígenas sobre la de muchos pueblos en otras partes del mundo.
En la costa de Paria, Las Casas observó una
ceremonia matrimonial que según Sued
Badillo– bien pudo ser representativa de las llevadas a cabo en las Antillas:
“(…) Las mujeres mientras son mozas y jóvenes
son y viven bien honestas. Después que son mayores no tienen tanta constancia (...).
Las doncellas que son ya casaderas las tienen dos años encerradas los padres,
que ninguno las ve. Por esta guarda tan estrecha muchos desean tenerlas por
mujeres. Los señores tienen cuantas quieren pero los populares con solo una
están contentos.
Tienen el adulterio por cosa fea y así después
de casadas se guardan de cometerlo y cuando algún yerro dello acaece, no
castigan a la mujer sino al adúltero dan pena de muerte (...)”.
De las relaciones poligamias de los grupos
nitaínos, dice Oviedo: “Puesto que los caciques tenían seis e siete mujeres e todas
las que más querían tener, una era la más principal e la que el cacique más
quería, y de quien más caso se hacía, (...). E no había entre ellas rencillas
ni diferencias, sino toda quietud e igualdad e sin reñir pasaban la vida debajo
de una cobertura de casa e junto a la cama del marido. Lo cual parece cosa
imposible e no concebida sino solamente a las gallinas e ovejas (…)”. Sobre el
divorcio parece que las normas eran sencillas.
Dice Oviedo al respecto: “E por cualquier voluntad
del hombre o de la mujer se apartaban e se concedían a otro hombre sin que por
eso hubiese celos ni rencillas”. En lo
referente a la vida económica, la mujer se desempeñaba en el cultivo de la
tierra, la recolección, preparación y conservación de alimentos, elaboración de
bebidas, medicinas y artesanías (alfarería, cestería y textiles). Participaban
en la guerra, en areitos y en el juego de la pelota. Sued Badillo es de la idea
de que la mujer estuvo excluida de algunas prácticas de carácter religioso, aparentemente
reservadas para hombres, como la búsqueda de oro. Y añade que: “El ritual de la
cohoba ha sido otra de las prácticas señaladas como de exclusiva injerencia
masculina. Veloz Maggiolo ha dicho que las mujeres podían estar presentes en esos
ritos, sin intervenir en el fondo de la ceremonia”.
Sin embargo, apunta Sued Badillo: “Los ritos de
la cohoba en la medida en que eran atributos inherentes al cargo de cacique y
hombres principales, lo practicaron también mujeres cuando éstas ostentaron
aquellas posiciones. Él cree que sería más correcto esperar la exclusión del
pueblo naboria de estas prácticas y no buscar en las distinciones sexuales la
clave de los esquemas de participación social. Sostiene la misma línea de
pensamiento cuando señala que si las funciones del cacique eran las de ser
líder militar de su tribu o confederación, administrador de las tareas
económicas, jefe religioso, diplomático y juez en las disputas con poder
decisional en asuntos de vida o muerte, cuando era una mujer la que heredaba la
alta magistratura también desempeñaba todas estas funciones”. Para
los conquistadores, trabar relación con la hija de un cacique o con una cacica
era un modo de entrar en el mundo indígena y adquirir poder. Asimismo la india,
impresionada por el poder triunfante del conquistador, descubrió bien pronto –según
Herren– que convertirse en manceba de español era un seguro de supervivencia y
que si no ella, al menos sus hijos tendrían un destino más promisorio en tanto
mestizos, que si fuesen indios puros . Fue debido a las antedichas razones que
la india se sometió al conquistador y no a la peregrina razón que adujo un
viajero español en el sentido de que no existía armonía entre el tamaño de los
genitales de los varones indios, demasiado pequeños, y las grandes dimensiones
de las vaginas de las aborígenes, lo que supuestamente justificaría la unión
con el bien dotado macho español.
Para Fernández de Oviedo:
“Las indias de estas tierras son hembras
coquetas, limpias, se bañan a menudo cada día, sensuales, lascivas, que no bien
pasada la niñez, en cuanto comienzan a madurar sexualmente, se tornan bestiales
y diabólicos ellos y ellas en el curso venéreo”. Entre los aborígenes de lo que
hoy es territorio de Panamá, Costa Rica y Nicaragua, no sólo imperaba la
poligamia irrestricta (especialmente entre las clases dominantes), sino también
la total inestabilidad matrimonial que una vez más escandalizó a Oviedo. Dijo
sucintamente López de Gómara: “Algunas veces dejan las mujeres que tienen y
toman otras, y aun las truecan unas por otras, o las dan en precio de otras cosas.
Son viciosos de carnalidad, y hay putos”.
Dice Oviedo: “Muchas mujeres solían renunciar a
la maternidad en sus años mozos para mantenerse sexualmente atractivas mediante
prácticas abortivas, porque dicen ellas que las viejas han de parir, que ellas
no quieren estar ocupadas para dejar sus placeres, ni preñarse para que, en
pariendo, se les aflojen las tetas, de las cuales se precian en extremo y las
tienen buenas”.
Los cronistas españoles se escandalizaban de la
conducta sexual del mundo indígena aunque, como señala Herren: “En su propia
cultura tenían modelos aprovechables: su jefe espiritual, el Papa Alejandro VI (español),
se paseaba a caballo por Roma con la espada al cinto y tuvo una collera de los hijos
naturales reconocidos, sacrílegos y adulterinos, en varias mujeres, y hasta se
sospechó que hubiese mantenido relaciones incestuosas con su hija, la célebre
Lucrecia de Borgia. Su rey, Fernando V el Católico, lo mismo que sus sucesores
y predecesores, engendró numerosos hijos adulterinos en los vientres de sus
amantes, a espaldas de su esposa”.
Esos ejemplos del Rey y del Papa se repitieron
en América en la soldadesca y en el clero. Los españoles aparecen desde el
principio en el Perú como un elemento corruptor de las estrictas costumbres
indígenas, monogamias indisolubles, con una severa ética del trabajo y de la
honradez al mando de los incas. (Hago una digresión para apuntar que la
promiscuidad y la poligamia con abundancia de concubinas y el incesto estaban
solamente permitidas a las clases privilegiadas).
La laxitud en materia sexual en el Virreinato
del Perú era alarmante. El virrey Francisco de Toledo apunta que era tanta la
libertad con que se vivía la lujuria, que casi no se tenía por ilícito el
amancebamiento. Herren, refiriéndose a
los indios de los que hoy es territorio paraguayo, señala: “En ningún sitio de
América, los indios empleaban a las mujeres como objeto de intercambio en el
mundo masculino con tanto entusiasmo como los guaraníes. Schneider no puede dejar
de sorprenderse de que el padre venda a su hija; lo mismo el marido a su mujer,
cuando no le gusta, y el hermano a la hermana; una mujer cuesta una camisa, un
cuchillo, una hachuela, u otro rescate cualquiera”.
El mundo guaraní sería la pesadilla de una
feminista actual. Agrega Herren que: “El agasajo principal con que agasajaban
los caciques la venida de personas de respeto a su pueblo era enviarles una o
dos de sus concubinas. Pero sin esta licencia les era a ellas ilícito admitir
otro amante, so pena de pagar la traición con la vida. En la gente plebeya era
menor la licencia, no por más arreglados en materias lúbricas, sino por menos
poderosas para mantener tantas obligaciones. Las únicas limitaciones a la
lascivia que se oponían era el incesto, porque a las madres y hermanas guardaron
siempre particular respeto, reputándose lo contrario por un exceso abominable”.
Dice el escribano Pero Hernández: “Por lo demás,
las mujeres guaraníes de costumbre no son escasas de sus personas. (…) Y tienen
por gran afrenta negarlo a nadie que lo pida, y dicen que ¿para qué se los
dieron (los genitales) sino para aquello?”.
De este modo, se creó en América lo que en la
época se llamó El Paraíso de Mahoma, en referencia a la única experiencia de
poliginia bien conocida por los europeos: la del mundo islámico y sus creencias
escatológicas en paraíso con abundancia de bellas huríes para los buenos
creyentes, que se convertía en realidad para un puñado de cristianos españoles en
el cálido y húmedo Paraguay.
El mirar al pasado es a veces una excusa para
evadir el presente y soslayar el futuro. El deber de quien conoce la historia
es decir la verdad, lo cual ya es un camino y una esperanza. Porque ¿de qué vale
complacernos en lo que fue, si no podemos dar claves de lo que será? En
este vital asunto de la comprensión de las fuerzas potenciales de la mujer y en
muchos otros, todavía tenemos que sacarnos de la sangre los gusanos de la
colonia y ponernos sangre nueva.
La historia de la mujer en América, salvo
escasas excepciones, es un cúmulo de arbitrariedades, incomprensiones e
injusticias. Todo fue esclavo en nuestras tierras: la cuna, el color y el sexo,
y aún lo siguen siendo.
Los modos de opresión han cambiado de forma y
son ahora más sutiles. Hay una diferencia abismal entre lo que se escribe y lo
que se hace. Las leyes son a menudo letra muerta. La Premio Nobel de la Paz, la
guatemalteca Rigoberta
Menchú, acaba de mostrarse escéptica sobre los
resultados de la Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín.
Dijo la líder indígena: “De nada vale que las resoluciones
sean buenas y que se reconozcan nuestros derechos, si éstas no se concretan”.
En un mundo cada vez más tecnocratizado, la brecha entre ricos y pobres se ha
agrandado en perjuicio de la mujer. Carmen Cordero lo plantea así:
“La feminización de la pobreza es evidente. El
poco acceso a los puestos de poder y las luchas laborales que impiden el
reconocimiento de la capacidad intelectual, administrativa y de liderato de las
mujeres son trabas que coartan su plena participación en la vida democrática.
Las estructuras jurídicas, tanto del mundo occidental como del oriental,
evidencian un anquilosamiento a pesar de los logros obtenidos en las últimas
décadas. Las decisiones de los jueces son producto, recordemos, de su visión del
mundo sobre lo que deben ser las relaciones entre los sexos y de su
conceptualización de la organización social”. Es menester
arrancar esas lacras de raíz. Para extirparlas es necesario sacudirnos machismos
absurdos o feminismos disparatados para que rememos juntos en el mar revuelto
de la vida porque, como dijo José Martí: “Las campañas de los pueblos sólo son
débiles cuando en ellas no se alista el corazón de la mujer y las ideas no
están
Seguras hasta que las mujeres no las aman”.
Bibliografía
NOTA: El autor no pretende gran originalidad,
pues, además de las propias, debe sus ideas a los textos que aparecen en la
bibliografía. Lo que tiene a su favor es el haber puesto sobre el tapete histórico
el tema de la mujer y su reivindicación, hoy, cuando es obligación hacerlo.
Alegría, Ricardo. Apuntes en torno a la
mitología de los indios taínos en las Antillas y sus orígenes suramericanos.
Centro de Estudios Avanzados y del Caribe y Museo del Hombre Dominicano.
Barcelona, España, 1986.
Burgos Sassceo, Ruth y Francisca Hernández Giles.
La mujer marginada por la historia. Guía de Estudios, Universidad de Puerto
Rico. Editorial Edil, 1978.
Casas, Fray Bartolomé de Las. Apologética
Historia, Vol. II. Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1958.
Cassá, Roberto, Historia social y económica de
la República Dominicana. Tomo I. Santo Domingo, Impresora Alfa y Omega, 1987.
Cordero Añeses, Carmen. “La mujer ante la
Conferencia Mundial”. Semanario Claridad,
San Juan de Puerto Rico, 15 al 21 de septiembre de 1995, p. 33.
Cornet, Nuria (Agencia EFE). “Nobel guatemalteca
está pesimista”. Diario El Vocero, San Juan de Puerto Rico, 11 de septiembre de
1995, p.38.
Cúneo, Miguel de. “Carta de Miguel Cúneo” en
Noticias de la tierra nueva. Buenos Aires, 1964
Fernández de Oviedo, Gonzalo. Historia General y
Natural de las Indias. Vol. I. Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1959.
Herren, Ricardo. La conquista erótica de las
Indias. Barcelona, Editorial Planeta, 1991.
Lenoir, Senori, Noel Pierre. Historia del Amor
en Occidente. Buenos Aires, Ediciones Penser, 1959.
Malinovsky, Bronislaw. La vida sexual de los
salvajes del noroeste de la Melanesia. Madrid, Ediciones Morata, S.A., 1971.
Mörner, Magnus. La mezcla de razas en la
historia de América Latina. Buenos Aires, Paidós, 1969.
Moscoso, Francisco. Tribu y clase en el Caribe
antiguo. San Pedro de Macorís, República Dominicana, Universidad Central del
Este, 1986.
Platón. El banquete, 2da. Edición, Argentina,
Aguilar, 1971.
Sejourné, Laurette. América Latina I: Antiguas
culturas precolombinas. 5ta. edición. Colección
Historia Universal, Siglo XXI, Vol. 21. Madrid,
1975.
Sued Badillo, Jalil. La mujer indígena y su
sociedad. Río Piedras, Puerto Rico, Editorial Antillana, 1979.
Veloz Maggiolo, Marció. Arqueología
Prehistórica. Santo Domingo, Mc Graw Hill, Singapore, 1972.
No hay comentarios:
Publicar un comentario