Itzamná y Kukulkán, Los Dioses Blancos Mayas
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Publicado por Fedex Despierta
Los mayas del Yucatán recordaban dos llegadas sucesivas de hombres blancos y barbudos.
La primera – la Gran Llegada – fue la de un grupo encabezado por un sacerdote, Itzamná, que vino por mar desde el Oriente. El jefe tenía todas las características físicas y morales del Quetzalcóatl ascético.
Dio a la población sus dogmas y sus ritos, sus leyes y calendario, y también la escritura. Le enseñó las virtudes medicinales de las plantas y le transmitió el arte de curar.
La segunda llegada, que fue posterior – la Ultima Llegada – trajo al Yucatán un grupo menos numeroso, conducido por un guerrero blanco y barbudo, Kukulkán, que vino del Oeste – vale decir del Anáhuac – tomó el mando de los itzáes que, verosímilmente, lo habían llamado y con ellos sometió todo el país, en el cual fundó, sobre las ruinas de un poblado anterior, la ciudad de Chichén-Itzá.
Así estableció la paz y la prosperidad. Pero una sublevación indígena lo obligó a reembarcarse.
Es de notar que el nombre de Kukulkán es la exacta traducción de Quetzalcóatl: Kukul es el pájaro quetzal y kan significa serpiente.
No nos extrañará pues, comprobar que en las tradiciones mayas, si bien Kukulkán siempre es distinto, como personaje histórico y como dios, de Itzamná, adquiere a veces las características de este último.
Quetzalcóatl y Kukulkán son la misma persona, pero el primero representaba, para los nahuas, a la vez el sacerdote y el guerrero, que los mayas seguían distinguiendo. De ahí que los relatos nos describan a Kukulkán como si se tratara de Itzamná: ascético, humanitario y con un largo vestido blanco flotante.
El proceso de unificación de los dos personajes estaba en marcha, pero no tuvo tiempo de completarse.
La confusión aparece otra vez como total entre los tzendales del Chiapas, pueblo de habla maya instalado al Oeste del Yucatán. Allá llegó, en una época indeterminada, un civilizador extranjero que trajo, con el orden y la paz, el calendario, la escritura y las técnicas de la agricultura, sin hablar de las creencias y ritos religiosos.
Él y sus compañeros usaban largos vestidos blancos flotantes. Terminada su misión, el dios blanco dividió la región en cuatro distritos, cuyo gobierno encargó a subordinados suyos, y entró en una cueva, desapareciendo en las entrañas de la tierra.
El nombre que los tzendales daban a Kukulkán no deja de llamar la atención: Votan o Uotán, como el dios germano Wotan, Wuotan o Voden, también conocido como Odín.
4. Bochica, el Dios Blanco de los Muiscas
Con distintos nombres y características menos definidas, podemos encontrar al dios blanco y barbudo en casi todas las regiones de Centroamérica.
Condoy sale de una cueva entre los zoques de la costa, al pie de las sierras de Chiapas. En Guatemala, los quichés lo llaman Gucumatz – traducción de Kukulkán – e Ixbalanqué.
Las tradiciones de los cunas, de Panamá, lo mencionan, pero sin nombre. Tal vez se trate de una mera asimilación por contacto. Pues si es lógico que Itzamná o Quetzalcóatl haya, desde el Yucatán, recorrido Chiapas y hasta Guatemala, regiones de población maya, parece improbable que haya viajado más al Sur.
En cuanto a Quetzalcóatl, sabemos que se quedó sólo pocos años en Centroamérica y pronto volvió al Anáhuac.
De cualquier modo, no fue por el Istmo que Quetzalcóatl – y tal vez, anteriormente, Itzamná, sobre quien, por más antiguo, estamos mucho peor informados – alcanzó América del Sur donde lo encontramos en las tradiciones de los muiscas o chibchas, con los nombres de Bochica, Zuhé (o Sua, o Zué) y Nemterequetaba, y también con el apodo de Chimizapagua, palabra que parece significar Mensajero del Sol.
Pues Bochica entró en la actual Colombia por Pasca, después de haber cruzado los llanos de Venezuela, donde encontramos su recuerdo, como en muchas tribus tupi-guaraníes, hasta el Paraguay, con los nombres de Zumé, Tsuma, Temú y Turné; pero nada más que su recuerdo, lo cual no deja, con todo, de plantear un problema, pues parece difícil que se haya producido una difusión por simple contacto a través de la selva amazónica.
Bochica era un hombre de raza blanca, con abundante cabellera, larga barba y vestido flotante, conforme a las descripciones anteriores. Encontró a los muiscas en un casi competo estado salvaje.
Los agrupó en pueblos y les dio leyes. Cerca de la aldea de Coto, los indios veneraban una colina desde la cual el civilizador predicaba a las muchedumbres reunidas en su base.
5. Huirakocha, el Dios Blanco Peruano
¿A dónde se fue Bochica? Las tradiciones son vagas y contradictorias al respecto.
Tenemos motivos para suponer, sin embargo, que embarcó con su gente en el Pacífico, pues vemos a los blancos barbudos llegar, en canoas “de piel de lobo” (o sea en barcos semejantes a los grandes umiaks de los esquimales o a los curachs irlandeses), a la costa del actual Ecuador.
Como lo habían hecho al desembarcar en el Golfo de México y como lo harán en el Perú, y verosímilmente por las mismas razones climáticas, abandonan rápidamente la zona tórrida y se instalan en la meseta andina, donde fundan el reino de Kara – o de Quito – que más tarde los incas anexarán a su imperio. No sabemos nada de sus actividades.
Sólo nos queda el título que ostentaban sus reyes: se hacían llamar Sciri – o Scyri.
Esta palabra no tiene sentido alguno en quechua – el idioma de la región – pero en antiguo escandinavo skirr significa “puro” y skírri, “más puro”. En la época cristiana, skíra, “purificar”, tomará el significado de “bautizar” y se llamará a Juan el Bautista como Skíri-Jón.
Estamos mejor informados sobre la etapa siguiente de nuestros viajeros: la costa del Perú donde, desde hacía siglos, estaba establecido el pueblo chimú. El P. Miguel Cabello de Balboa, cronista del siglo XVI, relata en efecto que, según la tradición local, había venido del Norte una gran flota al mando de un poderoso jefe, Naylamp, al que secundaban ocho dignatarios de su casa real.
La expedición había tocado tierra en la desembocadura del río Paquisllanga (Lambayeque). Naymlap se había adueñado del país y sus descendientes lo habían gobernado hasta la conquista de la región por el emperador inca Tupak Yupanki, al final del siglo XV.
No sabemos a ciencia cierta en qué época sucedió la llegada de la flota en cuestión, pero podemos deducir el dato de la historia misma de los chimúes, pues el imperio del Gran Chimú desapareció repentinamente y con un cambio de dinastía, alrededor del año 1000, lo que corresponde perfectamente, como veremos más adelante, con la cronología mesoamericana.
La tradición relatada por Balboa no nos dice quiénes eran Naylamp y sus compañeros.
Pero el nombre del jefe “venido del Norte”, tiene, para aclarar este punto, un valor inestimable, pues se vincula indudablemente con algún pueblo germano. Heim – que se pronuncia casi como naym en español – significa en efecto, tanto en antiguo alemán como en antiguo escandinavo, “hogar” o “patria”, mientras que lap se traduce por “pedazo”.
Heimlap – Pedazo de Patria – podría perfectamente haber sido el apodo dado al jefe de una colonia nórdica establecida en el suelo americano, o el nombre de esta misma colonia, confundido por la tradición indígena con el de su fundador.
También es posible que Naylamp sea una deformación de Heimdallr, dios guerrero de la mitología escandinava. Ésta lo llama “Centinela de los dioses”, por estar encargado de vigilar, durmiendo siempre con un ojo abierto, la entrada del Cielo, y también “Enemigo de Lóki” – el dios malo – porque, dios del fuego como este último, pero del fuego benéfico, aniquilará, cuando el Ocaso de los Dioses, al dios infernal y será aniquilado por él.
Pero su apodo más común es el de “dios blanco”, lo cual explica suficientemente por qué, en tierras indias, un jarl vikingo haya podido usar su nombre. Notemos, en respaldo de esta segunda hipótesis, que la deformación de dallr en lap es insignificante si consideramos que la palabra, de difícil pronunciación, se trasmitió entre los indígenas, por vía oral, durante siglos y que sólo la conocemos a través de la trascripción fonética de un religioso que no tenía, por cierto, ningún conocimiento de filología.
Agreguemos que el dios de los chimúes se llamaba Guatán, nombre éste que se parece mucho al de Votan o Uotán, y era dios de la Tempestad, como el Votan mesoamericano y como el Wotan u Odín germánico.
Volvemos a encontrar a hombres blancos barbudos más al Sur, en el altiplano del Perú, a orillas del lago Titicaca, a donde, según el cronista Velasco, habían llegado por el mar desde el Ecuador. Los españoles, poco después de la Conquista, encontraron las enormes ruinas de Tiahuanacu, y los indios aseguraron que ya estaban allá cuando se fundó el imperio de los incas.
Los monumentos no eran obra de los pueblos indígenas sino de hombres Blancos que, primitivamente instalados en la Isla del Sol, en medio del lago, habían poco a poco civilizado la región.
La tradición los menciona con el nombre de atumuruna, acerca de cuyo sentido los estudiosos del idioma quechua no consiguen ponerse de acuerdo.
Brasseur de Bourbourg ve en esta palabra una deformación de hatun runa, hombres grandes, mientras que Vicente Fidel López traduce literalmente “pueblo de los adoradores – o de los sacerdotes – de Ati”, vale decir de la Luna decreciente.
La dificultad procede de la imprecisión con la cual los cronistas transcribieron los términos indígenas, lo que es muy explicable, por lo demás no sólo el quechua no se escribía en la época de la Conquista, sino que el alfabeto latino no conseguía expresar fielmente todos los sonidos del idioma. Esto, sin hablar de la dicción apagada que caracteriza aún hoy a los indios del Altiplano, que pronuncian todas las vocales no acentuadas más o menos como la “e” muda francesa.
Tratándose del nombre quechua de los hombres Blancos de Tiahuanacu, tenemos derecho a preguntarnos si atumuruna no debería leerse en realidad atumaruna, lo que significa “hombres de cabeza de luna”, expresión equivalente al “cara pálida” de los indios norteamericanos.
Tenemos un ejemplo de confusión entre la “a” y la “u” en la misma palabra. Según Garcilaso, los españoles llamaban Vilaoma al Sumo Sacerdote del Sol, en lugar de Villak Umu. Y veremos más adelante que los cronistas dan indiferentemente a una de las fiestas incaicas los nombres de Umu Raymi o de Urna Raymi.
De cualquier modo, la referencia a la Luna decreciente parece poco aceptable, pues sabemos a ciencia cierta que los hombres Blancos del Titicaca adoraban al Sol (Inti) y la Luna (Quilla) y que Ati no era para ellos sino una divinidad secundaria.
En cuanto a la interpretación de Brasseur de Bourbourg, no es de descartar, ni mucho menos, especialmente si se toma en cuenta que hatun parece proceder de yotun, gigante en antiguo escandinavo.
Más importante que el nombre quechua de los primeros pobladores de Tiahuanacu es el de su jefe, Huirakocha, que los españoles escribían Viracocha. Nos encontramos a su respecto con las interpretaciones más fantasistas. Algunos traducen “espuma (Huira) del mar (kocha)”. El cronista Montesinos, llevado por su imaginación abusiva, no vacila ante una trasposición más bíblica: “espíritu del abismo”.
Desgraciadamente para él, el inca Garcilaso, cuya lengua materna era el quichua, hace notar que, en ese idioma, el genitivo precede al sustantivo que complementa y, por otro lado, se muestra más prosaico: Huirakocha significaría “mar de sebo”. ¡Es éste, admitámoslo, un extraño nombre para un dios!
Tal vez sea oportuno buscar una etimología que corresponda al presumible idioma de los recién llegados.
A título de mera hipótesis, pues en el campo de la filología – y volveremos sobre el asunto a principios del capítulo V – toda prudencia es poca, notaremos entonces que huitr, o hvitr, palabra ésta que cualquier indio del Altiplano pronunciaría huir, significa “blanco” en antiguo escandinavo y god, “dios”. El sonido particular que tiene la d (idéntico al de th en inglés) en esa lengua existe en el quichua, pero no en el castellano.
Es normal que, en este último idioma, se haya convertido en ch.
Sin embargo, las tradiciones peruanas no concuerdan más que las mesoamericanas en lo que atañe a la personalidad y apariencia del Hijo del Sol. Guerrero para algunos cronistas, Betanzos, que estaba casado con una indígena y estaba así en estrecho contacto con los quechuas, describe a Huirakocha como a un sacerdote tonsurado, blanco y con barba de un palmo, vestido con una sotana blanca que le caía hasta los pies y portador de un objeto parecido a un breviario.
Veremos más adelante que no se trataba del producto de su imaginación.
Notemos que en aymará, idioma de los indios del Altiplano boliviano, sometidos por los incas, el nombre de Huirakocha era Hyustus, según la transcripción española, y se pronunciaba exactamente como el latín justus.
Los atumuruna impusieron su autoridad a las tribus aymaráes y quechuas, extendiendo su imperio hasta más al norte del Cuzco. Al mismo tiempo, construyeron la ciudad de Tiahuanacu, que no llegaron a terminar. Lo que los incas y, más tarde, los españoles encontraron no fue un conjunto de edificios en ruina, sino un obrador. Un cacique indígena de Coquimbo, Cari, se sublevó en efecto contra la dominación de los Blancos.
Vencidos en sucesivas batallas, éstos se replegaron en la Isla del Sol, donde tuvo lugar el último combate, que fue también para ellos una derrota. Los indios degollaron a la mayor parte de los varones. Sólo unos pocos consiguieron huir.
Emprendieron viaje hacia el Norte y llegaron al actual Puerto Viejo, en la provincia ecuatoriana de Manta, donde se encontraba la madera especial con la cual se construían las balsas. Y Huirakocha “se fue caminando sobre el mar”. No pereció en el viaje.
Pues sabemos de su llegada a la Isla de Pascua y a los archipiélagos polinésicos, donde sus descendientes se recuerdan con el nombre de arii. No hace falta insistir sobre este punto, perfectamente demostrado por Thor Heyerdahl.
El cacique Cari, vencedor de los Blancos, permanece aún en la memoria de los indios bolivianos. Es para ellos lo que Atila para los franceses, y las madres amenazan con él a sus hijos, como los europeos con el “hombre de la bolsa” o el “croquemitaine”.
¿Pero el degollador de los atumuruna se llamaba realmente Cari, o se le dio el nombre conocido de algún genio maléfico?
Nos lo podemos preguntar, pues Kari, en la mitología escandinava es el siniestro gigante de la tempestad, de muy mala fama: se lo llamaba “él devorador de cadáveres”.
Fuente: Biblioteca Pleyades y FC
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