Odio y envidia
20 de julio de 2015 - 3:00 am -
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http://acento.com.do/2015/cultura/8268128-odio-y-envidia/
No juzguemos ni ensalcemos a los políticos,
pero no olvidemos de ellos sus cofradías sin límites, el uso de las
rentas sin equidad que manejan, porque son doctores de la simulación.
No juzguemos ni ensalcemos a los políticos, pero no olvidemos de ellos sus cofradías sin límites, el uso de las rentas sin equidad que manejan, porque son doctores de la simulación. Su presencia “altísima” en todo el territorio nacional domina la moral, antimoral y amoralidad de este tiempo. Cada uno vive de la virtud del utilitarismo del pueblo, del universo macro del pueblo, de los desterrados a la ignominia de la ignorancia por el control que hacen de sus “goces e instintos” para encenderle el placer de la vida sin preocuparse por el mañana.
- “EL PANAL DEL PODER”
Mi amiga, la cineasta Martha Checo, estaba conmigo en una sala-oficina del apartamento de don Font, donde los libros estaban diseminados en anaqueles, sobre mesas de trabajo, en una esquina, dispuestos para la consulta inmediata. Fuimos a grabar una entrevista con él, y a mí me correspondió acentuar con un poco de polvo compacto los rasgos de coqueto contertulio de este personaje lleno de enigmas, de quien dice Andrés L. Mateo se tomaba un té de tachuelas sin eructar.
En la supra-citada obra se lee, en un capítulo titulado “El panal del poder”, lo siguiente: “La estructura del poder en los otros caudillos recordaba los principios arquitecturales góticos: las altas y arqueadas vigas, representadas por el Ejército, los centros de poder político, la Iglesia, los terratenientes, todos ellos confluyentes y concomitantes en el empuje, la tensión y el equilibrio que sostenían el abovedado edificio.
“La estructura diseñada por Trujillo era diferente. Sus principios no eran el arco y el contrafuerte góticos, sino el del panal de miel. El poder militar, el poder político, la Iglesia, todos estuvieron representados en las multicelulares paredes del panal; pero –y en esto residía la cualidad única del diseño- también lo estaba cada grupo de intereses mercantiles importante, cada poder capitalista, cada permiso, licencia y reglamentación comercial, cada impuesto, cada exención, cada ley; todos por millares, unidos y armonizados entre sí, cada unidad sosteniendo a las demás, de forma tal que las fuerzas separadas de los componentes eran nulas en comparación con la fuerza y tenacidad del conjunto”. [1]
Cierto es, Trujillo se mantuvo en el poder a través de un partido único, y legó a esta sociedad la estructura de “el panal del poder” como práctica política en nuestro sistema, y al odio y a la envidia como la causa –por siempre- de la rivalidad entre los políticos.
- LA MIRADA DE RAFAEL ESTRELLA UREÑA
Juan Paul Sartre ha escrito: “(…) se elige frente a los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y esto no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. Se pude juzgar a un hombre diciendo que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe”. [2]
Sören Kierkegaard en El concepto de la angustia sentenció que “Una mirada (…) es el símbolo del tiempo”. [3]
Estrella Ureña presenta a través de sus ojos lo que es, y sentía en ese momento. Sabía desde 1930 que, Trujillo no conocía la conmiseración. La dureza de su mirada en esta imagen, da la impresión que se sabe “ligado” a otro, que se ha apoderado de su moral, de la virtud de su sinceridad. Después de unos años no había arreglo entre ellos. El conflicto entre estos dos hombres de la política vernácula no era un secreto manifiesto; pero en el fondo de las apariencias se advierte en la mirada apacible de Trujillo que lo hecho está hecho, y que las cosas son como son. La envidia del que se estrenaba como Comandante en Jefe, como un César, había vencido al hombre de brillante oratoria; se encontraban ante la historia, en un duelo que acabaría con el fallecimiento del primero en 1945, alcanzado por la mano invisible del que lo envidiaba: Trujillo.
Sobre la mirada de Rafael Estrella Ureña (1889-1945) Balaguer ha escrito en su obra Memorias de un cortesano de la “Era de Trujillo”: “(…) físicamente dotado de extraordinarios dones para la oratoria: voz potente, rica imaginación y temperamento volcánico que se proyectaba a través de sus ojos verdes en reflejos eléctricos y en imágenes de enorme poder emotivo (…)”. [4]
III. EL ODIO Y LA ENVIDIA ENTRE POLÍTICOS
Estar en las garras de la envidia de otro -no importa si la causa de la misma brotara de la naturaleza de insinceridad que se hace trigo ardiente en el corazón de los que rinden culto a la maldad- es un peligro. Puesto que, la bondad (llamémosla también conmiseración hacia sus semejantes) es un sentimiento erróneo en quienes gozan del pecado de construir la inmortalidad a través de la fanática ambición del poder.
Hombres puros, tal vez, no es el prototipo de político que se asume como un estadista, sino el de un sujeto que necesita de la idolatría. Darle poder a un blasfemo cristiano mortal que a secas se confiesa como un elegido, es no saber que a la postre la sangre, la miseria, el postrarse exige a los otros que sea ese su alimento de por vida.
No sé por qué los pueblos sufren el mal de todos los siglos: enaltecer como dioses a los políticos y a los fastidiosos repetidores de la mentira.
Durante miles de años se han leído los mismos libros en Oriente y en Occidente, el Corán y la Biblia, con distintos métodos para “ajustarnos” a obedecer esas escrituras, para admitirlos como escrituras sagradas, para estimular la reverencia a ellos, o bien, para descodificar una tradición o divagar sobre los mismos trazándonos el mapa de cada historia que traen.
Capítulos y capítulos se han escrito sucesivamente por décadas interminables sobre cómo hacer nuestras almas fervientes adoradoras de Dios; pero no se han escrito los manuscritos suficientes para discrepar sobre el modelo de autoengaño que los hombres construyen sin ser genuinos sobre la prematura locura de los pueblos de “elegir” como guías a hombres que sin ideas se abren camino en el alma de los pueblos personificándose como héroes a merced de la providencia de la divinidad.
Nuestra historia es una historia rota; además no es una historia árida sino de secretos, y de gigantes enfrentados por el odio y la envidia. ¿Quién no conoce que hay montañas peñascosas en la política, y montañas que desparecen en el espejismo del éxito fácil, y otras montañas cuyas cimas están ocultas por las nubes, y otras que sólo son de malezas? ¿Cuántos quilates de oro pude tener un monstruo en su mirada o vidas pendientes?
La historia nuestra se ha hecho durante más de cincuenta años con hojas de palmeras africanas, y, a veces, se hace muda o servicial. Es una criatura que tiene el milagro de no quemar sus naves en el mar Caribe, pero que naufragan de vez en cuando las maderas del árbol que crece en sus bosques se hace hostil para construir otras naves para otros navegantes.
Ahora tenemos navegantes que parecen incontrovertibles, que giran el timón de manera indefinible, puesto que su poder se deja influenciar por las brisas diurnas de otros tiempos, aquellas mismas que se crecieron en el esplendor de las injusticias. Las brisas diurnas no son como el aliento del viento en la mañana, y las de la tarde traen el vapor del vacío como las letras muertas de los litigios inconclusos de la historia.
Ningún mortal que tenga el estigma de criminal ni calumniado ha podido resarcir su honor después de muerto; sólo ha sido posible que un fallecido, inmolado a través de su coraje y valor, cobre el aliento de un héroe, que se vuelva un ente inspirador de hazañas. Y, aun así, no bastan las oraciones diarias para aquel mortal al cual le destruyeron dándole muerte civil y moral; pero nuestra historia está llena de esa religión distinta al honor: el odio y la envidia.
Todas las refriegas por el poder en las tres primeras décadas del siglo XX entre Trujillo, Ramón Cáceres, Horacio Vásquez, Rafael Estrella Ureña, Desiderio Arias, Eladio Victoria, y otros, se hicieron hijas de estos dos indómitos sentimientos. Pero el hombre que ambiciona el poder no puede descuidarse al incendio de los ojos de quien lo odia, y el hombre que envidia debe incentivar a sus prosélitos a adorar sin equivocación el anhelo de ser ellos quienes dormiten en el Palacio del Rey junto al Rey, con abnegación a su mandato, al envidiar al otro.
El que envidia no pelea rudamente, se pone la ropa con calma para ir al camino desde el cual planeará la emboscada con la cual dañara al que envidia, al que no llama por su señor, puesto que se hace un trabajador incesante, pero en el silencio; los pruritos los deja en la casa, no se subleva ni descarga su deseo, lo hace anhelo, pero es su martirio alcanzar la cabeza del contrario para cortarla.
El que odia comete el error de decir palabras despreciativas sobre su contrario; busca combatir cuerpo a cuerpo con el otro, de quien no quiere ser esclavo; su corazón de “bueno” se contenta a sí mismo con voz de latigazo porque realmente es un hombre “ingenuo”, aborrece lo atroz, “niega” lo ostentoso, puede cosechar el infierno o el reconocimiento de la posteridad, ser enmudecido por el pensamiento y las ideologías de sus contrarios, porque él sentencia –antes de tiempo- los propósitos de su causa. El que envidia y el que odia recurren ambos al sarcasmo como arma, sus gestos están llenos de barniz, aun cuando enfurecidos quieran reducir todo, y de un golpe dar la muerte del contrario.
El envidioso se maneja con cierto decoro; el que odia comete indiscreciones. Uno y otro se sabe indomable; uno oculta sus arranques enérgicos, y el otro se refugia en el pensamiento. Ninguno deja al otro ganar la partida, porque su objetivo primordial es destruir al otro, quebrarle la voluntad, resquebrajarle su ego, mostrarlo como indecoroso enemigo.
¿Cuál de los dos alcanzará la grandeza que da el tiempo? Esta es la pregunta que ni los venerables maestros de la espiritualidad más elevada de antaño pueden contestar. Releyendo nuestra historia en capítulos que generalmente nos aproximan al abismo del infierno, nos encontramos con el enfrentamiento de Trujillo y su vicepresidente de 1930, el enfrentamiento de Trujillo con los expedicionarios del 14 de Junio en 1959, el enfrentamiento de Trujillo con sus ajusticiadores en 1961, y el hecho irrefutable de que el odio de Antonio de la Maza pudo hacer posible el magnicidio.
Trujillo, en los treinta y uno años de su reinado, hizo al igual que el emperador Augusto: que su poder tuviera como fuente la inmutable devoción de su ejército. Ahora la fuente del poder no son la devoción ni las lealtades únicamente del ejército, sino de los súbditos-ciudadanos que proporcionan la aprobación al comandante en jefe a través de los comicios, y en el mejor de los casos la “solidaridad del clan” de partido, erigida en “clase sacerdotal” de la política.
Sin embargo, no importan las envolturas que se le coloquen al destino de los que se odian y envidian ni siquiera la balanza con la que, de igual modo, se miden; es mejor procurar conocer las ganancias y las pérdidas que traen estos enfrentamientos entre los políticos.
El universo es sabio, el cielo, ni ponerlo en dudas. De ahí, que la historia se escribe también a través de la interpretación que trae la contemplación del vuelo de las aves como un “auspicium”. La historia se cuenta de buena fe y de mala fe por los contemporáneos y los coetáneos, cada uno dirigidos por el dios Wish. Unos se quedan con la aureola de la redención, y alcanzan a convertirse en referentes éticos. Estos son los que impulsa la resurrección de los pueblos, y los hacen levantarse desde las tinieblas impuestas por sus opresores, y son parte de la primera esencia del género humano: los llamados a ser historia de una nación.
Pero volvamos a la cuestión sin artificios y con sinceridad sobre este sentimiento que es un pecado original: el odio y la envidia, y que al parecer es inevitable, y hace su presencia a través de los ojos, a través de la mirada, como brasa, como fulgores, porque cuando las cavidades de los ojos se llenan de fuego estamos ante alguien que odia. El que envidia tiene una especie de suerte de que no lo dicen sus ojos, que se muestran como ojos de un manantial, por eso sea hace cuesta arriba creerlo cuando se divorcia de la sinceridad ofertada, si el envidioso se presenta como un hombre humilde, equilibrado, de corazón magnánimo.
La lectura de múltiples pasajes biográficos de tiranos de la antigua Roma, me ha llevado al convencimiento que entre los políticos, el que odia cae víctima del que lo envidia, y el que envidia como sabe subsistir en las arenas del desierto, sin arrepentimiento, y ha continuado firme en su propósito de vencer, revela su naturaleza humana impura, todopoderosa de tirano.
El ejemplo exacto de esta apreciación que comparto con ustedes es la relación de Rafael Estrella Ureña con Rafael L. Trujillo Molina. Estrella Ureña un épico orador, tuvo que vivir el espanto de las mil y una cabezas del monstruo que ayudó a llegar al poder, los despropósitos de su gobierno y el aniquilamiento de sus opuestos. No advirtió que criaba con su sapiencia a un agreste bárbaro de voluntad indómita, cuyo abecedario de furias era el poder por el poder.
Los huesos de Estrella Ureña fueron calcinados por la envidia de Trujillo; se hizo una estéril montaña, agotó las provisiones de su talento en una transacción política, la cual sólo pactan en “feliz” término los mercaderes o buhoneros que se congregan sin escrúpulos. Su estrella se apagó, y la T del tirano, Trujillo, se exhibía en cada acto oficial, en cada inauguración de carreteras, subliminalmente a través de la colocación de la Bandera Nacional en posición vertical ex profeso, la cruz blanca sin el escudo de armas de la República al centro, sino semióticamente como bandera mercante para que se percibiera una T blanca en los cuarteles alternados como símbolo subliminal de que Trujillo representaba “la paz y el orden”, y hasta en los postes fálicos del tendido eléctrico se forma la T del tirano de manera irrecusable. No en vano muchos creyeron que era cierto que, lo sagrado era decir “Dios y Trujillo”, más aún cuando el escudo dominicano tiene en su centro el Libro de los Evangelios abierto, con una cruz encima. Allí está también el símbolo de su Partido Dominicano, la palma como sinónimo de libertad, que erguida asemeja a una T de Trujillo.
- “TEMÍSTOCLES DECÍA, EN SU JUVENTUD, QUE AÚN NO HABÍA REALIZADO NINGÚN ACTO BRILLANTE, PORQUE TODAVÍA NADIE LE ENVIDIABA”.
Este libro puede ser el árbitro para la hipocresía entre los políticos y ayudarlos a conocer “espiritualmente” ese mundo invisible de ellos, sobre el cual no quieren que periodistas ni intelectuales le pregunten. Su “viril” egoísmo los hace sobrecogerse ante su autoengaño. No pueden argumentar sobre otro terreno que no sea sentirse capitanes de la masa humana que moldean como labradores de lealtades espurias.
La intellegentĭa nacional anterior a la Era de Trujillo, y al inicio de la Era, tuvo la oportunidad de tener la lectura de grandes novelas que se ofertaban en el mercado como ¿Quo Vadis? de E. Sienkiewicz, Bandidos aristócratas de Florence Warden , Los últimos días de Pompeya de E. Bulwer Lytton, Una historia de dos ciudades de Charles Dickens, La muerte de los dioses de D. Marejkowsky, Historia de Napoleón I de Mario Paschetta, Su Majestad el Dinero y Compañeros de la antorcha de Javier de Montepin, La Escuela del crimen de Gustave Guiton, Los Miserables de Víctor Hugo, Los dos rivales y El corneta de órdenes de Marc Mario, La soga del Ahorcado de Ponson Du Terrail, Los siete pecados capitales de Eugenio Sué, La guerra y la paz por el Conde León Tolstoi, entre otras obras, que podían adquirir los intelectuales, maestros y discípulos hostosianos, así como los funcionarios que participaron en el gobierno de turno de la invasión de 1916, y hombres vinculados al poder político, en la Librería de J. R. Vda. García, uno de los principales establecimientos de venta de libros, ubicado en la calle Separación No. 15, para que como decía la publicidad de esa famosa tienda libro “no pierda la ocasión de instruirse” a un costo de 4º cts., el tomo en rústica y a 75 cts., encuadernado en tela. [5]
Pero al parecer la obra del filósofo argentino José Ingenieros (1877 – 1925) se leyó sin comentarse mucho, o tal vez, en la década del 20, era repudiada su tesis por los políticos dominicanos. La Librería Española, de la calle Isabel La Católica No. 39, no ofertaba del autor uruguayo obra alguna, pero sí del colombiano Vargas Vila (1860-1933), su contemporáneo.
Los quilates de oro de este libro no pasaron desapercibido para esa generación de 1900 y 1930 que produjo toda clase de genuflexos, de extasiados ante el poder, de vivos creadores de la maldad, relacionados con el mundo, bastándole sus acciones de reverencias y de idolatrías para ser parte del “panal del poder”. Muchos, además, fueron fabuladores de la historia, creadores de “ismos” como el trujillismo, sin el sentido del asco, amontonados como leños en las ruinas de cualquier cuartel, en oposición a los nobles, a los de prestigio y buen vivir, de los héroes, heroínas y mártires de la Era.
No puede ponerse en duda que, las primerísimas figuras públicas de la arena política de la República de 1913 en adelante, hasta llegar a la Era de Trujillo, entre ellos, dirigentes de partidos, de facciones, de movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios, políticos avezados y en ejercicio, así como tribunos y comisionados, ministros de gobierno, legisladores, intelectuales, no leyeran o conocieran el libro. Obviamente que Jacinto B. Peynado, Alfredo Ricart Olivares, Armando Ortiz, Mario Fermín Cabral, Federico C. Álvarez, Antonio Hoepelman, Emiliano Tejera, Horacio Vásquez, Federico Velásquez Hernández, Juan Bautista Vicini Burgos, Federico Henríquez y Carvajal, Francisco Henríquez y Carvajal, José del Carmen Ariza Torres, Monseñor Gustavo Adolfo Nouel, Manuel de Jesús Troncoso, Arturo Logroño, Telésforo Calderón, César Tolentino, Teódulo Pina Chevalier, por lo menos, conocieron del libro, más aún si el periodista venezolano residente en el país, Horacio Blanco Fombona, Director de la Revista Literaria Ilustrada Letras lo recomendaba.
Jamás creyeron los políticos de la Era de que fuera posible que resucitara en toda la Era, el odio y la envidia de la cual conversa con nosotros José Ingenieros, en su libro El hombre mediocre. Pero la Era, que dicen que era la Era, tiene sus afanosos ególatras y el cortejo que hacen extravagantes dirigentes con imposturas que quiebran la fe de cualquier pueblo en la libertad.
Es por ello, que dejo como Colofón a nuestras ideas, estos fragmentos de la obra de José Ingenieros:
“Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones (Obras morales, II). Dice que a primera vista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnase más fuertes, como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas, si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nocivo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más a los más perversos y se envidia más a los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia alcanza a los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la hace desaparecer.
“El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no ofenden la centésima para de las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva él fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente.
“El odio es rectilíneo y no teme la verdad: la envidia es torcida y trabaja la mentira. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de las tinieblas.
“El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César aniquiló a Pompeyo, sin rastrerías; Donatello venció con su «Cristo» al de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche fulminó a Wagner, sin envidiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da a sus predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un oscuro porvenir vuelve miopes y reptiles a los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo envidiosos a pesar de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su mediocridad es un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La envidia es una defensa de las sombras contra los hombres”. [6]
[1] Robert D. Crassweller. Trujillo: Trágica aventura del poder personal (Barcelona: Editorial Bruguera, S. A., 1968):139
[2] Juan Paul Sartre. El existencialismo es un humanismo (Buenos Aires: Sur, 1947) Traducción de Victoria Prati de Fernández): 70-71.
[3] Sören Kierkegaard. El concepto de la angustia (Buenos Aires: Editora Espasa-Calpe Argentina, 2da. Edición, 1943): 95.
[4] Joaquín Balaguer. Memorias de un cortesano de la “Era de Trujillo” (Santo Domingo: Editor: Papelería Impresora Sierra, Décima edición, 1989): 35.
[5] Revista Letras, Año I, Número 46 (23 de diciembre de 1917): 22-25.
[6] José Ingenieros. El hombre mediocre (Barcelona: Ediciones Brontes, S. L., 2013): 115-117 [Prólogo y presentación de Francesc Ll. Cardona, Doctor en Historia y Catedrático]
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