Internacional
El colapso del sueño criminal de Hitler
Día 08/05/2015 - 13.50h
http://www.abc.es/internacional/20150508/abci-hitler-aniversario-201505022206.html
En estos días se conmemora la caída de un imperio fundado para durar mil años y que apenas pasó de doce
Niños de trece y catorce años, en uniforme de combate,
lloran de impotencia sentados sobre un montón de escombros, rodeados de
cadáveres y miembros amputados de sus compañeros. Minutos antes, en su
primera, última y ridícula acción de guerra defensiva cuando no hay ya
nada que defender, han matado a un soldado ruso en un barrio de Berlín, a uno americano en un pueblito de Baviera,
a otro canadiense o británico junto al Rin o en un bosque sajón. Las
muertes más ridículas de una inconcebible tragedia que comenzó con
flamantes desfiles en 1933.
La escena se repite en estos primeros días de mayo de 1945,
hace setenta años, por toda la geografía de las regiones occidentales
de lo que había sido el imperio alemán. Los enemigos han capturado a
estos cachorros nacionalsocialistas que nunca han recibido otra
formación, información y educación, otro mensaje y otra orden que la
entrega incondicional al Führer, Adolfo Hitler, y el odio mortal e incondicional a todo lo que entorpeciera la gloria imperial de la Alemania eterna. Son «la juventud sin Dios»
que auguró años antes Ödön von Horvath. El nacionalismo elevado a
religión delirante. Desde su primera niñez han sido educados para dar la
vida por el caudillo de la nación, el Führer. Lo han jurado. Y muchos
de ellos no han dudado en matar en estas semanas, al grito de
«traidores» y «cobardes», a compañeros de armas adultos que habían
decidido rendirse para salvar la vida y acabar aquel absurdo
derramamiento de sangre. Muertes aun más terribles y absurdas si cabe
que las que las precedieron. Niños alemanes, jóvenes rusos o americanos,
muertos en una guerra que ya no es. Bombardeos masivos sobre ciudades
ya inermes para forzar la claudicación de un loco en un búnker que ya
está muerto desde el día 30. Presos políticos como el pastor Bonhoeffer o
el almirante Canaris o Von Moltke, ejecutados semanas, días u horas
antes de huir los guardianes de los campos y cárceles.
Días de colapso
El 30 de abril se encontraron en Torgau
en el Elba las fuerzas soviéticas y las norteamericanas. Alemania
estaba tomada. Desde hacía dos años, el célebre frente oriental, «die
Ostfront», objeto de tanta literatura épica en aquellos años, se había
ido acercando a los alemanes. Si en 1941 estaba en los suburbios de
Leningrado y junto a Moscú, ahora estaba en los barrios obreros de
Berlín. Ya solo combatían desperdigadas unidades muy ideologizadas de
las SS y esos niños de las juventudes hitlerianas (HJ). Además de los
restos del 9º Ejército al sur de Berlín, cercados en Halbe, que luchaban
por algo que aún valía la pena: romper el cerco, cruzar el Elba y
entregarse a los americanos para escapar al cautiverio soviético. Del
que no solo la propaganda decía que apenas salía alguien vivo. Murieron en Halbe 60.000 en apenas cinco días.
En aquellas jornadas de colapso vagaban por Alemania
millones de seres humanos sin destino. Muchos apenas se sabían vivos,
recién liberados de los campos de concentración y de exterminio en el
este, llevados hacia el corazón de Alemania en marchas forzosas en las
que moría todo el que flaqueaba, la mayoría. Otros intentaban
esconderse, mezclarse entre los soldados que volvían derrotados del
frente, para ocultar sus cargos y sus culpas en el mayor aparato
criminal, la más compleja industria del asesinato en masa jamás
construida por el hombre. Las mujeres aterradas rezaban por ver entrar a
los ingleses o americanos y no a los rusos en su casa.
Aunque violaciones masivas se producían en todos los frentes y por
todas la nuevas fuerzas ocupantes, las experiencias en el colapso de las
provincias orientales prusianas habían llevado a la convicción de que
con el Ejército Rojo era la norma. Hacía tiempo que ancianos, mujeres y
niños se robaban los unos a los otros para alimentarse ellos y a los
suyos. Que casi todos eran capaces de casi todo por sobrevivir en el
infierno en el que ardía toda Alemania en el pago implacable por sus
entusiasmos pasados, su soberbia y la ideología del desprecio al
sufrimiento ajeno.
Allí, en la nación milenaria en llamas y todos sus paisajes
convertidos en páramos de desolación, en la destrucción y el hambre,
pero además el oprobio y la ignominia, estaba el destino de aquel
superhombre que había salido, prietas las filas, a conquistar el viejo
continente como paso hacía el poder absoluto en el mundo. En los niños
fanatizados que lloraban por primera vez en su vida, flotando en aquel
mar de escombros en el que se habían convertido todas las ciudades,
palacios, monumentos, museos, industrias, carreteras y puentes y campos y
huertas de una de las grandes naciones de cultura de la historia.
Millones de soldados y un pueblo enfervorizado por sus líderes en la
guerra total habían logrado en doce años la más absoluta y radical
destrucción que un país, el propio, que jamás se ha visto. La raza
superior que asaltaba el cielo para imponer la perfección a la humanidad
había quedado convertida en una inmensa tribu derrotada, hundida y
confundida, hambrienta y culpable.
El hundimiento
En estos primeros días de mayo se consumaba el hundimiento
de un imperio fundado para durar mil años y que apenas pasó de los doce.
El 8 de mayo de 1945,
con la rendición de Alemania, terminaba una guerra cuya suerte estaba
echada desde hacía más de dos años. Desde la caída del Sexto Ejército
alemán en Stalingrado en enero de 1943, pero sobre todo desde la batalla
de carros de Kursk en julio de aquel año, la guerra en Europa tenía ya
un seguro perdedor que era la Alemania hitleriana. Lo que aún había de
dirimirse es cuántos vencedores habría. Atrás quedaban decenas de
millones de muertos -55 millones de víctimas directas de la guerra, se calcula-,
la devastación de grandes partes del continente europeo, sobre todo en
el este, y un nuevo tipo de genocidio que elevó la perversión humana a
cotas hasta entonces ignotas.
Gracias al desembarco de Normandía en junio de 1944, pero
sobre todo gracias a la indoblegable e inaudita conducta y mérito de un
solo hombre, Winston Churchill,
que convenció a una sociedad moderna como la británica de que era mejor
morir que pactar con la tiranía, la II Guerra Mundial no acabó con la
dominación soviética de todo el continente europeo. Sin las democracias
en armas en un colosal esfuerzo bélico trastalántico, en la mejor prueba
de todo un siglo de lo necesarias que son las armas en las manos
adecuadas, toda Europa, tras una guerra mucho más larga, habría acabado
siendo «liberada» por el Ejército Rojo. Y Stalin habría
tenido en toda Alemania, en Francia, en Italia y en España por
supuesto, títeres parecidos a los que impuso y sostuvo durante cuarenta
años en Europa central y oriental. Más allá de los juegos de ucronías,
lo cierto es que medio siglo después de aquella guerra y del
aplastamiento de la dictadura nacionalsocialista, cayó también la
dictadura comunista en Europa. Con lo que en cierta forma aquel
desembarco de Normandía de junio de 1944 se prolongó, con medios
pacíficos, hasta las fronteras de la URSS.
Solo setenta años
Hoy estamos ante unos escenarios que creíamos superados en
los que proyectos ideológicos enemigos de la democracia vuelven a tener
popularidad y pujanza. Rusia
se ha erigido en líder de una contraofensiva para frenar y revertir ese
permanente avance de la idea de la libertad y el Estado de Derecho. Ucrania
es escenario de este combate entre dictadura y democracia cuando este
último sistema vuelve a cuestionarse desde fuera y desde dentro como en
los años treinta en los que se gestó la contienda.
Setenta años después del apocalipsis en suelo alemán es
imprescindible recordarlo completo, desde sus comienzos. Desde el
momento en el que la tolerancia del mal y la aceptación del mismo bajo
amenazas que llamamos apaciguamiento, abrieron el camino para que Hitler
se convirtiera en lo que fue y la sociedad alemana fuera seducida a
hacer lo que hizo. Que las democracias aceptaran sin mayores aspavientos
las leyes de Nuremberg de 1934 fue
en realidad la inauguración de Auschwitz. Celebrar la olimpiada de
Berlín con participación de todos y encendidos elogios a la Alemania
hitleriana, cuando dichas leyes estaban en vigor, hizo a todos
culpables. Ceder territorios a Hitler en los Sudetes fue el principio de
la invasión de Europa. Creer que cada uno podría protegerse por su
cuenta granjeándose con concesiones la benevolencia del tirano, fue el
terrible error de políticos y sociedades. Cuando hoy sucede algo así y
sucede con frecuencia, no tenemos siquiera la excusa de que todo aquello
-invasión, nazismo, Holocausto, devastación- era inconcebible. No lo es, porque ha pasado. Y hace solo setenta años.
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