TRES JESUITAS MIGUELETES.
Por José del Castillo Pichardo.
En su obra Barrios in Arms, editada por la Universidad de Pittsburgh en 1970, José A. Moreno narra en forma cautivante la manera en que tres sacerdotes jesuitas cubanos se establecieron en el barrio San Miguel, en el corazón revolucionario del conflicto cívico militar de Abril del 65, realizando labores humanitarias. Integrándose con la comunidad, incluidos los comandos, en labores vitales de reparto de alimentos, medicinas y atención médica, corriendo el riesgo de ser alcanzados por una bala perdida, una ráfaga precisa o fragmentos de granadas de morteros disparadas por las tropas interventoras desde las alturas de la Avenida Duarte y sus contornos.
"En la segunda semana de mayo, cuando pensé que se llegaría a un arreglo político y que por lo tanto era inminente el final de la lucha, decidí volver a mi casa para descansar y pensar sobre la situación. El día que comenzó el gobierno de Imbert fui a Santiago para ver cuál era la situación de las provincias. Después de volver a Santo Domingo traté de organizar un grupo de amigos para estudiar la situación política y tomar una posición con respecto a los hechos de los cuales habíamos sido testigos. En este momento las tropas de Imbert comenzaron a llevar a cabo con éxito, en el norte de la ciudad, la llamada Operación Limpieza. Se corrían rumores que después de terminar la guerra en el norte, Imbert iría a Ciudad Nueva, que era el último baluarte de los rebeldes, para exterminarlos. Se lanzó una campaña propagandística para mostrar al mundo que todos los rebeldes en Ciudad Nueva eran comunistas.
En la lluviosa tarde del domingo 16 de mayo, cuando la Operación Limpieza estaba en todo su apogeo, decidí ir a la zona rebelde con un amigo. Cuando cruzamos el Punto de Control Charlie en la Avenida Bolívar, empecé a temer que no volveríamos con vida. Después de dejar atrás los tanques, morteros y a los marines americanos, caminamos por las calles desiertas. Cuando cruzamos el Parque Independencia, situado en el corazón de Santo Domingo, comenzamos a ver rebeldes con ametralladoras escondidos en los zaguanes y techos. Ya en la calle El Conde podíamos ver pequeños grupos de rebeldes en todas las bocacalles.
Al pasar un jeep, mi amigo reconoció al conductor y le empezó a hacer señas; era el paracaidista francés André de la Riviére, vestido con uniforme de combate y con una ametralladora colgando del hombro. Nos paramos en un rincón debajo de la lluvia, mientras André criticaba al Nuncio Apostólico por haberle preguntado abiertamente si él era comunista; estaba furioso con Caamaño por haber dejado a Viriato Fiallo, el jefe de la UCN, irse libremente de la zona rebelde hacia la leal sin ser sometido a juicio. Después de conversar durante media hora, André nos condujo cerca de las líneas americanas, porque era ya casi la hora para el toque de queda.
El 19 de mayo volví otra vez a la zona rebelde, esta vez era un día de sol, pero la ciudad mantenía su aspecto gris. Se podían escuchar los disparos que provenían del norte de la ciudad donde se estaba completando la Operación Limpieza. Al mediodía del viernes 21 de mayo se hizo efectiva la tregua humanitaria de veinticuatro horas que Mayobre, el representante de la ONU, había conseguido. Decidí aprovechar la tregua y ese mismo viernes, a la tarde, me mudé a la zona rebelde, temiendo que ya el sábado sería demasiado tarde, ya que Imbert había prometido repetidamente ‘acabar con los comunistas de Ciudad Nueva'.
Conmigo fue un joven sacerdote cubano, el Padre Manuel Ortega, quien el año anterior había estudiado ciencias políticas en la Universidad de Berlín. Nos llevamos algo de comida, una radio-transistor y unos pocos libros y papeles y nos fuimos a la zona rebelde. Pedimos permiso al Obispo para usar como base la vieja iglesia colonial de San Miguel, que está situada en el corazón de Santo Domingo. A pesar de que ninguno de nosotros había estado antes en esta parte de la ciudad, nos habían dicho que los rebeldes habían convertido a la vieja iglesia de piedra en un fuerte armado y rodeado por sacos de arena.
Como la mayoría de las iglesias del centro de Santo Domingo, San Miguel había sido abandonada por los sacerdotes locales apenas estalló la revolución. De las catorce iglesias católicas que normalmente operaban en el área, solamente cinco estaban todavía abiertas el 21 de mayo, y dos de ellas estaban administradas por jóvenes sacerdotes que se habían mudado a las iglesias después que éstas fueron abandonadas en los primeros días de la revolución. El domingo 23 de mayo abrimos al público las iglesias de San Miguel y San Lázaro, una semana más tarde el Padre Tomás Marrero se nos unió y abrió la iglesia de El Carmen. A fines de mayo, ocho iglesias católicas en la zona rebelde estaban otra vez sirviendo al pueblo y por lo menos cinco de ellas estaban administradas por jóvenes elementos liberales dentro del clero.
Cuando llegamos a San Miguel, el portero estaba poniendo un enorme candado en la puerta del frente, preparándose para irse al día siguiente. Había estado solo en la iglesia durante tres semanas y no quería quedarse allí a esperar que llegaran las tropas del CEFA. Nos mostró el edificio: tenía un pequeño apartamento anexo a la iglesia con dos habitaciones pequeñas, una abajo y otra en el primer piso. Nos dijo que el dormitorio de arriba no era seguro porque el techo de zinc no ofrecía mucha protección durante los ataques aéreos y que él mismo dormía abajo en un catre. El Padre Ortega también decidió quedarse abajo, pero a mí no me gustaban los olores que había allí y elegí permanecer arriba. Esa noche, antes de dormirme, sentí subir al Padre Ortega con todas sus pertenencias. También él había decidido arriesgarse a los ataques aéreos antes que soportar los olores de la planta baja.
No conocíamos a nadie en San Miguel. Cuando descendimos del auto algunas mujeres en la calle San Isidro nos miraron con sorpresa y curiosidad; cuando las saludé ellas me respondieron el saludo mirándose las unas a las otras. Después que dejé mis pertenencias adentro, saludé a algunos muchachos que estaban en la calle José Reyes, a dos casas de distancia de la iglesia. La fachada de la casa donde estaban los muchachos había sido agujereada recientemente por balas y proyectiles. Delante de ella había un mástil de bandera. Resultó ser la estación de policía de San Miguel, ocupada ahora por los muchachos del Comando San Miguel. Cuando pedí ver al comandante, los muchachos me hicieron entrar en la casa.
El comandante estaba hablando con algunos otros hombres en una habitación pequeña y sin ventanas. Cuando entré, él se puso de pie y sonriendo se presentó con voz suave: ‘Francisco, Comandante de San Miguel'. Nos dimos la mano y le dije que yo estaba en la vieja iglesia y que estaba dispuesto a ayudar en cualquier forma que pudiera. Me dijo que mi ayuda sería muy apreciada, especialmente durante la lucha, porque no había médicos en los alrededores. Sorprendido, le dije que yo no era médico. El me respondió: ‘De todos modos usted sabe más que nosotros de esas cosas y estoy seguro que podrá ayudarnos'.
Más tarde, cuando conversaba con algunos muchachos de San Miguel, se acercó un hombre delgado vestido con equipo de combate y portando una ametralladora, quien pidió hablar conmigo en privado. Tenía claro acento español. Caminamos hacia San Lázaro, donde al llegar me preguntó si el Padre Ortega y yo podíamos también encargarnos de esa iglesia. Yo acepté abrir San Lázaro al público y usar sus facilidades como centro de distribución de comida. El hombre con la ametralladora era el comandante de San Lázaro; era preciso, autoritario, pero amigable aun cuando daba órdenes a sus muchachos. Era un hombre mejor educado que los que le rodeaban y tenía maneras de caballero. En ese momento, su nombre, Manolo González, no significaba nada para mí, pero traté de recordarlo. Pronto sabría quién era y qué papel representaba en la revolución."
Moreno describe San Miguel como un vecindario de clase media baja formada en torno a la vieja iglesia colonial. Detrás de ella El Jobo, un barrio pobre integrado por 150 familias. Frente al tempo el parque rodeado por casas de la clase media. A un lado un bar y un colmado, al otro extremo la clínica del Dr. Dinzey, de tres pisos. En frente el comando ocupando la estación de policía.
Tras su primera pernoctación concluyó "que la falta de comida era el problema principal del barrio". Abastos cerrados, la gente sin dinero, escasa refrigeración. Telefoneó a la OEA, CARE y Caritas, en procura de alimentos. Con ésta logró un camión inicial con doce mil libras de arroz en fundas de dos libras. Cuando regresó a San Miguel y San Lázaro, unas 700 personas hacían fila frente a cada iglesia. El día anterior distribuyeron tarjetas casa por casa y con la ayuda de muchachas, auxiliadas en el orden por los jóvenes del comando, se entregaron 3 fundas por persona. Tras dos horas de reparto, el nerviosismo amenazaba anarquizarlo presionado por gente sin tarjetas. Moreno exhortó a mantener la calma, afirmando que el arroz alcanzaba para todos. Al final, los del comando recibieron el saldo en pago a sus servicios de orden público, metralleta en mano.
Un joven José Chez Checo, hoy destacado historiador, cuya familia residía en el sector, abandonó el Seminario Santo Tomás de Aquino para integrarse junto a los suyos a los trabajos comunitarios a cargo del padre Marrero. José Licha y sus congéneres libaneses hicieron lo propio. Danilo Caro Ginebra, estudiante de arquitectura en Cornell -donde conoció a Moreno-, se sumó al suministro de medicinas para el consultorio que operó en la Clínica del Dr. Dinzey, donde José García Ramírez -hoy prominente cardiólogo y catedrático universitario- mantuvo las riendas. Doña América -hermana del general Ramírez Alcántara, héroe de la revolución figuerista de Costa Rica- avituallaba en su hogar a estos esforzados jesuitas, convertidos en temerarios migueletes. 50 abriles atrás.
Fuente : Tomado de Diario Libre / Jose del Castillo Pichardo. 16 de mayo del 2015.
Imágenes de Nuestra Historia.
Por José del Castillo Pichardo.
En su obra Barrios in Arms, editada por la Universidad de Pittsburgh en 1970, José A. Moreno narra en forma cautivante la manera en que tres sacerdotes jesuitas cubanos se establecieron en el barrio San Miguel, en el corazón revolucionario del conflicto cívico militar de Abril del 65, realizando labores humanitarias. Integrándose con la comunidad, incluidos los comandos, en labores vitales de reparto de alimentos, medicinas y atención médica, corriendo el riesgo de ser alcanzados por una bala perdida, una ráfaga precisa o fragmentos de granadas de morteros disparadas por las tropas interventoras desde las alturas de la Avenida Duarte y sus contornos.
"En la segunda semana de mayo, cuando pensé que se llegaría a un arreglo político y que por lo tanto era inminente el final de la lucha, decidí volver a mi casa para descansar y pensar sobre la situación. El día que comenzó el gobierno de Imbert fui a Santiago para ver cuál era la situación de las provincias. Después de volver a Santo Domingo traté de organizar un grupo de amigos para estudiar la situación política y tomar una posición con respecto a los hechos de los cuales habíamos sido testigos. En este momento las tropas de Imbert comenzaron a llevar a cabo con éxito, en el norte de la ciudad, la llamada Operación Limpieza. Se corrían rumores que después de terminar la guerra en el norte, Imbert iría a Ciudad Nueva, que era el último baluarte de los rebeldes, para exterminarlos. Se lanzó una campaña propagandística para mostrar al mundo que todos los rebeldes en Ciudad Nueva eran comunistas.
En la lluviosa tarde del domingo 16 de mayo, cuando la Operación Limpieza estaba en todo su apogeo, decidí ir a la zona rebelde con un amigo. Cuando cruzamos el Punto de Control Charlie en la Avenida Bolívar, empecé a temer que no volveríamos con vida. Después de dejar atrás los tanques, morteros y a los marines americanos, caminamos por las calles desiertas. Cuando cruzamos el Parque Independencia, situado en el corazón de Santo Domingo, comenzamos a ver rebeldes con ametralladoras escondidos en los zaguanes y techos. Ya en la calle El Conde podíamos ver pequeños grupos de rebeldes en todas las bocacalles.
Al pasar un jeep, mi amigo reconoció al conductor y le empezó a hacer señas; era el paracaidista francés André de la Riviére, vestido con uniforme de combate y con una ametralladora colgando del hombro. Nos paramos en un rincón debajo de la lluvia, mientras André criticaba al Nuncio Apostólico por haberle preguntado abiertamente si él era comunista; estaba furioso con Caamaño por haber dejado a Viriato Fiallo, el jefe de la UCN, irse libremente de la zona rebelde hacia la leal sin ser sometido a juicio. Después de conversar durante media hora, André nos condujo cerca de las líneas americanas, porque era ya casi la hora para el toque de queda.
El 19 de mayo volví otra vez a la zona rebelde, esta vez era un día de sol, pero la ciudad mantenía su aspecto gris. Se podían escuchar los disparos que provenían del norte de la ciudad donde se estaba completando la Operación Limpieza. Al mediodía del viernes 21 de mayo se hizo efectiva la tregua humanitaria de veinticuatro horas que Mayobre, el representante de la ONU, había conseguido. Decidí aprovechar la tregua y ese mismo viernes, a la tarde, me mudé a la zona rebelde, temiendo que ya el sábado sería demasiado tarde, ya que Imbert había prometido repetidamente ‘acabar con los comunistas de Ciudad Nueva'.
Conmigo fue un joven sacerdote cubano, el Padre Manuel Ortega, quien el año anterior había estudiado ciencias políticas en la Universidad de Berlín. Nos llevamos algo de comida, una radio-transistor y unos pocos libros y papeles y nos fuimos a la zona rebelde. Pedimos permiso al Obispo para usar como base la vieja iglesia colonial de San Miguel, que está situada en el corazón de Santo Domingo. A pesar de que ninguno de nosotros había estado antes en esta parte de la ciudad, nos habían dicho que los rebeldes habían convertido a la vieja iglesia de piedra en un fuerte armado y rodeado por sacos de arena.
Como la mayoría de las iglesias del centro de Santo Domingo, San Miguel había sido abandonada por los sacerdotes locales apenas estalló la revolución. De las catorce iglesias católicas que normalmente operaban en el área, solamente cinco estaban todavía abiertas el 21 de mayo, y dos de ellas estaban administradas por jóvenes sacerdotes que se habían mudado a las iglesias después que éstas fueron abandonadas en los primeros días de la revolución. El domingo 23 de mayo abrimos al público las iglesias de San Miguel y San Lázaro, una semana más tarde el Padre Tomás Marrero se nos unió y abrió la iglesia de El Carmen. A fines de mayo, ocho iglesias católicas en la zona rebelde estaban otra vez sirviendo al pueblo y por lo menos cinco de ellas estaban administradas por jóvenes elementos liberales dentro del clero.
Cuando llegamos a San Miguel, el portero estaba poniendo un enorme candado en la puerta del frente, preparándose para irse al día siguiente. Había estado solo en la iglesia durante tres semanas y no quería quedarse allí a esperar que llegaran las tropas del CEFA. Nos mostró el edificio: tenía un pequeño apartamento anexo a la iglesia con dos habitaciones pequeñas, una abajo y otra en el primer piso. Nos dijo que el dormitorio de arriba no era seguro porque el techo de zinc no ofrecía mucha protección durante los ataques aéreos y que él mismo dormía abajo en un catre. El Padre Ortega también decidió quedarse abajo, pero a mí no me gustaban los olores que había allí y elegí permanecer arriba. Esa noche, antes de dormirme, sentí subir al Padre Ortega con todas sus pertenencias. También él había decidido arriesgarse a los ataques aéreos antes que soportar los olores de la planta baja.
No conocíamos a nadie en San Miguel. Cuando descendimos del auto algunas mujeres en la calle San Isidro nos miraron con sorpresa y curiosidad; cuando las saludé ellas me respondieron el saludo mirándose las unas a las otras. Después que dejé mis pertenencias adentro, saludé a algunos muchachos que estaban en la calle José Reyes, a dos casas de distancia de la iglesia. La fachada de la casa donde estaban los muchachos había sido agujereada recientemente por balas y proyectiles. Delante de ella había un mástil de bandera. Resultó ser la estación de policía de San Miguel, ocupada ahora por los muchachos del Comando San Miguel. Cuando pedí ver al comandante, los muchachos me hicieron entrar en la casa.
El comandante estaba hablando con algunos otros hombres en una habitación pequeña y sin ventanas. Cuando entré, él se puso de pie y sonriendo se presentó con voz suave: ‘Francisco, Comandante de San Miguel'. Nos dimos la mano y le dije que yo estaba en la vieja iglesia y que estaba dispuesto a ayudar en cualquier forma que pudiera. Me dijo que mi ayuda sería muy apreciada, especialmente durante la lucha, porque no había médicos en los alrededores. Sorprendido, le dije que yo no era médico. El me respondió: ‘De todos modos usted sabe más que nosotros de esas cosas y estoy seguro que podrá ayudarnos'.
Más tarde, cuando conversaba con algunos muchachos de San Miguel, se acercó un hombre delgado vestido con equipo de combate y portando una ametralladora, quien pidió hablar conmigo en privado. Tenía claro acento español. Caminamos hacia San Lázaro, donde al llegar me preguntó si el Padre Ortega y yo podíamos también encargarnos de esa iglesia. Yo acepté abrir San Lázaro al público y usar sus facilidades como centro de distribución de comida. El hombre con la ametralladora era el comandante de San Lázaro; era preciso, autoritario, pero amigable aun cuando daba órdenes a sus muchachos. Era un hombre mejor educado que los que le rodeaban y tenía maneras de caballero. En ese momento, su nombre, Manolo González, no significaba nada para mí, pero traté de recordarlo. Pronto sabría quién era y qué papel representaba en la revolución."
Moreno describe San Miguel como un vecindario de clase media baja formada en torno a la vieja iglesia colonial. Detrás de ella El Jobo, un barrio pobre integrado por 150 familias. Frente al tempo el parque rodeado por casas de la clase media. A un lado un bar y un colmado, al otro extremo la clínica del Dr. Dinzey, de tres pisos. En frente el comando ocupando la estación de policía.
Tras su primera pernoctación concluyó "que la falta de comida era el problema principal del barrio". Abastos cerrados, la gente sin dinero, escasa refrigeración. Telefoneó a la OEA, CARE y Caritas, en procura de alimentos. Con ésta logró un camión inicial con doce mil libras de arroz en fundas de dos libras. Cuando regresó a San Miguel y San Lázaro, unas 700 personas hacían fila frente a cada iglesia. El día anterior distribuyeron tarjetas casa por casa y con la ayuda de muchachas, auxiliadas en el orden por los jóvenes del comando, se entregaron 3 fundas por persona. Tras dos horas de reparto, el nerviosismo amenazaba anarquizarlo presionado por gente sin tarjetas. Moreno exhortó a mantener la calma, afirmando que el arroz alcanzaba para todos. Al final, los del comando recibieron el saldo en pago a sus servicios de orden público, metralleta en mano.
Un joven José Chez Checo, hoy destacado historiador, cuya familia residía en el sector, abandonó el Seminario Santo Tomás de Aquino para integrarse junto a los suyos a los trabajos comunitarios a cargo del padre Marrero. José Licha y sus congéneres libaneses hicieron lo propio. Danilo Caro Ginebra, estudiante de arquitectura en Cornell -donde conoció a Moreno-, se sumó al suministro de medicinas para el consultorio que operó en la Clínica del Dr. Dinzey, donde José García Ramírez -hoy prominente cardiólogo y catedrático universitario- mantuvo las riendas. Doña América -hermana del general Ramírez Alcántara, héroe de la revolución figuerista de Costa Rica- avituallaba en su hogar a estos esforzados jesuitas, convertidos en temerarios migueletes. 50 abriles atrás.
Fuente : Tomado de Diario Libre / Jose del Castillo Pichardo. 16 de mayo del 2015.
Imágenes de Nuestra Historia.
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