Segunda Guerra Mundial El preso catalán que desveló el horror nazi de Mauthausen
Día 05/05/2015 - 18.44h
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Francisco Boix, reo en el campo de concentración, dio testimonio a los aliados de las barbaries cometidas por las SS
Varios edificios bajos rodeados por una hermosa y colorida
arboleda habitada, además, por decenas de pájaros que no dejan de
trinar. Un lugar ubicado a orillas del Danubio en el que, en definitiva,
los sentidos se deleitan. Este es el aspecto que tiene, a día de hoy,
el campo de concentración de Mauthausen; y así es como debieron verlo las tropas de la XI División Blindada del III Ejército de los Estados Unidos cuando, el 5 de mayo de 1945, tomaron el lugar y liberaron a los miles de presos famélicos de otras tantas nacionalidades que habitaban en su interior.
Sin embargo, el idílico manto verde que cubre esta región
de Viena (al norte de Austria) contrasta radicalmente con la espantosa
situación que vivió allí el fotógrafo Francisco Boix, uno de los más de 7.200 presos españoles que tuvo que soportar durante casi un lustro las tropelías y vejaciones de las tropas de las SS tras
ser deportado desde Francia. Con todo, su paso por el lugar fue clave
para la Historia. Y es que, gracias a que trabajó para los nazis revelando instantáneas en un barracón, este catalán pudo esconder más de 20.000 imágenes hechas por los alemanes en las que se retrataba la barbarie a la que fueron sometidas las más de 200.000 almas allí encerradas.
Las vivencias de Boix, testigo de los aliados tras la Segunda Guerra Mundial en los juicios de Núremberg y Dachau, han sido dadas a conocer estos últimos años gracias a la ardua tarea del historiador Benito Bermejo y a su libro, «El fotógrafo del horror». Publicado hace una década por «RBA»,
el texto acaba de ser relanzado en español y catalán por la misma
editorial (llegará a las librerías el próximo siete de mayo) y muestra
la detallada investigación que ha llevado a cabo este español para
reconstruir la vida del fallecido preso de Mauthausen. «La nueva edición
incluye correcciones que hemos ido descubriendo con el paso de los
años, algunos testimonios nuevos y varias fotografías desconocidas»,
explica el autor a ABC en la misma entrada del campo.
El fotógrafo que se exilió a Francia
La historia de Boix, tal y como señala el historiador, comenzó el 31 de agosto de 1920 a las siete de la mañana, día en que España (y más concretamente Barcelona)
le vio nacer. De familia republicana y catalanista, Paco no tuvo una
mala infancia. De hecho, la capacidad económica de sus padres hizo que
no pasara estrecheces y que pudiera acabar la educación primaria y comenzar el bachillerato (algo
no muy usual por entonces). En los años siguientes, Bartolomé –su
padre- despertó el interés del pequeño por la fotografía, lo que provocó
que Francisco no tardara en empezar a hacer decenas y decenas de
imágenes.
Con la llegada de la Guerra Civil en julio de 1936, Boix entró a formar parte de las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña (de carácter republicano) sin dejar de lado su gran afición, Por ello, siempre solía viajar acompañado de su cámara «Leica», una de las mejores máquinas de la época.
Posteriormente, mientras republicanos y nacionales se
enfrentaban en media España, Boix empezó a trabajar como fotógrafo para
revistas como «Juliol» y empezó a ser conocido gracias a los múltiples retratos que hizo de líderes políticos de la talla de Dolores Ibárruri (la Pasionaria) o Largo Caballero.
«Pasionalmente fotógrafo», como se le definió a posteriori, Boix pasó
por el frente de batalla, aunque se desconoce si cómo combatiente, cómo
reportero gráfico o ambas cosas. Así continuó hasta que, en 1939, las
tropas de Franco tomaron
Barcelona. Ese fue el momento en el que, al igual que otros tantos
republicanos, se vio obligado a abandonar la región y huyó a Francia.
Pocos meses después de asentarse en su nuevo hogar, la
(mala) suerte quiso que el país entrase en guerra con Alemania. La
necesidad de tropas hizo que tanto él como una buena parte de los
republicanos exiliados fueran «reclutados» por los galos para realizar
tareas logísticas. Boix, particularmente, pasó a formar parte de la 28ª Compañía de Trabajadores Extranjeros, un grupo de apoyo del ejército con el que fue enviado hasta el noreste del país. Tiempo después, en mayo de 1940, la «Wehrmacht»
(las fuerzas armadas germanas) se abalanzó sobre las líneas de defensa
francesas por sorpresa capturando a miles de presos. Entre ellos se
encontraba nuestro protagonista quien, tras un periplo por la región,
fue enviado por tren al campo de concentración junto a otros 1.506 republicanos.
La llegada al campo
El 27 de enero de 1941, Boix llegó a Mauthausen, un emplazamiento levantado en 1938 por presos que habían sido enviados, a su vez, desde Dachau.
Curiosamente, la puerta que dio paso a esta catalán a un
encarcelamiento de casi cinco años es la misma que, actualmente,
atraviesan miles de turistas al día.
Una vez en Mauthausen, fue trasladado al campo interior, el cual estaba formado por una plaza principal (Appellplatz)
acompañada de una veintena de barracones destinados a albergar a los
presos. Todo este complejo estaba rodeado, en principio, por una verja electrificada.
Allí, Boix se encontró con que los presos hispanos ya habían formado un
grupo bastante numeroso. No en vano, en la primavera de 1942 ya habían
sido más de 7.200 los que habían portado en su ropa el triángulo azul invertido (signo de que eran «apátridas») rematado con una «S» de grandes dimensiones (la cual denotaba que eran españoles).
Aunque nuestros compatriotas sufrieron allí todo tipo de
vejaciones en Mauthausen, algunos pudieron presumir también de tener
algo suerte. Uno de ellos fue Francisco, quien, meses después de bajarse
del transporte, entró a formar parte de la oficina del «Erkennungsdienst», un «Kommando» o grupo de prisioneros encargados de realizar las denominadas «fotografías de identificación» de los reos que llegaban al lugar.
En su nuevo destino (ubicado en un barracón en el campo
exterior de Mauthausen), Boix se toparía a lo largo de los años con
varios españoles como Antonio García Alonso y José Cereceda.
Este trio de presos fue el encargado, además, de fotografiar a todas
las personalidades germanas que visitaban el campo y de dejar constancia
gráfica de cualquier suceso extraordinario. Entre los mismos, se
destacaban las muertes de los reos que se hubiesen producido por causas «no naturales» (muchas veces, asesinatos premeditados de los guardias nazis).
A Boix, cuyo talento quedó patente desde que comenzó a
trabajar en este barracón fotográfico, los altos cargos de las SS
también le solían encargar retratos personales. Este «trabajillo» extra lo solía realizar a cambio de unas monedas que se sumaban a las que ganaba por estar al mando del «Erkennungsdienst» (y las que canjeaba en Mauthausen por objetos como peines, jabón u otros «caprichos»).
Poco a poco, Boix terminó siendo un preso con ciertos
privilegios, algo que –entre 1943 y 1944- sucedió a muchos de los reos
de nuestro país. «Cuando los españoles llegaron a Mauthausen su
mortalidad era altísima. Sólo eran superados por los rusos.
Pero, de los que quedaron vivos, muchos terminaron integrándose en el
sistema del campo y convirtiéndose en “funcionarios”. Se podría decir
que, aquellos que resistieron los tres primeros años, tuvieron muchas
posibilidades de sobrevivir hasta el final», señala Christian Dürr,
jefe de Archivos e Investigación Histórica del Memorial del campo de
Mauthausen. Bermejo es de la misma opinión: «Llegado el año 42, los
presos españoles no estaban, en general, mal ubicados. Todo aquel que superó esta fecha tuvo muchas cartas a favor para poder llegar hasta el final sano».
Las fotografías del horror salen a la luz
Tras su entrada en el «Erkennungsdienst», Boix continuó
haciendo y revelando cientos de fotografías por orden de su jefe
inmediato, el suboficial de las SS Paul Ricken (quien podía presumir de ser, además de un miembro del NSDAP desde antes de la Segunda Guerra Mundial, un válido profesor de historia del arte). Su trabajo se extendió, según afirmó posteriormente el catalán, hasta 1943, año en que –tras la derrota de la «Wehrmacht» en Stalingrado ante el Ejército Rojo-
las órdenes cambiaron. Al parecer, y ante el temor de que los aliados
llegasen hasta Austria, los altos mandos del campo decidieron acabar con todas las instantáneas comprometedores que había archivadas con el objetivo de que no se descubrieran las atrocidades cometidas.
«Cuando el ejército alemán fue derrotado en Stalingrado, llegó una orden del Departamento Político de Berlín para que se destruyesen todas las películas.
Mi anterior jefe de las SS cumplió esa orden hasta que se cansó y me
dieron la orden de continuar», explicó Boix posteriormente a los
aliados. Aquel fue un craso error por parte de los germanos, pues el
catalán empezó a guardar los negativos de las imágenes
más comprometedoras que pudo hallar para que, llegado el momento,
pudieran ser usadas contra los nazis. Para esta ardua tarea se ayudó
principalmente de sus camaradas del «Erkennungsdienst» y de los
españoles encarcelados en el campo de concentración. Éstos escondieron
las instantáneas en todo tipo de emplazamientos como viejas chimeneas o bajo los barracones.
Boix también contó con la colaboración del «Kommando Poschacher»,
un grupo de españoles que, al trabajar en una cantera fuera de
Mauthausen y contar con régimen de libertad vigilada, podían deambular
por el pueblo ubicado cerca del campo sin levantar sospechas. Aquella
ventaja les permitió recibir de Francisco un paquete de negativos
robados que, en otoño de 1944,
entregaron a una mujer de la zona. Anna Pointner, como se llamaba la
susodicha, quiso colaborar con ellos y ocultó aquel tesoro al abrigo de
una pared de piedra ubicada tras su vivienda. Curiosamente, el muro aún
se conserva, aunque es imposible encontrar el lugar en el que se
encubrieron estos documentos.
Con la llegada de los aliados el 5 de mayo de 1945, Boix
comenzó a recopilar todos aquellos negativos hasta contar, como señaló
posteriormente, con 20.000 de ellos (un
tercio del total de las fotografías realizadas en el
«Erkennungsdienst»). Las imágenes debieron ser bastante esclarecedoras,
pues el catalán tuvo que presentar varias de ellas (las más crudas, todo
sea dicho) en los juicios contra los jerarcas nazis realizados en
Núremberg y Dachau. Y es que, con semejantes pruebas (en las que podían
verse desde cadáveres tiroteados, hasta prisioneros famélicos) solo un
estúpido se atrevería a decir que el Holocausto no había existido.
Su testimonio, determinante para enjuiciar y castigar a
varios guardias de las SS, ha pasado, sin embargo, de puntillas en la
Historia. Al menos hasta ahora. No es extraño, pues Boix falleció en la
cama de un hospital cinco años después de la liberación de Mauthausen
dejando tras de sí un gran nicho de información con respecto a su vida.
Esta escasez de datos provocó, incluso, que algunos de sus compañeros
como Antonio García afirmaran posteriormente que el catalán no era más que un adulador de los nazis que
se apropió de un plan (el de robar las fotografías) que no era suyo.
Fuera como fuese, el fotógrafo español de Mauthausen dejó una marca
imborrable en la Segunda Guerra Mundial.
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