Por las venas abiertas de Eduardo Galeano
Las Memorias del Fuego (1986), compendio de las fuentes utilizadas por Eduardo Galeano para escribir sus Venas Abiertas de América Latina (único libro que Hugo Chávez le regalara al presidente Barak Obama, para darle a conocer la verdadera historia de nuestra América), fueron la guía, o más bien el mapa, para ir constatando que esas memorias estaban documentadas no solo en libros a los que nunca habíamos tenido acceso, conocidos por especialistas u hombres y mujeres iluminados(as) y estudiosos(as), sino que esas memorias formaban parte del acervo cultural de nuestros pueblos de América.
Armada con esos libros, salí a buscar nuestra América y fue una felicidad irla encontrando en los relatos de los taxistas, en la arquitectura de nuestros países, en la iconografía y folclore popular, en las múltiples tarjas que adornan cientos de casas, escuelas, iglesias, clubes, en parajes de toda América Latina, que dicen:
“Aquí durmió el padre de la patria”, “Aquí estuvo el padre de la patria”, “Aquí se reunió el padre de la gran patria” con fulano de tal.
Entonces, episodios de los que solo habíamos escuchado hablar comenzaron a hacerse presentes en el imaginario, a cobrar forma, a revivir. Cerrábamos los ojos y nos trasladábamos al momento reseñado, pensando, diciendo: Simón Bolívar, aquí estamos. Sucre, aquí estamos. Manuela, aquí estamos. Tiradentes, por aquí andamos. Juana de Azurduy, doquiera que estés te damos un abrazo.
Entonces, figuras que habíamos amado en la distancia también se encarnaron en nuestros afectos y Manuela Sáenz alcanzó dimensiones épicas en el libro de Rumazo, a quien cita Galeano, sobre La Libertadora del Libertador, con sus anécdotas sobre cómo ella le salvó la vida una y otra vez al General de las fuerzas que atravesando los Andes a caballo, bajo la nieve o bajo la lluvia, fue liberando cada una de las colonias españolas, rebautizándolas, a golpe de amor y por el amor, de guerra.
Un taxista nos llevó a la que supuestamente era la casa de Manuelita, en Quito, la que resultó ser la Compañía de Jesús; y estos a su vez me orientaron hacia una casa museo que era la de Sucre, personaje amado de Bolívar y de toda América, el más romántico de los próceres americanos, el verdadero hermano del universal caraqueño. Su muerte fue el golpe del cual el Libertador no pudo recuperarse.
En esa casa, que me abrieron aunque ya estaba cerrada, vi por primera vez un óleo gigantesco de Manuela y como Pablo Neruda tomé la determinación de reencontrarla, solo que en el poema La Insepulta de Paita, el poeta narra cómo no la había podido ubicar porque la habían enterrado en una fosa común, (por la peste) y tuve que descartar el viaje para que ella hiciera el viaje más permanente: hacia mi imaginación.
Los pequeñísimos lentes de Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar, (y precursor de sus ideas progresistas), en el museo que está en las afueras de Caracas, me sobrecogieron, ¡Dios mío, cómo podía ser tan pequeña una cabeza tan inmensa!; como también me sobrecogió la ropa del Libertador, a quien imaginaba un gigante por sus hazañas y por una iconografía que lo representa siempre inmenso, sobre un caballo encabritado y con las riendas tensas, como diría el poeta León Felipe.
Ir encontrando a Simón Bolívar fue ir encontrando mi razón de ser, por eso detesté a la oligarquía peruana cuando llegué a Lima, el día de la independencia del Perú, y en un periódico de derecha el editorial declaraba: “Nosotros, que tuvimos la desgracia de ser independizados por extranjeros”, repitiendo, cientos de años después, su mismo intento de desnaturalizar las ideas del Libertador.
“No he liberado vuestro país para que me coronen como virrey”, dijo Bolívar rechazando la corona y la capa de armiño que como cicuta le habían preparado. “Vine a libertarlos”; y por eso amé al pueblo cuzqueño, en Bolivia, cuando un taxista insistía en que debía de ir a visitar el Museo del Arzobispo porque allí estaba la cama donde Bolívar “se había tirado a la mujer del Gobernador”, anécdota que según pude constatar no estaba muy lejos de la verdad.
Flora Tristán me hizo soñar que las andanzas de Bolívar por París habían sido también de índole romántica, porque solo ella parecía haber heredado el carácter libertario de su padrino, el Libertador; porque solo ella había denunciado en sus Memorias de una Paria el carácter absolutamente amoral de la oligarquía peruana de la cual descendía, y el potencial de transformación de la humanidad presente en la clase obrera del mundo y de su país en particular. Por eso funda el movimiento socialista y por eso a ella le debemos la frase: ¡Obreros del mundo uníos!, que tanta gente atribuye a Carlos Marx.
Simón Bolívar vive, Manuela vive, ambos me obligaron a mirar mi propia historia, a descubrir a nuestros pensadores tanto en mi pequeña media isla, Santo Domingo, como en mi gran casa: el Caribe, cuna a su vez de Frantz Fanon, CLR James, y de Marcus Garvey, precursores de la independencia del Africa y de la población de gente de color de todo el mundo.
Es esta historia maravillosa la que ignoran los libros de texto de nuestros países, la que han intentado borrar países que solo se norman por intereses corporativos y guerreristas, que necesitan la guerra para sostener un sistema que hace tiempo renegó de la búsqueda de la felicidad colectiva en función de las ganancias de unos pocos.
Y es esta historia maravillosa la que Eduardo Galeano, con pasión de artesano y sed de justicia, documentó para las generaciones que le fueron contemporáneas, esa que como yo a mis veinte pude descubrir en Nueva York, y para la juventud por venir, y que transformó nuestra visión de la vida, de la historia, de la política, aunque desde entonces nos amargara el placer estético de contemplar las bellas construcciones de los imperios, provocando la pregunta: ¿Cuántos indígenas, cuantos esclavos africanos, cuantos mineros, cuantos obreros y obreras habrán muerto para que se acumulara el capital original que financió estas riquezas?
Hemos visto a América caer y desangrarse bajo dictaduras militares fascistas, pero también la hemos visto levantarse una y otra vez, con la fuerza de la memoria de sus grandes muertos, hoy más vivos que nunca. Por eso estoy convencida de que esta vez (parafraseando al sacerdote peruano que saludara a Bolívar, durante su jornada libertaria por los Andes) la memoria del fuego de Eduardo Galeano, sus venas abiertas, su paso por estos lares, crecerá como las sombras, cuando el sol declina.
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