sábado, 7 de marzo de 2015

El juego de los anormales por Adam Gopnik

El juego de los anormales por Adam Gopnik

Publicado por: César Guarda

http://ssociologos.com/2015/03/06/el-juego-de-los-anormales/ 

Cómo el sociólogo Howard Becker estudia las convenciones de lo no convencional
A menudo los estadounidenses tienen carreras insólitas e insospechadamente afortunadas en París, desde Thomas Evans, el dentista de Philadelphia que curó al Emperador Napoleón III de un dolor de muelas y pasó a formar parte indispensable de la corte imperial, hasta ciertos jazzistas afroamericanos, como el gran saxista soprano Sidney Bechet, cuyas carreras y fama recibieron en Francia un apoyo que jamás podrían haber recibido en Estados Unidos. Pero pocos han seguido una trayectoria más extraña que la de Howie —“Sólo mi madre me llamaba Howard”— Becker. Howard S. Becker, su nombre completo de grado honorífico —él tiene seis— ha sido una de las grandes figuras de la sociología norteamericana por más de sesenta años. Hoy, un activo anciano de 66 años, aún goza de la fama que le otorgaron los estudios que reúne su libro “Outsiders”, de 1963, obra que transformó las ideas que tenían los sociólogos sobre lo que significa ser “anormal”. En la academia estadounidense se le suele ver como una suerte de Richard Feynman de las ciencias sociales, destacado por su calle, su actitud informal y su prosa casual y mordaz –un profesor del noroeste que se siente tan a gusto en su casa como en un bar tocando el piano. (De hecho, las observaciones que lo colocaron en la senda de la gloria académica, acerca de la subcultura de los fumadores de marihuana, surgieron mientras trabajaba como pianista de jazz en locales de striptease. “No eran cabarets,” dice. “Eran locales de striptease.”)
Howard Becker ilustracion de Simon Prades
Pero lo verdaderamente extraordinario es lo que ha llegado a ser en Francia. En la última década se han publicado dos biografías críticas de Becker, y el beckerisme se ha convertido en una ideología evocadora. Hay videos en YouTube de él hablando con estudiantes en un francés con fuerte acento chicagüense, y actualmente pasa buena parte del año en París, dictando seminarios y siendo el centro de atención. Su obra es de lectura obligatoria en muchas universidades francesas, a pesar de que parece ser un ejemplo del pragmatismo estadounidense, prefiriendo las aparentemente estrechas cuestiones del “cómo” y “quién exactamente” a las más profundas “por qué” y “qué”, que supuestamente tienen más arrastre en la teoría francesa. Aunque quizá es ése su atractivo precisamente: para los franceses, Becker parece combinar tres elementos muy estadounidenses –el jazz, Chicago y los exóticos encantos del empirismo.
Este verano, Becker publicó una síntesis de su método y sus creencias de vida a la cual llamó “What About Mozart? What About Murder?” [¿Qué hay de Mozart? ¿Qué hay del homicidio?] (El título se refiere a dos de las advertencias o quejas más frecuentes que recibe el “relativismo” ecuánime de su sociología: ¿cómo puede estudiar la música como un mero artefacto social –qué hay de Mozart? Y, ¿cómo puede considerar a la justicia criminal una convención cambiante –qué hay del homicidio?). El libro es un jocoso testimonio personal de fe y una ventana a las creencias de Becker. Es difícil resumir su éxito en una frase o un eslogan, ya que él se opone firmemente a la teoría y sospecha de los “modelos” demasiado prolijos. Él quiere una sociología que observe a las personas interactuar en torno unas de otras como efectivamente lo hacen, sin expectativas de cómo deberían hacerlo. A través sus años, esto le ha llevado a realizar estudios íntimos, casi novelísticos sobre músicos de jazz, estudiantes de medicina, pintores y fotógrafos.
Entre los sociólogos, Becker es más conocido por haber hecho que las anteriores teorías sociológicas de la “desviación” parezcan ellas mismas anómalas: al estudiar grupos desconocidos o excluidos, ha demostrado que el modo en que actúan sus miembros sigue las mismas reglas que en cualquier grupo. Algunos marchan al ritmo de otro tambor –pero, cuando lo hacen, también marchan a un ritmo determinado. Como escribió uno de sus discípulos, “En vez de hacer la pregunta menos productiva de por qué las personas rompen las reglas, Becker se enfocó en cómo las personas pasan por un proceso identificable en que eligen romper las reglas.” Un análisis beckeriano de un “mundo” social se pregunta por cómo, en una cultura o subcultura, alguien pasa a ser considerado un miembro mientras que otra persona es expulsada. A pesar de su simpleza, este enfoque ha demostrado ser sumamente influyente en el estudio de cualquier cosa, desde la drogadicción a la teoría queer. Básicamente, Becker piensa que Yogi Berra tenía razón: uno logra observar más cosas mirando. Heather Love, profesora de lengua inglesa en Penn, especialista en estudios de género y sexualidad, señala que comparte “muchas de las mismas preocupaciones acerca de las instituciones, el poder, la dinámica de las relaciones sociales” con la investigación posestructuralista actual, “pero todo en un tono hogareño, cotidiano, un estilo ‘solo los hechos, doña’ que tiene el encanto del noir y el hardboiled estadounidenses.”
No hace mucho tiempo, en un departamento que él y su esposa, Dianne Hagaman, habían ocupado un otoño en el V Distrito –el barrio de París que se agrupa en torno a la antigua Sorbona– él se sentó a hablar sobre su obra y su apoteosis en París, casi como un espectador de su propia carrera. Sobrio e impasible como un estoico mimo, Becker está dispuesto a hablar de lo que sea. Una conversación con él es como ver desenrollarse un carrete de consejos de piano be-bop, historia de Chicago, minucias sociológicas y reflexiones sobre la vida intelectual francesa, junto con provechosos desvíos hacia la cultura de los locales de striptease de los cuarenta y las razones por las que los académicos franceses se ven a sí mismos como servidores públicos mientras que los estadounidenses se imaginan más como emprendedores.
“En realidad yo siempre quise ser pianista,” comienza. “Cuando tenía unos doce años, escuché el boogie-woogie por primera vez y me enamoré. Mis papás habían comprado un piano para lucirlo, y yo me compré un libro de boogie-woogie y aprendí a tocar solo, más o menos. Luego conocí a unos chicos del barrio —verás, yo iba a la Austin High.” Austin High era el bastión del jazz de Chicago, donde, en los años veinte, Bud Freeman había ayudado a crear una forma de jazz de blancos resuelto y entusiasta que extendió su influencia hasta la época del swing. “Trabajé con gente que no tenía para pagar a músicos de verdad —chicos de trece años tocando para otros chicos de trece.” Después se integró a una mejor banda con miembros de diferentes razas. “Eso fue grande,” dice. “Como éramos de razas distintas, solo tocábamos en bailes de negros. Los chicos de los bailes de negros, si no tocabas las canciones exactamente como se escuchaba en la grabación, estabas en problemas. Entonces tuve clases con Lennie Tristano. Cuando lo conocí, aún no tenía treinta años pero ya había dejado de tocar en público —no aceptaba nada que no reuniese las condiciones perfectas para tocar, por lo que finalmente casi nunca tocaba.”
Tristano, saxofonista y pianista, era el Glenn Gould del be-bop: complicado, hipersensible, huraño y extremadamente talentoso. “En vez de enseñar a ser ‘libre’ o creativo, Tristano me enseñó un conjunto de prácticas que producen la sensación de cómo debiese sonar una improvisación,” dice Becker. Tristano le enseñó maneras simples de resolver los acertijos que surgen en la improvisación —por ejemplo, modos de añadir quintas bemoles y novenas menores a secuencias de acordes demasiado corrientes. “Me mostró cómo crear un conjunto básicamente ilimitado de posibilidades con las que trabajar mientras tocaba una noche en el bar,” recuerda Becker. Según aprendió de sus modelos, los solos de jazz se armaban casi siempre “a partir de una pequeña colección de ‘crips’, pequeñas frases que se pueden combinar de mil formas, sometidas a todas las variaciones posibles.” La lección de que las actuaciones en público, incluso las más nobles, son más una serie de frases prefabricadas que un flujo de confesiones, caló hondo en la forma en que Becker entiende el mundo.
Sabiendo que su padre, un inmigrante judío de primera generación, se infartaría de sólo pensar que su hijo pasara su vida tocando el piano en bares, Becker se inscribió en la Universidad de Chicago —en ese entonces bajo la dirección de Robert Hutchins, gozaba de la reputación de ser un centro de grandes libros y no tener deportes— de manera que lo viesen estudiar todo el día y así tener la libertad para tocar jazz toda la noche. “Comencé trabajando en clubes de striptease en la calle Clark —todos los adultos estaban en el ejército. Tocábamos en el único club independiente de la mafia. Los chicos llegaban de la convención de maíz híbrido y gastaban tres o cuatrocientos dólares en tragos para las chicas. Luego me iba a casa feliz.”
Becker planeaba obtener una licenciatura en lengua inglesa mientras seguía con su vida jazzística, hasta que un día se encontró con un libro titulado “Black Metropolis: A Study of Negro Life in a Northern City” [Metrópolis negra: un estudio de la vida del negro en una ciudad del norte] —esa ciudad era Chicago— escrito por St. Clair Drake y Horace Cayton. Éste fue uno de los primeros estudios en profundidad de la vida urbana contemporánea. “¡Era maravillosa la sola idea de ser un antropólogo urbano!” exclama Becker. “Podías ser un antropólogo, una cosa muy romántica, pero no tenías que irte lejos para hacerlo. Algunos antropólogos que conocía habían perdido la mitad de la dentadura. Mala cosa. Y pensé: ¡Guau! Quizá debería escribir lo que hago por las noches, lo que todos dicen y lo que yo observo, y eso era mis cuadernos de campo.”
Esos “cuadernos de campo” recogidos en clubes de striptease y locales nocturnos ayudaron a inspirar el artículo seminal de 1953 “Becoming a Marihuana User” [Convertirse en un usuario de marihuana] publicado en el American Journal of Sociology. (Cuando le preguntan si su conocimiento proviene de su propio consumo de marihuana, dice, “Sí. Por supuesto.” ¿Y aún fuma? “Sí. Por supuesto.”) Becker insiste en que el logro de su artículo consiste únicamente en haber eliminado una sílaba innecesaria: “En vez de hablar de abuso de drogas, yo hablé de uso de drogas.” La “desviación” había sido por mucho tiempo una preocupación de la sociología y de su disciplina de origen, la antropología. Gran parte de la “teoría de la desviación” dio por sentado que si uno hace cosas raras, entonces uno es raro. La gente normal pone reglas —cagamos aquí, rezamos allí, tenemos sexo por allá— que unos cuantos disidentes en toda sociedad no pueden cumplir. Éstos se reúnen en pequeños grupos de mala conducta.
A partir de entonces, Becker se abocó a demostrar que los grupos desviados no estaban conformados por personas que no podían cumplir las normas, sino por personas que seguían otras clases de normas. Asimismo, el consumo de marihuana era un conjunto de frases, una actividad aprendida y un juego social. En una época en que se pensaba que el uso de drogas era privado y compulsivo, Becker argumentó que uno debía aprender a drogarse. Él demostró que fumar marihuana por primera vez casi siempre era algo extraño o desagradable. Uno de sus informantes (un compañero de banda) describió: “yo caminaba por la habitación, caminaba intentando despegar, sabes; al comienzo me asustó, sabes. No estaba acostumbrado a ese tipo de sensación.” Otro músico explicó: “Uno tiene que hablarle para quitarle el miedo. Sigue hablándole, reafirmándole, diciéndole que está todo bien. Y cuéntale tu propia historia, sabes: ‘Lo mismo me pasó a mí. Te va a empezar a gustar después de un rato.’” Usando el argot sociológico que por entonces aún no abandonaba por completo, Becker escribió: “Debido a estas primeras experiencias típicamente aterradores y desagradables, el principiante no seguirá consumiendo a menos que aprenda a redefinir esas sensaciones como agradables.” Y continúa: “Esta redefinición suele ocurrir en la interacción con usuarios más experimentados, quienes enseñan de diversas maneras al novicio a encontrar placer en esta experiencia, en un comienzo tan aterradora.” Lo que parecía un acto anormal realizado por un individuo en busca de un escape era simplemente una práctica colectiva modelada por una empresa común: hace falta un club nocturno para fumarse un porro.
Las lecciones aprendidas en los clubes nocturnos aún gozan de actualidad. En su nuevo libro sobre Mozart y el homicidio, Becker señala las semejanzas entre las amas de casa de clase media de inicios del siglo XX, quienes se volvían adictas a los productos de opio que entonces se vendían sin receta para los “malestares femeninos”, y los jóvenes negros que hoy consumen básicamente el mismo tipo de droga, pero en un mundo diferente: “Cuando las mujeres de clase media podían comprar opio, lo hacían y se volvían adictas. Cuando no podían, no lo hacían. Cuando los jóvenes negros pobres podían comprarlo, lo hacían y también se volvían adictos.” En la obra de Becker, el micro-realismo de las escenas sociales reemplaza al melodrama de la patología personal.
Becker advierte también que todo grupo social, normal o disidente, acaba divorciándose del grupo al cual se espera que sirva. “Todo el mundo tiene en mente a un alumno ideal o un público ideal, pero éstos no existen,” señala. Esto hace que los profesores se impacienten con sus alumnos y que los jazzistas sospechen de los públicos. Los músicos de jazz fumaban marihuana para drogarse, pero uno de los efectos era que esto los separaba de la clientela de club nocturno que despreciaban. “Recién hoy esta perspectiva parece original,” dice Becker. “Si eras músico, no hacías más escuchar: ‘¡cuadrados de mierda, mira lo que quieren ahora!’ Recuerdo que aprendí a marcharme del escenario deprisa antes de que alguien pidiera ‘Melancholy Baby’. Eso era lo único que hacíamos todo el tiempo.” Agrega, “La originalidad —ni siquiera debería llamarlo así— consistía en prestarle atención como algo de lo que valía la pena hablar.”
Esta perspectiva resultó ser aplicable a mucho más que a los fumadores de marihuana. “A mi supervisor de tesis, Everett Hughes, le encantó la idea de que todo lo que se ve en los trabajos más bajos se ve también en los trabajos privilegiados, solo que no se habla de ello,” dice. “Más adelante, fue a la asociación norteamericana de enfermeras, donde lo contrataron como consultor, y les dijo: ‘Hagamos investigación de verdad: ¿por qué no hablamos de cómo las enfermeras odian a sus pacientes?’ Hubo un silencio estupefacto hasta que alguien dijo, ‘¿Cómo sabe eso?’ ”
La influencia del primer trabajo de Becker aún es profunda. La conferencia presidencial que dio en 1966 en la reunión anual de la Society for the Study of Social Problems, titulada “¿En qué lado estamos?”, sigue siendo un toque de clarín para el campo. Gayle Rubin, profesor de antropología en Michigan y destacada figura de los estudios LGBT, lo califica como un intento pionero de “nivelación moral”, donde la vieja práctica puritana de exponer a los anormales y sanarlos de su anormalidad se transformó en el proyecto de descubrir lo que hacen los anormales y, en una mirada más fina, por qué lo que hacen no suele ser más anormal que lo que el resto de las personas hacen. “Lo de Chicago en los cincuenta realmente iluminó el camino para mucho de lo que vino después,” dice Rubin. “Actualmente hay todo un renacimiento de eso.”
Becker insiste en que él nunca quiso del todo permanecer en la academia: “No fue sino hasta terminar mi doctorado que más o menos me di cuenta de que mis opciones eran convertirme en el pianista más educado de la calle 63 o bien comenzar a tomarme la sociología más en serio.” Suspicaz respecto de las minucias administrativas de la vida académica, vivió de becas de investigación, pasando del campus universitario al ambiente institucional —“Durante catorce o quince años fui lo que se llamaba un ‘zángano de la investigación’.” Siguiendo los pasos de su primera esposa, Nan Harris, quien era escultora en cerámica, decidió escribir sobre artes visuales. “Pero yo tenía una desventaja —¡no sabía dibujar!”, dice. Instalado en San Francisco durante un tiempo, prefirió en cambio la fotografía, y tuvo la suerte de haber tenido como “monitora de laboratorio”, quien mezclaba los químicos y ayudaba a los estudiantes, a una joven llamada Annie Leibowitz. Así como ocurrió con su experiencia como jazzista, sus vivencias como fotógrafo profesional inspiraron lo que llegaría a ser su segundo gran libro, “Los mundos del arte” (1982), en el cual presenta una perspectiva colaborativa sobre la fotografía. Al igual que el consumo de marihuana entre los jazzistas, crear arte no era tarea de artistas solitarios y visionarios, sino una actividad social en la que diversas personas desempeñaban roles igualmente esenciales con el objeto de producir un artefacto que cierto grupo social decidía dignificar como arte. El arte, como la marihuana, solo existe dentro de un mundo.
Fue hace un cuarto de siglo, con la publicación de “Los mundos del arte” y “Outsiders” en Francia, que se dio inicio al inesperado segundo acto de la carrera de Becker. Sus libros se convirtieron en un polo magnético que reunía a su alrededor a los sociólogos franceses disidentes. Un grupo de científicos sociales autodenominados L’École de Chicago de Paris tradujo “Outsiders” y éste pasó a convertirse en un éxito de ventas universitario. (Becker: “Creo que fue porque funcionaba bien como texto introductorio, tenía un tono izquierdista —en realidad sólo era poco convencional respecto de temas como la desviación— y era fácil de leer, todo lo cual era una excelente combinación para dar de leer a los alumnos de pregrado.”) Además, el libro mostraba una forma de plantar cara al hombre que, para toda una generación, había sido la figura predominante de las ciencias sociales francesas, Pierre Bourdieu.
El rol de Becker como el anti-Bourdieu estadounidense es tan relevante para su reputación en Francia que, al hablar con él, uno no puede evitar hablar del otro. Bourdieu, fallecido en el 2002, era un sociólogo cuya obra —brillantemente desprejuiciado o sombríamente determinista, según la perspectiva de cada cual— explicaba todas las relaciones sociales como relaciones de poder, incluso en aquellos mundos aparentemente abiertos a la libre expresión como las artes visuales. Para Bourdieu, cuyo libro “La distinción: criterio y bases sociales del gusto” (1979) sigue siendo un clásico de la sociología de la cultura, las clases dominantes se reproducen imponiendo reglas estrictas sobre lo que es y lo que no es aceptable, y crean lenguajes cerrados y exclusivos para describirlo: los que ejercen el poder deciden qué se considera arte, y el solo acceso a ese campo requiere que los extraños aprendan a repetir las palabras que estructuran esos valores.
Hoy por hoy, uno de los debates más candentes de las ciencias sociales en Francia enfrenta entre sí a los conceptos de Bourdieu y de Becker sobre el espacio en que tienen lugar nuestras vidas. Bourdieu pensaba que la vida social se desenvolvía en un “campo”, mientras que Becker insiste en que ocurre dentro de un “mundo” —oposición que no deja de traernos a la mente la observación de Woody Allen de que, mientras Demócrito llamaba “átomos” a las unidades indivisibles del universo, Leibniz las llamaba “mónadas”, y que por fortuna estos tipos nunca se conocieron, o se habría dado una discusión sumamente aburrida. Becker admite sin pudor que esta disputa entre campos y mundos es un poco como aquélla —ambas son metáforas generales— pero también piensa que es algo que trasciende la mera nomenclatura.
“La idea general de Bourdieu era el champs, el campo, y la mía era el monde, mundo —¿cuál es la diferencia?”, pregunta Becker retóricamente. “La idea de campo de Bourdieu es algo mística. Es una metáfora de la física. Siempre me lo imaginé como un juego de suma cero que ocurría dentro de una caja. La caja está llena de pequeños objetos que se mueven de aquí a allá. Él no habla de personas. Sólo habla de fuerzas. No hay personas haciendo cosas.” En el campo de Bourdieu, las personas no son más que entidades atómicas. (Fue la visión de Bourdieu la que inspiró la novela nihilista de Michel Houellebecq sobre las insignificantes colisiones de la vida moderna, “Las partículas elementales”.)
“En mi perspectiva —bueno, se requiere toda una aldea para escribir y tocar una sinfonía,” continúa Becker. “No es sólo el compositor. Para mí, el mayor ejemplo son las películas, porque nadie logra dilucidar quién es el verdadero artista: el guionista, el director o quién. O más bien, todo el mundo lo ha esclarecido, pero la respuesta es distinta para todos. Al comienzo, cuando estaba leyendo sobre arte, leí un libro de Aljean Harmetz acerca de la realización de ‘El Mago de Oz’. Ella era hija de un miembro del departamento de vestuario de MGM, y allí explica que en esa película hubo cuatro directores, y que quienes idearon lo crucial, el cambio de blanco y negro a color cuando los personajes llegan a Oz, ¡fueron el compositor y el letrista! De manera importante, adopté la lista de créditos de una película hollywoodense como modelo de cómo funciona realmente la creación artística.”
Como ha escrito Becker, ampliando la metáfora de la lista de créditos, “A mi entender, un ‘mundo’ consiste de personas reales intentando hacer sus cosas, en su mayoría haciendo que otras personas hagan cosas que los ayuden en su empresa… La actividad colectiva resultante es algo que quizá nadie quiso, pero es lo mejor que podían obtener de la situación y, por lo tanto, algo que ha sido efectivamente consensuado.” En un mundo beckeriano, actuamos tal como lo hacemos debido a una lógica de eventos determinada —se espera que los jazzistas fumen marihuana y los estudiantes de posgrado aprenden a complacer a sus supervisores— pero en el mundo existen muchos roles, y nosotros podemos escoger cuál desempeñar y cómo desempeñarlo. Todos somos actores, no somos ángeles ni agentes en total libertad. Pero estamos en busca de aplausos, de modo que damos el mejor espectáculo posible. Esta visión del mundo tiene puntos en común con la visión de Erving Goffman, viejo amigo y colega de Becker. “Pero Goffman se interesaba más en el microdrama de las cosas”, señala Becker, refiriéndose, por ejemplo, a sus estudios sobre cómo actúan las personas al mentir. “A mí siempre me interesó más el panorama general.”
Después de una charla matutina, Becker camina sin detenerse, aunque pausadamente, hasta la vuelta de la esquina donde está su bistró de mediodía favorito, lugar donde es bien conocido, y, sentado en una mesa esquinada al lado del ventanal, ordena un steak frites. Tamborilea la mesa con los dedos: todavía toca el piano, y lo toca bien. El año recién pasado lanzó un disco suyo trabajando sobre algunos patrones. “Muchos años después de haber estudiado con Lennie,” recuerda, “yo estaba en Nueva York y se me ocurrió llamarlo a su casa en Long Island. Conversamos un rato, él me felicitó por mi éxito como sociólogo y después me dijo, ‘¿Sabes? A mí siempre me gustó como tocabas. ¿Por qué no renuncias a tu empleo y te vienes a Nueva York a estudiar conmigo otra vez?’ Por un momento sentí que sí, ¡debería hacerlo! Pero lo superé.”
Becker está al tanto de la ironía de que, mientras que para la sociología norteamericana se ubica en la “izquierda” por ser un nivelador moral, en la sociología francesa pertenece la derecha como apóstol de la agencia y la acción. Está más que dispuesto a aplicar el imparcial análisis beckeriano a su propio rol en Francia. “En Francia, sobre otros profesores dicen, ‘¡cruzaría la calle para evitarlo!’ Pero en Estados Unidos ni siquiera iríamos por la misma calle. Gran parte de lo que ocurre tiene que ver con la diferencia en cuanto al tamaño del país y la centralización de las universidades. Uno puede ejercer cierta hegemonía en alguna escuela estadounidense, pero no en todas. ¿Vas a conquistar los departamentos de Berkeley, Stanford, Harvard, Yale y todos los pequeños rincones donde, en todo caso, las verdaderas energías están madurando? Imposible.” Se queda pensando por un minuto entre los bocados de onglet y la cortés plática con el dueño del bistró. “¿Sabes cuál era el verdadero problema de Bourdieu? Su verdadero problema es que era un idiota,” sentencia. “Hambriento de poder, miserable y obsesionado con su carrera.”
Becker intenta observar su propia influencia en Francia con la misma distancia con que observa a otros, pero su atractivo para los franceses va más allá de no ser Bourdieu. El mito francés sobre Estados Unidos está tan arraigado como el mito estadounidense sobre Francia, y uno de sus elementos más importantes es la idea de que los estadounidenses pueden llegar por instinto a los resultados que los franceses sólo pueden lograr pensando mucho. Al igual que los cineastas de Hollywood que fueron acogidos por los críticos de la nouvelle vague francesa en los años cincuenta y sesenta, Becker es amado en París en parte porque no se ve ensimismado en la teoría o la abstracción baladí. Como señala Heather Love, “los estudios de la desviación estadounidenses tienen el atractivo internacional de la ficción criminal norteamericana, y con un narrador encantador como Becker, mejor aún.”
Sin embargo, para sus admiradores franceses, esto no niega la necesidad de la teoría; solo significa que a veces las mejores teorías permanecen misteriosamente cubiertas por el silencio. El que Howard Hawks haya hecho tantas buenas películas sin tener una teoría del cine era una fuerte señal de que debe haber tenido una fantástica teoría cinematográfica de la que nunca habló. Algo similar sucede con la reputación de Becker: si puedes decir tantas cosas interesantes únicamente observando el mundo, entonces debes tener un par de lentes fantásticos, aun si nadie te puede ver usándolos.
En el almuerzo, Becker habla sobre una pregunta que va más allá de los choques de personalidades y las inclinaciones institucionales. El proyecto de nivelación moral también sufre en sí mismo el problema de la nivelación moral. ¿Cuál es el objeto de la sociología si no nos puede decir que el homicidio es malo o que Mozart es genial? Tampoco queremos expandir nuestra ecuanimidad con los grupos disidentes hacia aquellos como la familia Gambino, cuyas reglas incluyen asesinar a los indeseables, o la familia Manson con sus normas y rituales, ¿o sí? Sin embargo, para Becker estas objeciones involucran un “error categorial”. Sí, el homicidio es malo pero, ¿por qué le corresponde a las ciencias sociales recordarnos ese hecho?
“Cómo suceden las cosas en realidad no es la única pregunta”, dice. “Sólo es la pregunta que tiene mayor probabilidad de ofrecer una respuesta interesante y no una segura y predecible. A mí me interesa el modo en que ocurre el poder, no sólo decir, ‘Oh, el ejercicio del poder’.” Uno de sus ejemplos favoritos de cómo funciona el poder es el del rol de los intermediarios invisibles que crean lugares para sí mismos en el embrollado núcleo de las burocracias —en Brasil, donde vivió un tiempo, los llaman despachantes, pero un estudiante de Becker ha descubierto equivalentes cercanos en las lavanderías automáticas de Chicago, donde aligeran la carga del sistema de seguridad social. “Ellos obtienen poder del conocimiento de las reglas formales con mayor detalle que los demás,” dice Becker. “Son esas personas a las que se recurre para descifrar el código del sistema. Me interesa más esa clase de ‘cómo’ del poder que el mero hecho del poder.
“¿Qué ofrece la sociología? Bueno, yo expandiría la definición de sociología. El Calvino de ‘Ciudades Invisibles’ es sociólogo. El Robert Frank de ‘Los americanos’ —eso es sociología. Hay algo que estoy seguro que alguna vez dijo David Mamet, aunque nunca he podido rastrear la fuente. Estaba hablando sobre el teatro, y decía que todos están en el escenario por una razón. Todos desean algo. Todos tienen un plan que intentan sacar adelante. ‘¿Por qué?’, ésa es la verdadera pregunta. Y eso es lo que haces. Es como estar mirando una obra teatral y tú —tú eres el tipo que sabe que todos están allí por una razón.”

Acerca de César Guarda

Chumango de Osorno/Chawsrakawin. Estudiante de Antropología en la Universidad Austral de Chile.

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