Cambio de identidad
14 marzo, 2015 2:00 am
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Escribir es un acto solitario, reflexivo y estético por el que uno pretende justificar su existencia. Publicar es otra cosa: un acto social y superfluo de nuestro ego vanidoso. Nos encanta que nos lean, que nos vean, que nos elogien. Los colaboradores de suplementos, que vivimos atentos a ver publicados nuestros trabajos como si solo eso importara en la vida, solemos advertir errores y faltas en las ediciones, y a veces sufrimos los deslices que se cuelan en la prensa. Me ha tocado sufrirlos más de una vez. El director de este periódico suele recordarme –acaso como disculpa y consuelo a la vez- una frase que solía decir don Rafael Herrera, veterano de veteranos del periodismo nacional: “No hay obra humana más imperfecta que un periódico”.
En días recientes, por un error involuntario que ahora no quiero explicar, un texto mío se publicó con la firma de una persona conocida. Eso me hizo recordar una experiencia pasada. En 1998, en la época en que colaboraba para el suplemento “Ventana” del Listín Diario, otro texto mío salió publicado con mi nombre pero con otro apellido. El “error” me sirvió de excusa para escribir unas pocas líneas sobre el sentido de la identidad en nuestro tiempo.
Transcribo ahora para mi probable lector lo que entonces publiqué en circunstancias algo similares a estas:
“Sin humor la vida sería un error. Desde siempre lo he apreciado y practicado. Me hace bien para vivir y me ayuda a ver lo relativo que hay en todos los asuntos humanos. Tomar las cosas por su lado amable es señal de sabiduría. Los temperamentos demasiado serios son infelices y poco sabios. Ignoran la risa, ignoran que pocas –poquísimas- cosas en este mundo merecen tomarse muy en serio. Sí, sin humor la vida sería un error.
Por un error voluntario o involuntario de titulación mi trabajo anterior en esta columna, titulado “Diatribas contra el mal del siglo”, salió publicado con mi nombre acompañado de un apellido que no es el mío. Debajo del epígrafe “La Edad de la Razón”, el titulador escribió Fidel Fleming en lugar de Fidel Munnigh. No sé cómo pudo haberse cometido ese error.
En un primer momento me molestó este cambio o esta confusión. Soy suspicaz y no creo mucho en las buenas voluntades. Después se me pasó la molestia y me lo tomé con humor. Al día siguiente de publicarse el escrito, mis compañeros de labor me gastaron algunas bromas. “Buenos días, doctor Fleming, ¿cómo le va?”. Quien no sabe reír, no sabe vivir. No pude impedir que por más de una semana se me llamara doctor Fleming.
He sido, pues, objeto de un equívoco. Eso me hace pensar en los tantos deslices que a diario se cuelan en nuestra prensa (que no es la mejor ni la peor del mundo, sino simplemente nuestra).
Tengo por costumbre hojear brevemente por las mañanas las páginas de la prensa dominicana. Mis compañeros hacen otro tanto. Todos los días del mundo descubren horrores ortográficos que se publican en nuestros matutinos y vespertinos. Los descubren casi horrorizados (son cultos y sensibles) y me los señalan, como si yo tuviese algo que ver en ello (piensan que me concierne por el hecho de enseñar en la universidad): “Mira, Fidel, lo que escribieron aquí. Pusieron magestuoso, con g de gato, en vez de majestuoso, con jota. Y extradictar, en vez de extraditar. ¡Qué barbaridad!”.
Si hiciéramos una selección de los errores de redacción, de sintaxis o de transcripción que se cometen cada día en los diarios habría material para un libro grueso. No soy partidario de jubilar a la ortografía. En cambio, creo en la necesidad de mejorar el conocimiento del idioma que se habla y se escribe. También creo necesario poner más cuidado en los trabajos que se publican en la prensa.
Recuerdo haber conversado acerca del tema con Ruth Herrera. Le comentaba un día que esos errores –cada vez mayores- se podrían deber a la premura del oficio periodístico y a la presión del trabajo en los periódicos. Menos indulgente que yo, ella no admitía excusas. “Pero para eso están los correctores de estilo”, me decía tajante.
Mi amigo Plinio Chahín suele publicar en estas páginas. Hace algún tiempo escribió un ensayo sobre la poesía de la generación de los años ochenta. Nadie hubiera podido reconocer que se trataba de un trabajo suyo (salvo unos pocos amigos que le reconocimos de inmediato por el tema y también por el estilo y el lenguaje inconfundibles de Chahín) por la sencilla razón de que apareció publicado sin su nombre y apellido. Ello le sirvió de pretexto para otro ensayo. Siempre ocurrente y sugestivo, Plinio escribió un trabajo (que esta vez sí fue publicado con su nombre completo) sobre el olvido del sujeto y la tachadura del yo. Igual le ocurrió a otro amigo, Odalís Pérez, a quien una vez le publicaron sin su nombre un artículo en un vespertino local y un catálogo sobre pintura en la universidad estatal. Su autoría fue tachada por completo.
Mi suerte quizá sea algo más envidiable. A mí no me tacharon ni me borraron, simplemente me cambiaron la identidad. En el escrito yo no era yo, sino otro. Dejaba de ser quien era para el lector y me convertía en una figura nueva, desconocida, que daba pie a un juego: la F se repetía al principio, en la primera sílaba de cada nombre. El titulador, además, me buscó un apellido célebre y sonoro: Fleming. Debo agradecerle el cambio, pues de todos modos me trató bien. Me habría molestado mucho más si, junto a mi nombre, hubiera puesto el apellido de algún capo famoso otro buscado por la policía o de algún tirano de nuestro siglo. Le agradezco el favor de no haberme puesto Fidel Escobar o Fidel Trujillo.
No me apellido Fleming ni soy flemático, pero me gustan mucho el flamenco y el gótico flamígero. No soy científico ni tengo relación especial con la medicina, salvo cuando me enfermo. Detesto al virus maldito que ya se nos ha llevado a tanta gente buena y valiosa. Le detesto y le temo. Confieso que le temo, como todo el mundo, pero soy dueño de mi temor.
A veces lamento no haber nacido genio y no tener una inteligencia excepcional. Me hubiera gustado ser Fleming, por su genialidad y su celebridad. Pero no lo soy y tengo que contentarme con ser quien soy. Si me naciera un hijo, me gustaría que se llamara Alexander. Por Fleming, desde luego. De mi parte sería una especie de homenaje al descubridor de la penicilina.
Esta época ha puesto radicalmente en cuestión la identidad del sujeto y la permanencia del yo. El sujeto no es perpetuamente idéntico a sí mismo. No somos siempre los mismos. “Be yourself, no matter what they say”, canta Sting en “Englishman in New York”. Sería bueno seguir el consejo de Sting, pero sabemos lo difícil que es ser uno mismo sin importar lo que los otros digan, sabemos todo lo que se opone a ello. Puede que la búsqueda de la supuesta identidad sea otro de los tantos improbables de la vida.
Quizá yo no sea yo sino otro. Quizá tampoco sea uno sino dos y los dos habiten en mí. En tal caso, mi probable lector solo habrá conocido a uno de ellos. Mientras más persigo ser yo mismo, menos puedo serlo, más corro el riesgo de extraviarme y confundirme. Acaso el titulador es clarividente y se me adelanta. Para mí mismo, que escribo, soy el otro que quiero ser. Para los otros, que me leen, tal vez solo sea un equívoco, un nombre exótico o una identidad cambiada”.
Don Rafael Herrera tenía razón: ninguna obra humana es tan imperfecta como un periódico.
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