Amores para ser contados: Pedro Henríquez Ureña e Isabel Lombardo Toledano
Pedro fue el segundo de cuatro hijos; Francisco, (Franz,) Max y Camila. Inquieto y talentoso desde su niñez, llegaría a ser el humanista más preclaro de Hispanoamérica, lo cual presiente su madre en el poema que le dedicó: Mi Pedro.
La gigantesca obra de don Pedro abarca: poesía, filosofía, historia, filología, ensayo, cuento, crítica, conferencias, pero antes que nada y por sobre todo fue, como su madre, maestro: en la casa, en la cátedra, en las tertulias.
Viajero errante, se aposentó en Cuba, los Estados Unidos, México y Argentina. En México se graduó de abogado y es en el país azteca, que don Pedro, cumbre del pensamiento dominicano, encuentra el amor, un amor tierno y puro, el cual, debido a su peregrinaje e incesante labor literario, no había aflorado todavía.
Don Pedro llega a México, con una bien ganada fama de respetado intelectual, respondiendo al llamado de su amigo y compañero José Vasconcelos, escritor y político, quien ocupaba la posición de Ministro de Educación, para que lo ayude en el programa educativo y en la campaña contra el analfabetismo, donde él asume grandes responsabilidades.
En una reunión de amigos y escritores, Pedro se reencuentra con su discípulo Vicente Lombardo Toledano; le atrae y llama su atención la belleza de una joven, Isabel, hermana de Vicente. Pedro e Isabel son presentados, y ¡oh milagro!, surge cual llamarada inextinguible el amor, el que penetra, de manera irreversible, en la tenebrez de sus sentidos.
No obstante ser un hombre joven, Pedro de 39 años, le llevaba 20 a Isabel de 19 años. Pero eso no fue obstáculo para la pareja, él consideró a Isabel como la mujer más linda de México; ella vio en él, al Maestro, aureolada su frente con los laureles de la sabiduría, y lo admiró y lo amó; y se amaron con el ímpetu del primer amor.
Comenzaron pues sus relaciones y Pedro tuvo que viajar a Sur América:Brasil, Argentina, país que lo conquista , acompañando al ministro Vasconcelos. Pedro le escribe cartas a su prometida, verdaderas joyas literarias.
Isabel nació en Puebla, y creció en el seno de una familia acaudalada, propietaria de minas. Fueron 11 hermanos, de los cuales, 9 llegaron a la adustez. Formaban un nucleo familiar muy unido.
A su regreso, Pedro e Isabel, enamorados y ansiosos, se casan el 23 de mayo de 1923. José Vasconcelos y Daniel Cosío Villegas, firman como testigos, el que fue bendecido por la Iglesia Católica.
En México nace el primogénito de la feliz pareja, a quien ponen el nombre de Natacha, como la heroína de Tolstoi. Luego don Pedro se traslada definitivamente a la Argentina, donde se establece, junto a su familia, en La Plata, y pasa a ser profesor en las universidades de Buenos Aires y La Plata.
Isabel, amante compañera y esposa, lo sigue sin quejas, no obstante sentir inmensa nostalgia por su patria, sus familiares, sus costumbres y hasta por la comida.
Nace la segunda hija del matrimonio, la que llaman Sonia (Sofía), en Buenos Aires.
En el 1931, atraído por la fama del gran humanista, el presidente Rafael Trujillo, invita a don Pedro a ocupar en su gobierno, el cargo de Superintendente de Enseñanza, su hermano Max, ocupaba el cargo de Secretario de Educación.
Entusiamado y rebosante el pecho de alegría, por volver al lar nativo luego de 30 años de ausencia, don Pedro, después de consultarlo con doña Isabel, acepta.
A finales del año 1931, acompañado de su esposa e hijas, pisa emocionado suelo dominicano. El recibimiento que se le hizo en el muelle de Santo Domingo, fue apoteósico: estudiantes, maestros, funcionarios. Bien pronto se dio cuenta Don Pedro, que su permanencia en la patria se hacía imposible, por la tiranía y dictadura impuestas por Trujillo. Acaso fue uno de los primeros en vislumbrar, hacia donde encaminaba el país. Tomando todas las precauciones necesarias, sacó a doña Isabel y a las niñas y luego él mismo deja el país, para nunca más negras: 29 de junio de 1933.
De vuelta a Buenos Aires, reasume su cátedra en la universidad de la Plata y crece: su obra literaria, sus alumnos, sus admiradores y seguidores, así como sus contactos con los más notables escritores de la época.
El 12 de mayo de 1946, fue un día como cualquier otro. Don Pedro se despidió como siempre de su amada Isabel, besó a sus hijas y fue hasta la estación de trenes, a tomar el que lo llevaría a La Plata que ya empezaba su marcha, y él corrió para alcanzarlo. Un amigo le señaló un sitio a su lado. Se sentó, agachó su noble cabeza, y partió, mayestático y sereno, hacia senderos desconocidos. Había muerto de un infarto fulminante. Tenía 62 años de edad. Henríquez Ureña, quien nunca renunció a la ciudadanía dominicana, se marchó sin ruidos, sin estridencias. Isabel, la mujer más hermosa de México, para él , había permanecido 23 años a su lado, apoyándolo, cuidando de él y de sus hijas, acompañándolo en viajes, trayéndose sus nostalgias y añorando la presencia de sus familiares, devota siempre del hombre bueno, sencillo, sabio, buen padre y buen marido.
Los restos del más grande humanista dominicano se encuentran supultados junto a los de su madre, la poetisa Salomé Ureña, en el Panteón Nacional de Santo Domingo.
Pedro e Isabel, juntos, gracias al amor, en su tiempo en la tierra, y unidos también, en ese especial lugar ignoto de las galaxias.
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