Juicio de residencia
por Antonio Caballero
http://www.semana.com/opinion/articulo/juicio-residencia/51141-3
Andrés Pastrana ha sido sin disputa el peor gobernante que hemos tenido aquí desde los tiempos de Gonzalo Jiménez de Quesada
Juicio de residencia
En tiempos de la Colonia existIa en la América
española una figura jurídica que se llamaba “juicio de residencia”.
Cuando cambiaba un virrey o un presidente de Audiencia, la Corona
enviaba a un visitador a que averiguara in situ cómo había sido su
gobierno. Y el resultado solía ser que el alto funcionario investigado
volvía a España cargado de cadenas en la sentina de un galeón
de la Flota de Barlovento. Porque ya desde esos remotos tiempos nuestros gobernantes eran tal como son hoy: ineptos y corruptos. Pero por lo menos los juzgaba alguien (aunque fuera tan inepto y corrupto como ellos). Los juicios de residencia, si no benéficos para el buen gobierno por lo menos satisfactorios para los mal gobernados, se acabaron con la Independencia, que por lo visto sólo sirvió para eso. Pero valdría la pena resucitarlos ahora, cuando se va (para España, pero no cargado de cadenas) Andrés Pastrana, que ha sido sin disputa el peor de todos los gobernantes que hemos tenido aquí desde los tiempos de Gonzalo Jiménez de Quesada (de los zipas y los zaques sabemos poco). En vista del estado en que deja a Colombia habría que pedirle cuentas. Y, si es posible, cobrárselas.
Claro está que en estricta justicia habría que pedirles y cobrarles cuentas también a todos sus predecesores, uno por uno, porque la minuciosa destrucción del país no ha sido obra de Pastrana solito, sino de mucha gente: presidentes de la República, parlamentarios, ministros, jueces, periodistas, empresarios, terratenientes, jefes guerrilleros, arzobispos, narcotraficantes y embajadores de los Estados Unidos. “Si soy corresponsable del desastre, no me doy cuenta”, decía hace poco en sus memorias dictadas el ex presidente Alfonso López. Ninguno de los responsables se hace responsable, porque a ninguno se le piden cuentas. Y cuando se les piden se disculpan diciendo, como el ex presidente Ernesto Samper, que todo ocurrió “a sus espaldas”. O, como el ex presidente César Gaviria, se declaran “perplejos”. O, como el ex presidente Virgilio Barco, achacan todo a “fuerzas oscuras”. O, como el ex presidente Belisario Betancur, dicen que lo que pasaba era que “oían voces desde las alturas”. Sí. Habría que pedirles cuentas a todos ellos. Pero a Pastrana más. No sólo porque ha sido el más reciente, sino porque ha sido el peor, en un país de pésimos gobernantes.
Tal vez diga, en su descargo: “Pero si yo no goberné. Yo ni siquiera estuve aquí”. Y será verdad, pero eso no lo exculpa.
En los cuatro años del gobierno de Andrés Pastrana —o de su desgobierno, o de su ausencia remunerada del país— Colombia se hundió como una piedra (ojo: no hasta el fondo: todavía puede hundirse más en la sangre y el desorden, en la corrupción y en la miseria). Se agravó desaforadamente la situación de orden público: se triplicó la guerrilla, se decuplicaron los paramilitares y las Fuerzas Armadas del Estado (cada día más incapaces) sólo pueden controlar las grandes ciudades y los pueblos grandes, pero ninguna carretera, ningún río, y casi ningún puerto ni aeropuerto, que son coladeros de armas de importación y drogas de exportación. Pues también el problema de la droga ha crecido en estos cuatro años frívolos y miserables: los sembradíos, la deforestación, el envenenamiento de las aguas, el número de adictos, la producción, la corrupción. Han aumentado los asesinatos —30.000 al año—, y los secuestros —3.000 al año—, y los desplazamientos de personas amenazadas por la violencia —dos millones en estos cuatro años—, y los exiliados del país
—300.000, entre ricos y pobres—, y la fuga de capitales: incalculable. Todo lo cual
—más la frivolidad, más la corrupción, más el despilfarro, más el sometimiento al Fondo Monetario y a los Estados Unidos— ha desguazado hasta los huesos la economía nacional: no hay empleo, no hay inversión, todas las empresas y todas las familias
—con excepción de las que han hecho negocios a la sombra del gobierno— están en quiebra. Hay hambre. Y estoy seguro de que el sonriente presidente Pastrana ni siquiera ha dado una limosna en un semáforo superpoblado de mendigos. La salud pública ya no existe: han cerrado la mitad de los hospitales, y los demás están quebrados. La educación ha retrocedido 20 años: se cierran las escuelas, los niños abandonan el bachillerato, las universidades se vacían porque ya nadie tiene con qué pagar la matrícula. La deuda del Estado se ha inflado de modo descomunal: ya equivale a la mitad del Producto Interno Bruto. La poca soberanía que no habían entregado o vendido sus predecesores la ha regalado Pastrana: por eso le sonríen a él el español Aznar o el norteamericano Bush, mientras a los demás colombianos nos tratan como a perros en todo el mundo.
¿No creen ustedes que habría que hacerle a Pastrana un “juicio de residencia”, como los de la Colonia? Al fin y al cabo, es gracias a él que otra vez somos una colonia.
de la Flota de Barlovento. Porque ya desde esos remotos tiempos nuestros gobernantes eran tal como son hoy: ineptos y corruptos. Pero por lo menos los juzgaba alguien (aunque fuera tan inepto y corrupto como ellos). Los juicios de residencia, si no benéficos para el buen gobierno por lo menos satisfactorios para los mal gobernados, se acabaron con la Independencia, que por lo visto sólo sirvió para eso. Pero valdría la pena resucitarlos ahora, cuando se va (para España, pero no cargado de cadenas) Andrés Pastrana, que ha sido sin disputa el peor de todos los gobernantes que hemos tenido aquí desde los tiempos de Gonzalo Jiménez de Quesada (de los zipas y los zaques sabemos poco). En vista del estado en que deja a Colombia habría que pedirle cuentas. Y, si es posible, cobrárselas.
Claro está que en estricta justicia habría que pedirles y cobrarles cuentas también a todos sus predecesores, uno por uno, porque la minuciosa destrucción del país no ha sido obra de Pastrana solito, sino de mucha gente: presidentes de la República, parlamentarios, ministros, jueces, periodistas, empresarios, terratenientes, jefes guerrilleros, arzobispos, narcotraficantes y embajadores de los Estados Unidos. “Si soy corresponsable del desastre, no me doy cuenta”, decía hace poco en sus memorias dictadas el ex presidente Alfonso López. Ninguno de los responsables se hace responsable, porque a ninguno se le piden cuentas. Y cuando se les piden se disculpan diciendo, como el ex presidente Ernesto Samper, que todo ocurrió “a sus espaldas”. O, como el ex presidente César Gaviria, se declaran “perplejos”. O, como el ex presidente Virgilio Barco, achacan todo a “fuerzas oscuras”. O, como el ex presidente Belisario Betancur, dicen que lo que pasaba era que “oían voces desde las alturas”. Sí. Habría que pedirles cuentas a todos ellos. Pero a Pastrana más. No sólo porque ha sido el más reciente, sino porque ha sido el peor, en un país de pésimos gobernantes.
Tal vez diga, en su descargo: “Pero si yo no goberné. Yo ni siquiera estuve aquí”. Y será verdad, pero eso no lo exculpa.
En los cuatro años del gobierno de Andrés Pastrana —o de su desgobierno, o de su ausencia remunerada del país— Colombia se hundió como una piedra (ojo: no hasta el fondo: todavía puede hundirse más en la sangre y el desorden, en la corrupción y en la miseria). Se agravó desaforadamente la situación de orden público: se triplicó la guerrilla, se decuplicaron los paramilitares y las Fuerzas Armadas del Estado (cada día más incapaces) sólo pueden controlar las grandes ciudades y los pueblos grandes, pero ninguna carretera, ningún río, y casi ningún puerto ni aeropuerto, que son coladeros de armas de importación y drogas de exportación. Pues también el problema de la droga ha crecido en estos cuatro años frívolos y miserables: los sembradíos, la deforestación, el envenenamiento de las aguas, el número de adictos, la producción, la corrupción. Han aumentado los asesinatos —30.000 al año—, y los secuestros —3.000 al año—, y los desplazamientos de personas amenazadas por la violencia —dos millones en estos cuatro años—, y los exiliados del país
—300.000, entre ricos y pobres—, y la fuga de capitales: incalculable. Todo lo cual
—más la frivolidad, más la corrupción, más el despilfarro, más el sometimiento al Fondo Monetario y a los Estados Unidos— ha desguazado hasta los huesos la economía nacional: no hay empleo, no hay inversión, todas las empresas y todas las familias
—con excepción de las que han hecho negocios a la sombra del gobierno— están en quiebra. Hay hambre. Y estoy seguro de que el sonriente presidente Pastrana ni siquiera ha dado una limosna en un semáforo superpoblado de mendigos. La salud pública ya no existe: han cerrado la mitad de los hospitales, y los demás están quebrados. La educación ha retrocedido 20 años: se cierran las escuelas, los niños abandonan el bachillerato, las universidades se vacían porque ya nadie tiene con qué pagar la matrícula. La deuda del Estado se ha inflado de modo descomunal: ya equivale a la mitad del Producto Interno Bruto. La poca soberanía que no habían entregado o vendido sus predecesores la ha regalado Pastrana: por eso le sonríen a él el español Aznar o el norteamericano Bush, mientras a los demás colombianos nos tratan como a perros en todo el mundo.
¿No creen ustedes que habría que hacerle a Pastrana un “juicio de residencia”, como los de la Colonia? Al fin y al cabo, es gracias a él que otra vez somos una colonia.
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