Cuando las mujeres heredaban (y desheredaban)
Los sumerios otorgaban a las féminas una serie de
derechos que, en ocasiones, no hemos vuelto a ver hasta principios del
siglo XX. Uno de los más destacados era el derecho a percibir una
herencia y, además, a recibirla en la misma cuantía que sus hermanos
varones. Este detalle ocasionaba problemas en el caso de que la familia
poseyera algún tipo de negocio próspero, pues los posibles hijos de las
hermanas molestaban a los hermanos varones. Para evitarlo, se enviaba a
la hermana de turno a un recinto sagrado para que ejerciese como
sacerdotisa Naditu. Una Naditu (en sumerio “yerma”) era bastante parecida a una monja cristiana de hoy día.
En algunos casos debían vivir enclaustradas en el Giparu, el edificio donde residía la gran sacerdotisa, y en otros casos, aunque se les permitía salir del recinto sagrado, no se les dejaba asistir a determinados actos públicos y, sobre todo, se les imponía la prohibición de tener hijos. Entre ciudades y recintos sagrados había diferencias acerca de las restricciones a las que estaban sujetas, pero en general, la más común era la de permanecer vírgenes. De esta forma, al no poder procrear, la parte de la herencia recibida por la hija volvía a los hermanos varones. Curiosamente, y debido a esa diferencia de criterio que había entre los distintos templos, en alguno de ellos sí que se les permitía adoptar e incluso practicar sexo. ¿Cómo se las arreglaban para tener sexo sin hijos? Pues por esta vez no vamos a “anal-izar” el problema y lo dejaremos a la imaginación del lector, pues estamos en horario infantil.
Estas leyes tan curiosas producían casos interesantes, que en ocasiones nos resultan muy modernos y no dejan de llamar nuestra atención. Uno de ellos, singular e ilustrativo, se encontró en una tablilla con una resolución judicial encontrada en las excavaciones de la ciudad de Larsa. Por lo visto, una muchacha, hija de un panadero acomodado, había sido enviada como Naditu al Templo de Ishtar de dicha ciudad. Con los años, y gracias a su habilidad para los negocios, se enriqueció y no solo adoptó como hija a una sacerdotisa más joven, sino que desheredó a sus dos hermanos. Estos, furiosos al ver que se les escapaba el “premio”, denunciaron a la hermana. Ella presentó testigos que declararon que sus hermanos la habían enviado al templo sin medio alguno de vida, lo que violaba las leyes, pues a una Naditu había que proveerla durante toda su vida de ajuar y alimentos. Los testigos aseguraron que la pobre chica, al llegar al Giparu, había tenido que pedir un préstamo “incluso para disponer de un cuenco y una cuchara”. El juez, en vista de lo declarado, no solo sentenció que ella tenía derecho a adoptar a quien le viniese en gana y dejar a esa persona sus bienes, sino incluso a desheredar a sus parientes, que se quedaron compuestos y sin herencia.
Suena a novela de Dickens, pero es bien cierto que, como decía Oscar Wilde, la vida imita al arte.
Colaboración de Joshua BedwyR autor de En un mundo azul oscuro
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