Hacía unas horas que se había puesto el
sol. La luna llena coincidía con esa noche de pernocta en la base de la
montaña y, junto con las linternas sobre nuestras frentes, eran lo único
que iluminaba todo a nuestro alrededor. Un lugar inhóspito, rocas
negras, riachuelos de aguas muy frías, tiendas de acampar, todos en la
base de esa pared imponente, indiferente ante la contemplación de los
exploradores más atrevidos, incautos y aventureros que llegamos allí,
luego de dos días de caminata para emprender el último tramo de subida
por la rampa hacia “el mundo perdido”, como lo llamó Sir Arthur Conan Doyle. La cima del tepuy Roraima.
Los tepuyes son formaciones geológicas
con miles de millones de años de antigüedad. Vistos desde lejos se
asemejan a una mesa, por el ángulo recto que forman sus paredes
verticales y la pared horizontal, caminando hacia su cima es cuando pude
apreciar sus formas sinuosas, escarpadas, rocosas, rodeadas de árboles
en su base y con caídas de agua desde la cima, formando cascadas de
caudal abundante durante la temporada de lluvia.
El Roraima es el tepuy más
imponente de la zona por ser el de mayor altura, en su punto más alto
sobrepasa los 2800 metros. Está ubicado en el Estado Bolívar hacia el
sureste de Venezuela, específicamente en el Parque Nacional Canaima,
uno de los más grandes del mundo. Para los pemones, la comunidad
indígena que allí habita, los tepuyes son montañas sagradas,
inspiradoras de leyendas y mitos que forman parte de sus tradiciones.
Roröima Tepü es su nombre en lengua pemón, en sentido literal significa “montaña azul”.
En la mitología indígena se le conoce
como “madre de todas las aguas” por las numerosas cascadas que bajan
desde la cima y son fuente de algunos ríos cercanos que fluyen hacia el
río Amazonas como el río Esequibo y el río Orinoco. Otros lo reconocen
como “árbol de todos los frutos”, por la existencia de una leyenda que
relata la presencia de un enorme árbol que daba toda clase frutos,
alimentando a las tribus de esta región. Ambas acepciones aluden al
origen de la vida, atribuida a los tepuyes que se encuentran por toda la
Gran Sabana.
Matawi Tepuy, si lo subes te mueres.
Conocido como tepuy Kukenan, es el
“hermano menor” del Roraima. En la caminata desde Paraitepuy de Roraima,
poblado indígena desde donde se inicia la caminata a la cima, se pueden
ver ambos tepuyes desde varios ángulos y también uno de los saltos de
agua más grandes del mundo como es el Salto Kukenán.
Aquella noche en el campamento base, teníamos a la derecha la pared del Roraima y podíamos ver de frente la pared del Kukenán
por donde cae el salto de agua. En medio de tertulias viajeras y
fotografías que hacíamos a la luna llena que nos acompañaba, vimos una
luz diminuta desde la distancia que provenía del Kukenán. Serían
luciérnagas o personas, pensamos. Después de hacer un intercambio de
señales con nuestras linternas, comprobamos que la luz titilaba al mismo
ritmo marcado por nosotros, eran exploradores, de los más osados, esos
que viajan atraídos por lugares peligrosos y prohibidos. Kukenán, es conocido por los indígenas como Matawi tepuy, significa en su lengua “si subes, te mueres”.
Dicen que espíritus malignos habitan en
la montaña. Dicen que su energía es negativa en contraposición a la
energía positiva del Roraima que da equilibrio. Dicen que un joven
expedicionario perdió la vida en su cima en el año 1998 y, luego de
meses de búsqueda, no encontraron rastros de su presencia en la montaña.
Desde entonces está prohibido subir al tepuy porque se le atribuye la
muerte de quienes retan sus escarpados senderos.
La subida es altamente peligrosa, con
tramos de rapel, escalada, superficies inestables, un paso por donde
sólo se puede cruzar encorvando la espalda, limitados por la altura de
las piedras en la pared del tepuy y al otro lado un precipicio de varios
metros de altura. En la cima, sólo se puede recorrer una décima parte
de la superficie porque existe una grieta enorme que divide la montaña,
impidiendo el acceso a los excursionistas. Es como si la naturaleza diera su mensaje cuando no quiere ser visitada y prefiere ser admirada desde lejos.
Solo esa noche tuvimos contacto con los valientes que decidieron arriesgarse.
Llegada al punto triple.
La caminata hacia la cima del tepuy
Roraima tiene toda clase de obstáculos. Sorteamos los ríos Tek y
Kukenán, sujetados a cuerdas y haciendo cadenas humanas, por la crecida
del caudal con el agua cerca de las caderas. Subimos la cresta, elevación
llamada así porque asemeja una cresta de gallo, (se puede intuir su
dificultad gracias a este nombre). Nos bañamos ascendiendo por el “paso
de las lágrimas”, caída de agua avasallante que baja por las paredes del
tepuy, no supe si le llaman así porque parecen lágrimas cayendo sobre
las mejillas, más bien creo que es porque provoca llorar del miedo
cuando sientes las piedras de apoyo deslizándose bajo tus pies
arrastradas por la fuerza del agua.
Cuando las rodillas me empezaron a
fallar, a causa de las enormes piedras dispuestas como escaleras,
descubriendo a cada paso que me movía por fuerza interior y no por
fuerza de mis músculos, aparecieron “los guardianes”, formaciones
rocosas tan ceremoniales y majestuosas que nos brindaron su protección y
nos dieron la bienvenida a la anhelada cima.
El paisaje revelado es único. No se
trata de coronar la cima y en pocas horas desandar el camino por donde
vinimos. Después de tres días de ascenso, en este punto inicia la mejor
parte del viaje. Sobre esta “mesa” está servido un suculento banquete de
la naturaleza con una degustación de platos que solo pueden encontrarse
allí. Gigantes piedras de color negro, con siluetas dibujadas
por la imaginación del viajero, unas con forma de “Maverick”, una
locomotora, un mono comiendo helado. El “valle de los
cristales” cubierto por miles de piedras de cuarzo puro, los “jacuzzis”
de piedra para bañarse con agua helada purificante, “la fosa” un enorme
agujero entre las rocas con una laguna en su interior, los sapitos de
color negro mimetizándose con las rocas, pequeños como la yema de los
dedos, las elegantes bromelias como vegetación endémica con el verde que
contrasta todo el paisaje, la arena fina de color rosa colándose entre
las rocas y la vista privilegiada de la Gran Sabana desde “la ventana”.
El trayecto escogido sobre la cima duró
diez horas, a veces, caminando sobre una superficie irregular y
resbaladiza bañada por el rocío de la neblina, otras, saltando entre
rocas separadas por un abismo. Se plantea una lucha constante entre la
fortaleza mental y la capacidad física. La niebla es caprichosa sobre el
tepuy, aparece y se desvanece. Es tan misteriosa que caminando por los
mismos lugares con o sin neblina no podía reconocer que se trataba del
mismo sitio.
La llovizna, los cielos nublados, el sol
radiante y el azul despejado, hacen una especie de danza intercambiando
protagonismo. Cada paso marcaba el camino hacia lo que se convertiría
en el momento estelar del viaje. La neblina se fue disipando y al fin
llegamos al “punto triple”, es el hito que demarca la frontera entre
Brasil, Guyana y Venezuela. Pudimos estar en tres países al mismo tiempo
dando solo tres pasos entre uno y otro. La adrenalina nos hizo saltar
con la misma pericia que saltan las cabras sobre las rocas para llegar a
este punto. Es un lugar donde percibimos el misticismo atribuido a
estos parajes naturales, sentimos cómo la energía ahuyentaba las nubes y
relucía la majestuosidad de la naturaleza.
Solo minutos transcurrieron para
observar un horizonte interminable de formaciones rocosas con las
figuras más diversas que la imaginación puede captar. La energía de
todos los que teníamos el privilegio de estar allí era como un remolino
que fue arrastrando las nubes, regalándonos la posibilidad de grabar
esas imágenes en nuestra memoria, inspirando el deseo de volver cada vez
recuerdo la experiencia.
Esto es Roraima. El total del recorrido
fueron seis días, ascendiendo, andando sobre la cima y descendiendo
hacia el punto de partida, cargados de una energía que te protege y te
desborda. Seis días incomparables. Han pasado tres años y sigo
aprendiendo de este viaje.
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