domingo, 19 de octubre de 2014

LOS PLACERES DE LA MESA ROMANA.

¿En que gastaban los romanos su fortuna? Numerosas villas, algunas de ellas de verdadero lujo, fueron edificándose en las ciudades importantes o sus cercanías, a medida que iba aumentando la riqueza de sus pobladores y, sobre todo, de los ricos veraneantes procedentes de las grandes poblaciones.
Las comidas no diferían en mucho, naturalmente, en todas las ciudades romanizadas. Veamos pues, cómo era la comida romana.
Primitivamente se hacía un almuerzo (jentaculum), una comida (cena) y una cena modesta (vesperna). Posteriormente se comenzó a hacer un primer desayuno (jentaculum), un segundo almuerzo (prandium o merienda) y una comida (cena), que en casa de los ciudadanos más acomodados, podía hacerse seguir de otra cuando recibían invitados. Era lo que se llamaba la comissatio.
El primero de los almuerzos tenía lugar entre las siete y las nueve de la mañana (para ellos, la tercera o cuarta hora), dependiendo de ello de la estación del año en que se encontraran. Solía ser una comida más bien ligera: pan mojado en vino o acompañado de miel, dátiles, aceitunas, pasta y queso.

A la sexta o séptima hora (lo que para nosotros sería aproximadamente el medio día) tenía lugar el gran almuerzo, la comida principal. En ella se servían manjares en frío o en caliente, indistintamente. Plauto menciona diversas especies de embutidos formando parte de ellas. Las legumbres, verdes os secas, el pescado, los huevos, las setas, las frutas, son igualmente mencionados por este autor. Sin embargo, a veces podían contentarse fácilmente comiendo las sobras del día anterior.
Respecto a las bebidas -más adelante nos referiremos detalladamente a ellas-, se consumía vino puro o mezclado con miel.
La palabra merenda, que sobre todo se refería a la comida que los esclavos hacían por la tarde, fue después aplicada genéricamente a cualquier clase de comida tomada sin preparativos, en oposición a la cena y al prandium propiamente dicho.
La comida o cena tenía lugar al final de la jornada, en el sentido que a esta palabra se daba entonces, es decir, entre las dos y las tres de la tarde. Después de la una, hora en que se terminaba generalmente la jornada del negocio, se tomaba un baño para a continuación sentarse a la mesa. Comer a hora menos avanzada se consideraba poco conveniente. En las buenas casas, en la época en que el lujo comenzaba a inundar las ciudades, la comida se podía prolongar durante toda la tarde, cuando no duraban la noche entera y eran acompañadas de una orgía general.
Nos dará idea de la frugalidad de aquellas comidas el saber que Plinio el Mayor, afamado por su ordenada vida, se levantaba de la mesa después de permanecer en ella "solamente" tres horas. Consideramos, sin embargo, que aquellos momentos eran dedicados por los nobles a las más variadas conversaciones sobre arte o literatura, o incluso a leer alguno de los clásicos. A veces se hacían llevar también cantores, músicos, comediantes, bailarinas o cualquier otra diversión que amenizara o facilitara la pesada digestión.

El comedor (triclinium), estaba dispuesto, como su nombre original indica, de modo que los comensales pudieran tenderse en lechos. En un principio la comida la efectuaban sentados, junto al hogar, en el atrium, donde el padre poseía el privilegio de comer echado, en tanto que la madre permanecía sentada al pie del lecho y los hijos ocupaban escabeles, separados a veces incluso de mesa, donde también las raciones eran menores y no de todos los platos de los que comía el cabeza de familia.
En la misma habitación, aunque separados y en bancos de madera, comían los esclavos, que también podían hacerlo simplemente encima del hogar. Ello era costumbre sobre todo en el campo. Más tarde se fueron disponiendo salas especialmente habilitadas para cuando había invitados, y las mujeres y los hijos acabaron por tener acceso a ellas. Desde aquel momento, se mezclaron en las conversaciones de los hombres e incluso se les permitió comer tendidos. Llegaron a hacerse comedores adecuados a las distintas estaciones del año. El triclinium de invierno solía estar en la planta baja, mientras en verano era trasladado a un piso superior, o bien los lechos se colocaban debajo de un cenador o emparrado, en el patio o jardín.
El número de invitados solía ser de nueve, y la disposición del comedor era, por tanto, permanente. El mobiliario estaba compuesto de dos partes esenciales: una gran mesa cuadrada en medio  y en forma de herradura, tres lechos a otros tantos lados de ella, quedando el cuarto lado reservado para el servicio. Cada lecho era un ancho tablado de madera que formaba un plano inclinado en sentido contrario a la mesa. Sobre él extendían colchones (tori) y mantas (stragulae). Los tres lechos eran de la misma longitud y con capacidad para tres personas. Los puestos estaban separados por un cojín o almohada guarnecida (pulvinus), y el borde más alto del lecho excedía poco el nivel de la mesa. Los convidados se tendían de lado, con la parte superior del cuerpo apoyada en el codo. Aquella postura, naturalmente, era variada a lo largo de la comida, dada la duración que esta tenía.

El lecho central (medius), era el primero en orden, el de la izquierda (secundus) el segundo, y el de la derecha (imus) el último. Los dos primeros se reservaban para los convidados y el tercero para la familia. el puesto de honor de cada lecho era el de la izquierda, excepto en el lecho central, que era el de la derecha, y que estaba junto al dueño de la casa. Más adelante se adoptó la mesa de forma circular u ovalada, alrededor de la cual se colocaba un lecho un lecho continuo de la misma forma.
En cualquier caso, la mesa era adornada con tapices, ya que el único mantel utilizado era el enjuga manos, puesto que casi todo se comía con los dedos. Más tarde se dispuso de servilletas, pero los manteles continuaron siendo desconocidos como tal, siendo suficiente, al terminar la comida, con pasar un paño por la mesa.
Las servilletas las llevaba el propio invitado, teniendo el doble uso de servir para limpiarse y de recoger los pequeños obsequios que el anfitrión repartía al acabar la comida o los restos del festín.
Aunque los alimentos líquidos se tomaban con cuchara, los cubiertos eran utilizados casi exclusivamente fuera de la mesa, para trinchar los alimentos antes de servirlos. Los servicios se disponían en fuentes de madera o de plata, o aveces en anaqueles que contenían varios de estos recipientes. Un esclavo servía por turno a los comensales, cada uno de los cuales tomaba el trozo de carne que deseaba comer. El pan y el vino se servían durante toda la comida con regularidad.
Una cena estaba compuesta generalmente de tres partes : la gustatio, la cena propiamente dicha, y el postre o secundae mesae.
La gustatio, llamada también promulsis, comprendía esencialmente entremeses, manjares destinados a estimular el apetito. Eran huevos, ensaladas, hortalizas, pescados salados, ostras y otros mariscos. A veces se añadían pasteles y asados de ave, y se bebía vino dulce (mulsum).

En cuanto a la cena, durante mucho tiempo se contentaron con dos platos. Posteriormente, la cifra normal era de tres, sin perjuicio de que en ocasiones excepcionales fuera de siete o más. Cada uno de estos platos estaba compuesto, a su vez, por varios manjares distintos.
El comienzo de la comida empezaba con una invocación a los dioses. De igual modo, después de la cena se hacía un sacrificio a los dioses lares. A tal fin, durante la comida se llevaban al hogar diversas viandas, especialmente tortas de harina tostada y mezclada con sal, y una copa de vino.
Llegado el momento del postre o secundae mesae, se comenzaba a beber abundantemente, ya que hasta entonces se había hecho con moderación, por considerar que el vino impedía apreciar los manjares en su justo sabor.
Macrobio nos ha dejado testimonio de una comida de la época:
Gustatio.   1.º, mariscos: erizos de mar, ostras a discreción, percebes, cuchillos de mar; 2.º, tordos; 3.º gallina cebada con espárragos; 4.º, tarrina de ostras y de mariscos cocidos, caracoles blancos y negros, cuchillos de mar, glicomorides, ortigas de mar; 6.º, papafigos; 7.º, filetes de corzo y de jabalí; 8.º, pasteles de aves cebadas; 9.º, papafigos; 10.º, mariscos: múrices y púrpura.
Cena.   1.º, ubres de cerda; 2.º, cabeza de jabalí; 3.º, plato de pescado variado; 4.º, plato de ubres de cerda; 5.º, patos; 6.º, cercetas cocidas; 7.º, liebres; 8.º, aves asadas.
Postre. Crema de harina y bizcochos.
Realmente sorprendente... Así se explica la famosa costumbre, común entre los ciudadanos del imperio, de tomar vomitivos antes o después de las comidas con el fin de poder comer mayor numero de manjares...
Frecuentemente, después de la comida, ya inmediatamente o transcurrido un espacio de tiempo, se iniciaba otra comida (comissatio), en la que solamente se bebía, se charlaba y se dedicaba a la diversión. En ella eran muchas veces admitidos que no habían participado en la comida principal. Así, convidados de una casa marchaban a la del amigo para asistir simplemente al comissatio. Esta costumbre parece heredada de Grecia, como también el adornarse de flores, perfumarse o elegir un presidente de mesa (arbiter bibendi). Este presidente era precisamente el que se encargaría de escoger el vino, decidir la cantidad de agua que había que añadírsele y el orden en que debían llenarse las copas. Frecuentemente se brindaba por alguno de los presentes, siendo obligado hacerlo por el emperador y por el ejército en la época imperial.

La más típica especialidad culinaria de los romanos era el garum. La elaboración de este producto constituía una verdadera industria de grandes beneficios puesto que traspaso las puertas de la ciudades que lo fabricaban para ser conocido en todas las provincias del imperio.
El garum era condimento imprescindible en todas las comidas romanas. Elaborado a base de pescado, servía para sazonar las legumbres, el pescado, la carne y toda clase de platos. La elaboración del garum se hacía amasando un buen trozo de sal, y en ella se echaban varios pescados, caballa y atún sobre todo -el garum de menos calidad estaba hecho a base de anchoa-. El pescado, en contacto con la salmuera, producía una especie de autodigestión provocada por sus propios jugos digestivos; el papel de la sal era la de prevenir cualquier riesgo de descomposición. El producto obtenido se reducía de tamaño en marmitas y, envasado en ánforas, era distribuido por todo el imperio con la denominación de garum gaditanum, hispanicum o ponpeianum, dependiendo del lugar de procedencia.
Es obligado, la hablar de las comidas y del arte culinario en las ciudades romanas, hacer referencia a los establecimientos públicos de comida y bebidas: veamos como estaba organizado el negocio de hostelería en la ciudad.
Los profundos surcos que pueden apreciarse en las cuidadosamente pavimentadas calles no eran producidos solamente por los carruajes de paseantes, sino por  los pesados carromatos que marchaban cargados de abundantes productos con destino a los puertos marítimos. Las calles más principales de la ciudad estaban repletas de establecimientos en los que se ofrecían comidas y platos calientes diversos a traficantes y negociantes que por ellas se veían obligados a pasar. Eran las thermopoles, nombre que hace alusión precisamente a los platos calientes. En un rincón de estos establecimientos había instalado un especie de horno que permitía la conservación de los alimentos a la temperatura deseada. En el mostrador, situado a la derecha, el patrón servía aceitunas, charcutería y pescados en conserva, ya en bocadillos o colgados del muro... Detrás de él, un estrecho pasillo conducía a las habitaciones del interior. Aquellas tabernas eran frecuentadas por las clases más populares y, sobre todo, por las "sacerdotisas" de una Venus comercializada, y que cobraban precios muy reducidos por habitación (1 ó 2 ases, teniendo en cuenta que, según una tablilla de tarifas encontradas, por un as podía comprarse una silla o una lámpara de aceite y por 2 ases un pescado no muy grande. Sabemos además, que estás mujeres cobraban 1 as por la habitación...) Aquellas hospitalarias personas, que intervenían también con su voto en las elecciones municipales, pertenecían al mismo tiempo a la plantilla de otro tipo de establecimientos cuya proliferación iba indefectiblemente ligada al desarrollo y opulencia de las ciudades: los lupanares. También esta clase de negocios, disponían de llamativos carteles anunciadores, ¡del mismo modo que las panaderías, las tintorerías o el circo!

Estos establecimientos, que hoy bien podíamos llamar tabernas se hallaban en todas las ciudades del imperio. Veamos lo que de ellos nos dice Dézobry en Rome au siécle d'Auguste:
Se llama propinae a los establecimientos donde se venden comidas. En ellas se prepara el alimento del pueblo, de los esclavos y de los obreros, en ellas hay todos los comestibles que se consumen habitualmente: altramuces, guisantes cocidos en agua, y que comidos fríos alimentan al tiempo que quitan la sed; ciceros o garbanzos, que se venden cocidos o fritos; habas con sus vainas, o repollos crudos, y algunas otras legumbres aderezadas con vinagre; nueces fritas, polenta, harina de cebada tostada, acelgas, cuya falta de sabor natural desaparece en una salsa compuesta de vino y pimienta; cabeza de carnero cocidas, carne de cerdo sobre todo; salchichas, a las que eran muy aficionados, y todo ello con mucho ajo, muchas cebolletas y otros ingredientes muy fuertes, acompañados de un pan ordinario de trigo o cebada que se llama pan plebeyo.
Los pobres encuentran con qué satisfacer su apetito en esos figones por el precio aproximado de 2 ases. Las comidas están siempre preparadas y siempre cociendo. Una especie de mostrador de ladrillos, donde están fijas cuatro grandes vasijas de barro, que sirven para guardar las comidas, ocupa casi toda la parte delantera.Formando ángulo  con él, hay un hornillo en el que una mujer guisa, y detrás tres tableros cubiertos de pequeñas medidas.
Estos humildes establecimientos, en los que el calor es sofocante y la suciedad inconcebible, son punto de reunión de los esclavos, que mientras sus dueños están convidados o se recrean en alguna fiesta pública, acuden a distraerse con ellos. Sentados en bancos, beben vino cocido, sobre todo vino cocido de Creta, comen tortas de harina y de queso, juegan a los dados, cuentan lo que ocurre en sus casas, y hablan mal de sus dueños. Una siria, sirvienta o ama del lugar, distrae a la clientela. Cubierta la cabeza con una mitra griega, mueve las caderas, contrae el cuerpo de cien maneras diferentes, y acompaña con el sonido de largas castañuelas una danza en la que los brazos y las piernas permanecen casi inmóviles. Muchas veces, todos empiezan a dar saltos a los acorde de una flauta, estremeciendo los aires con palabras al carácter de aquellas escenas.
Las propinae son refugio de cuanto hay en Roma más vil, más mísero y más abyecto. En ellas se encuentran ladrones, asesinos, marineros, esclavos fugitivos, juntamente con verdugos, fabricante de ataúdes y sacerdotes de Cibeles tendidos y roncando al lado de sus mudos címbalos.

Los dueños de estos establecimientos no valen más que sus parroquianos; la mayor parte de ellos están medio desnudos por no tener ropa que ponerse, y llevan un simple calzón. Los menos pobres tienen túnica de hilo.
Hay otra clase de tabernas para las gentes de alguna mejor condición, aunque todavía muy ínfima. Son las thermopolas. En ellas se venden bebidas calientes, vino cocido, vino dulce, hidromiel y miel. Los parroquianos son sobre todo griegos, especie de fingidos filósofos que, envueltos en el pallium, la cabeza cuidadosamente tapada y cargados de libros, se detienen para discurrir entre ellos las cosas ocultas, os estorban el paso y os abruman con sentencias. Si han robado o reunido algo, beben en grande y, cuando lo han hecho, se van medio borrachos, ocultando su embriaguez con cara melancólica.
Las tabernas vinariae son aquéllas en las que se vende vino al por menor a los que no lo tienen en sus casas, vino de todas clases que se bautiza para aumentar las ganancias. Son frecuentadas por la plebe, que a menudo pasa en ellas toda la noche

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