Civilización o barbarie (y, II)
El falso dilema pasó a la ideología, y a la práctica política. En la República Dominicana tuvo un desenlace sensacional, puesto que matrimonió un pensamiento idealista con otro racionalista. La base de la formación intelectual dominicana desde finales del siglo XIX era el pensamiento de Eugenio María de Hostos. Distanciado por su carácter de todo tipo de especulación ideal, el hostosianismo se convertirá en la única propuesta que encarna un pensamiento de regeneración social completo en la historia dominicana. Desde la plataforma de la moral social que el hostosianismo pregonó, sin embargo; sus encontronazos con la sórdida actividad política y el partidarismo alcanzó la estatura de martirologio. Hostos huyó despavorido, frente a las atrocidades de la dictadura de Lilís. El normalismo hostosiano positivista y su expresión política liberal se replegaron, y en estas condiciones llega a la República Dominicana el libro “Ariel”, de José Enrique Rodó, en el 1901.
Contrario al fundamento racionalista del pensamiento positivista, el arielismo descansaba en la especulación ideal. Pero a partir de la propia frustración positivista, las condiciones no pudieron ser más favorables para que se regara como pólvora el nuevo lenguaje de la renovación que traía la prédica arielista de Rodó. Esos aires envolvieron a todo el mundo. Muchos hostosianos miraron con ojos lánguidos hacia el arielismo. Y lo curioso es que esas andanzas, teñidas por el martirio de la inadaptación entre práctica política e idealidad, culminarán como plataforma ideológica del trujillismo. Porque eso que se llamó “Ideología del progreso”, variable del falso dilema de “Civilización o barbarie”, añadía el componente despótico que el trujillismo acarreaba consigo, y matizaba las desventuras del pensamiento dominicano. Son los pensadores hostosianos y el conglomerado de arielistas pánfilos, quienes armarán el endeble andamiaje de la ideología trujillista, e instrumentalizarán la contraposición entre “civilización y barbarie”.
Es por eso que uno se sorprende de que un hombre como Leonel Fernández nos retrotraiga a una confrontación decimonónica, que era por demás fuegos artificiales de ideólogos del humanismo racista; y ni todas las máscaras del carnaval alcanzan para ocultar el cinismo que envuelve invocar “civilización o barbarie” como una coyuntura de la República Dominicana, en la cual él, Leonel Fernández, personifica la civilización. Trujillo se pintó como la “civilización” en acto, todo su despliegue en la historia esgrimió lo “moderno” para justificar su dominio absoluto del poder. Desde entonces, cada intento de implantación despótica, sin importar la modalidad, se define a sí mismo como lo “civilizado”. ¿Puede un gobernante como Leonel Fernández ser el “civilizado”? ¿Hay en su despliegue como gobernante algo que lo defina como “civilizador”? ¿Es suficiente un Metro, un Presidente viajero que se tongonea con grandes personalidades extranjeras, y consume millones y millones de dólares en su propia promoción en el mundo? ¿Es la “civilización” un gobernante que emplea la corrupción como cemento invisible de su liderazgo? ¿Civilizado es un gobernante que propicia un déficit fiscal descomunal, y deja en la intemperie a su pueblo únicamente para satisfacer su ego, su amor demencial al poder?
Cuando escuché en boca de Leonel Fernández esgrimir este tema, pensé en un estudio de Arthur Schopenhauer sobre la ética kantiana, en el cual el gran pensador alemán dice de manera categórica lo siguiente: “La única base de la moral es la compasión por el sufrimiento de los demás”. Y eso es lo que el “modernizador” no tiene. Sólo su actitud despreciativa hacia su propio pueblo explicaría que, de existir una confrontación semejante, él encarnaría la civilización, y los demás la barbarie.
Ni todas las máscaras del carnaval alcanzan para ocultar el cinismo de refugiarse en ese falso dilema de civilización o barbarie.
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