A PROPÓSITO DEL INCENDIO DE 1805 EN LA VEGA.
Este texto se publicó por primera vez en 1938 dentro del libro de Guido
Despradel titulado “Historia de la Concepción de La Vega”, en el capítulo que
dedica a la tercera fundación. Una parte del mismo apareció en el Núm. 295 del
Observador, de La Vega en noviembre de 1949-
FUENTE: Del Dr.
Guido Despradel, publicado en el Periódico el Observador de La Vega, en
noviembre de 1949. Publicado en libro
Obras Tomo I. AGN. Volumen LXXXV. Santo Domingo. Año 2009. Pág.35
Durante los
22 años de la ocupación haitiana, muy
especialmente de 1825 hasta mediado de 1842, la ciudad de la Concepción de La Vega gozó de las
primicias del progreso, aunque aquellos
fueron años de opresión y de ignorancia.
Restablecida de la dolorosa catástrofe de 1805, y protegida por el espíritu amplio y
altruista de un hombre que parecía haber
sido enviado por la Providencia para subsanar la maldad negra de uno de los
conductores de su Patria, la ciudad crecía y mejoraba cada vez más en sus construcciones materiales.
Como todas las ciudades surgidas bajo el espíritu
que animara a la colonia, en su
centro estaba la Plaza de Armas: sabaneta cuadrada cubierta
de fresca grama, y en aquel entonces
turbaba su llama extensión por el
mamposteado cuadrilátero que llamaran los negros dominicanos con el rimbombante
nombre de altar de la Patria. Hacia el
oriente de esta plaza estaba el palacio
del gobernador vetusta construcción de
pesadas piedras y argamasas que levantara el haitiano dominador para afianzar
su ilógico predominio, hacia el lado occidental de ella, la casa de mampostería (Esta
construcción a que hace referencia el Dr. Guido Despradel Batista, en los
párrafos anteriores fue azotada por un
terrible incendio en la noche del 12 de noviembre
quedando solamente los escombros de lo que en otro tiempos llamaban edificio,
esta construcción data de finales del
siglo XVIII y a pesar del trágico flagelo del siniestro y de los años sus bases se encuentran firme (
Nota del Observador, No,. 295, La Vega,
noviembre de 1949). La casa de mampostería de Don Francisco
Mariano de la Mota, única en su género,
a su izquierda estaba la casa de familia y el comercio del comerciante Ramón
Sánchez, siempre en la acera occidental, y a su derecha, la residencia de don
Pepe Bernal, ambas construcciones de tablas de palmas y rachadas de yaguas,
materiales usados, con raras acepciones
en todas las viviendas del pueblo.
Al sur de la plaza estaba la iglesia de
mampostería, y techada de tejas, construidas por los españolas después del terremoto de 1562 y sin ningún mérito
arquitectónico, y al lado norte, humildes bohíos, sencillos y risueños como el
espíritu amplio, culto y hospitalario de los de los hacendados vecinos que habitaban en aquel entonces esta ciudad que
arrulla eternamente el fiel Camú.
Y cuando el adelanto lo sonreía
de tan bella manera, un nuevo
cataclismo la hace presa de sus furias ciegas y desmedidas, el terremoto del 7
de mayo de 1842.
El palacio de gobierno y la iglesia fueron destruidos,
y la
ciudad, de nuevo victima ante la
fatalidad de su destino, tomó el triste aspecto que conservó por muchos años.
Alrededor de la Plaza de Armas, donde antes existían dos sólidos y aparentes edificios,
se construyeron sendos bohíos, grandes y amplios, que
hicieron uno, el papel de iglesia, y el
otro, al cuartel de la milicias y
la cárcel.
El resto de la ciudad era también
de aspecto bastante pobre,
Pasando el fuerte Puente de Piedra, pueblo arriba, había otra sabaneta cuadrada,
donde hoy se ha construido el mercado. (nota de U. Solís. “este mercado al que el Dr.
Despradel hace mención, donde hoy está
el Parque Elias Rodríguez, ( Parque de Las Flores), fue construido por el
arquitecto Alfredo Scaroina Monstori, un
réplica del mercado de Venecia-Italia, fue destruido por orden del gobernador
de ese entonces, de triste recordación
para los veganos ya que este mismo personaje por ambiciones personales
instó al Dictador Rafael L. Trujillo para la desviación del Río Camú, uno de
los crímenes ecológicos más trascendentales en toda la historia de la Republica
Dominicana”. En ella se
levantaban algunas ranchetas para la venta de carnes, y en los días primero d
cada año se reunían los cívicos para que
las autoridades celebraran revista.
De bohíos estaba bordeada esta plaza del pueblo
arriba; al norte de ella estaban, como
principales, el de los Magoyos, y el de
don Manuel Ubaldo Gómez; al sur, el del célebre Rufino de la Rosa, y el del sargento mayor Miguel Minaya; al este, el de don Pedro Viloria, detrás del
cual extendia un tupido javillar que
habitaban enormes culebras, y
hacia el oeste, el de la vieja
Petronila Morel, el de José María Regino,
el de Baldomera, la mujer de un tal
Sanó y el de Cornelio de Peña
Peculiarísima era la conformación de la
ciudad para la época que nos ocupa. Con
un área mucho menor que la de la tercera parte de la actual, estaba
rodeada por tres de sus puntos por
lagunas. La mayor de ellas hacia el sureste,
abundantísima en peces y en cacería y lugar de solaz para la muchachería alegre, hacia el norte la laguna llamada del
Pozo Verde y al oeste la laguna de Las Tunas.
Por el lado del sur se extendia una hermosa sabana, en donde el incansable
levita Dionisio Valerio de Moya, con la cooperación técnica del ingeniero
americano Arthur Lancaster, estableciera en nuestro país el primer aserradero.
El pueblo no se extendia mucho por el lado del
sur, pues Las Tres Cruces, que fijaban
por este lado sus límites, estaban donde
hoy se cruzan en esquina la calles
Mella y antigua Colón.
Hacia el norte, después de la casa de don
Silvestre Guzmán, se extendían Los Tocones, trozo de monte en donde había
dispersas varias chocitas de tablas paradas y unidas con bejuco pega palos y con sus puertas de yaguas.
Y esta era La Vega de entonces risueña, humilde,
hacendosa y hospitalaria. Pueblo siempre
alerta a las urgentes llamadas de la Patria y guardador celoso de su historia y
de sus tradiciones, jamás dejó de celebrar
por ocho días seguidos su rumbosa fiesta de la Virgen de Antigua, en medio del repiquetear de sus
campanas y del retumbar enervante de sus
sonoros atabales.
Alegre y ufana, eras un idilio de bienaventuranza
en donde florecía constantemente el espíritu. Era capaz de todo lo bueno y
recinto fuertemente cerrado a la maldad
y a la inquina... esta era La
Vega de entonces: la de la vida sencilla, la del trabajo digno y
provechoso, la del coraje, la de la
fe, la de la noble hospitalidad, la
del ansia constante de aprender y de
ayudar… esa, que tan dulcemente alabara
nuestro García Godoy en su
inmortal Rufinito y la que encarnara en Juana Saltitopa la virtud
heroica de la virgen de Orleans y en Marco Trinidad. La austeridad señera de un Cincinato
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