¿La diplomacia cultural europea pierde fuelle?
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Es un lugar común sostener que una de las grandes fortalezas de la Unión Europea consiste en su poder blando, incluso por encima de su corpulencia económica. Ninguna otra región del mundo puede presentar un expediente tan impecable (pese a todos sus déficits) en materia de valores humanistas, defensa de las libertades o civismo político. La caracterización de Europa como poder normativo da cuenta no solo de su respeto al Estado de Derecho, sino también de su sujeción a la racionalidad procedimental desde la que se articulan las leyes. La célebre máxima de Jean Monnet que afirmaba que “si tuviera que volver a empezar la construcción de Europa, lo haría por la cultura”, carecería bajo esta óptica de sentido, toda de vez que -en tanto resultado histórico- la cultura europea constituiría el presupuesto civilizatorio desde el que se levantó la Unión. No obstante, cabe preguntarse si la exigüidad institucional comunitaria en la esfera cultural no estaría socavando el afianzamiento de una conciencia de ciudadanía europea en la que, al cabo, se fundamenta el proyecto político.
Ciertamente, tanto la aprobación de la Agenda Cultural en 2007, a favor de las industrias creativas y la protección del patrimonio, como sobre todo el éxito de la becas Erasmus han servido para tonificar un sentido de pertenencia compartido, que sin embargo en la actualidad no atraviesa sus mejores horas. Sin menoscabo del empuje de las fuerzas eurófobas, acaso esta pérdida de atractivo resulte todavía más apreciable de cara al exterior, donde las potencias emergentes cada vez se muestran más interesadas en presumir de su capital simbólico. La ausencia de unidad en asuntos de política internacional, la ralentización integradora causada por la ampliación de sus miembros y, en los últimos años, las consecuencias de la crisis financiera -además de la carencia de dispositivos específicos de diplomacia cultural- son factores que no han contribuido a robustecer la buena imagen europea que, con todo, permanece reputada. Quizá, reprocharle a la UE la falta de una estrategia cultural (una suerte de diplomacia del espíritu, adoptando la expresión de Marc Fumaroli) sea excesivo, si es que ciframos los instrumentos fundamentales de la política exterior de un Estado en las tres D: diplomacia, defensa y desarrollo. De hecho, Estados Unidos carece de una línea definida al respecto y su gran agencia federal, el National Endowment for the Arts, no tiene desplegada una red de sedes esparcida por el mundo. En cambio, no es menos cierto que su hincapié por la diplomacia pública afloró tras el fin de la II Guerra Mundial, cuando el Departamento de Estado puso en marcha programas de liderazgo e intercambio académico -representados en las célebres Fulbright-, gestionados por la Oficina de Educación y Cultura; ello sin mencionar el impacto internacional de Hollywood, primera industria exportadora del país, hábilmente encauzado en Washington por la Motion Picture Association of America.
Objetivos conseguidos y tareas pendientes
Volviendo a Europa, es de todos conocido el trabajo que desde entreguerras desempeñan instituciones como el Goethe-Institut o el British Council, las cuales han ido incorporando atribuciones de signo artístico, intelectual o cinematográfico a su cometido básico de expansión y enseñanza de la lengua. Y si ya en 1966 Willy Brandt reconocía que la cultura conformaba el tercer pilar de la política exterior alemana, este sector siempre ha constituido una prioridad de la diplomacia francesa, en nombre de la herencia ilustrada y a beneficio de su grandeur. En España, el rol de la cultura exterior durante gran parte del siglo XX quedó supeditado al objetivo de la legitimación del régimen, y la inauguración de su organismo central, el Instituto Cervantes, tuvo que esperar a 1991. En todo caso, sería injusto calificar de anómalo el sistema español puesto que la evolución de sus políticas -iniciadas en los años veinte y reimpulsadas en 1945 con la creación del Instituto de Cultura Hispánica- no se diferencia tanto de la de sus homólogos europeos, asimismo centrados en sus antiguas colonias y no eximidos de episodios desafortunados. Ni siquiera la disputa interdepartamental entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y el de Cultura sobre el reparto de competencias ni el enrevesamiento existente entre la cooperación cultural y la cultura exterior constituyen rasgos privativos de nuestro modelo.
A tenor de lo dicho, no parece incorrecto ligar tales confusiones conceptuales al momento germinal de formalización de un área de actividad (y de estudio) aún por delimitar. La gradual introducción de la práctica de las relaciones públicas al ámbito diplomático, extramuros de las embajadas, así como la repercusión no solo académica que ha tenido la noción de poder blando, acuñada por Joseph S. Nye, explicaría en parte el proceso de reacomodación que está experimentando el dominio de las relaciones internacionales. Por supuesto, las concomitancias entre la cultura y el poder se remontan al principio de la Historia: los imperios han instrumentalizado sistemáticamente la función del arte, la iconografía política nos revela la recurrencia milenaria de batallas de la imagen y la lucha por conquistar la capitalidad global de la alta cultura encierra un indudable acento geopolítico. Pero ha sido la difusión a escala masiva de información y de contenidos, propiciada primero por la radio, el cine y la televisión, y culminada con Internet -donde el tráfico de datos se produce de forma instantánea, multidireccional y descentralizada- lo que ha convulsionado el tablero tradicional.
Al margen del debate acerca de qué escuela estaría más capacitada para aprehender la naturaleza de esta nueva realidad (realismo, idealismo liberal o constructivismo), resulta oportuno señalar algunas de las tendencias que sobre el tema recogió John Holden en su informe Influence and Attraction (British Council/Demos, 2013). Dando por evidente el creciente peso de la diplomacia cultural, constaba la ampliación de los actores involucrados en ella (ONG, empresas privadas, ciudades o individuos, además de Estados) y las ventajas de apostar por iniciativas culturales, no solo en términos de influencia política o rédito comercial, sino igualmente por sus efectos sobre el desarrollo, la innovación y la prevención de conflictos. En este sentido, se detenía en la labor de los organismos públicos de promoción e intercambio cultural, pero también en los programas de movilidad académica (becas Chevening, servicio Daad…) y en las cadenas de radiodifusión internacional. Perfilaba así los componentes de la estructura institucional de este tipo de acción, variable en función del país considerado (Francia por ejemplo integra a sus liceos e institutos extranjeros de I+D, y a su sistema de cooperación). Por cierto, las campañas de marca-país, de captación de inversiones y fomento de la exportación, suelen insertarse a su vez en esta misma clave diplomática. Ahora bien, una de las principales conclusiones del informe subrayaba el esfuerzo de los BRICS, singularmente de China, por ganar presencia blanda, en contraste con el declive presupuestario destinado a las instituciones culturales en Europa. Destacan así las más de 300 sedes abiertas por el Instituto Confucio en apenas 10 años de vida o el ímpetu que en este terreno exhiben países como Brasil, Corea del Sur, India, Israel o Singapur.
Sin duda el músculo europeo persiste: Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y España suman juntos más de 500 oficinas culturales en el exterior, por no hablar del millón de universitarios internacionales que reciben al año, según la UNESCO, mucho más que los apenas 90.000 que estudian en China y superando los 700.000 en Estados Unidos. No obstante, a falta de un planteamiento concertado, la diplomacia cultural de la UE corre el riesgo de perder fuelle. Por fortuna, la relevancia de la cuestión no ha pasado enteramente desapercibida, al menos desde que en 2007 la Comisión Europea lanzara la citada Agenda, al punto de que acaba de hacer público un informe sobre la Cultura en las relaciones exteriores de la UE que da respuesta al mandato de la “Acción Preparatoria” acordada por el Parlamento en 2012. Se trata de documento crucial para el diseño de una estrategia coherente que, además de proporcionar un mapa completo de lo que realizan sus 28 miembros (en sus relaciones con 23 naciones vecinas y socios prioritarios), ofrece un conjunto de recomendaciones operativas encaminadas a: mejorar la coordinación intracomunitaria, articular una gobernanza cultural más eficaz, aprovechar las redes instauradas (EUNIC) y explorar vías de cofinanciación publico-privadas. Asimismo, propone activar diferentes proyectos-piloto -sobre emprendimiento cultural, establecimiento de hubs, internacionalización de las industrias o formación de gestores- a evaluar a tres años vista. Los avances que se produzcan, junto con la evolución del flamanteErasmus Plus(abierto a todo el mundo, incluyendo estudiantes de postgrado) y la atención que el Servicio de Acción Exterior Europea dedique a la diplomacia pública, determinará el porvenir de la imagen internacional del continente y el mantenimiento de su ascendencia simbólica. Entretanto, convendría que España incorporase con resolución su voz a los centros decisores correspondientes: su patrimonio histórico, pujanza lingüística y talante latinoamericano lo merece.
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