El Estado solidario
En la
etiología de la crisis financiera y económica que está asolando los
mercados de todo el mundo encontramos, de nuevo, la tradicional polémica
entre la libertad y la intervención. Entre la libertad y la
solidaridad. En efecto, desde hace mucho tiempo, el pensamiento bipolar y
maniqueo, hoy tan de moda, ha procurado que entre ambos conceptos se
produjera una feroz oposición evitando cualquier puente o aproximación
entre ellos. La razón reside, me parece, en el miedo, en el temor de los
beneficiados por ambas posiciones ideológicas a perder la posición.
Como es
sabido, el exceso y desproporción de la intervención, el Estado estático
de bienestar en otras palabras, ha hecho crisis y ha provocado un
rápido y creciente vaciado de la caja del Estado. El Jefe de Gobierno
holandés no hace mucho apelaba a la superación del Estado estático de
bienestar para centrar nuestra mirada en el Estado solidario. Un modelo
de Estado más dinámico y social, un modelo más abierto y complementario,
un modelo orientado a promover las condiciones para que todos podamos
ejercer la libertad de forma solidaria.
El
problema de estos años ha sido, simplificando las cosas, que en nombre
de la solidaridad social, quienes en cada momento estaban al frente, se
concentraron en una fabulosa operación de manipulación y control social
alimentada financieramente por loa minoría propietaria del sistema.
Incluso, en el colmo de los colmos, bajo la bandera de la solidaridad se
incrementa una deuda, que más pronto que tarde, caerá sobre las futuras
generaciones.
La
solidaridad, bien lo sabemos los que trabajamos desde los postulados del
pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, constituye una
clave para comprender el alcance de la libertad de las personas. En
efecto, lejos de los planteamientos radicalmente individualistas, y
consecuentemente de los utilitaristas, entiendo –precisamente porque
afirmo la dimensión personal del individuo humano- que una concepción de
la libertad que haga abstracción de la solidaridad, es antisocial y
derivadamente crea condiciones de injusticia.
En este
sentido la libertad, siendo un bien primario, no es un bien absoluto,
sino un bien condicionado por el compromiso social necesario,
ineludible, para que el ser humano pueda realizarse plenamente como tal.
Dicho de otra manera: si puede afirmarse que el hombre y la mujer son
constitutivamente seres libres, en la misma medida son
constitutivamente solidarios.
En efecto,
la gran opción moral es vivir libre y solidariamente. El mercado, que
es una institución en la que reina la libertad, tiene, sin embargo, en
sí misma, elementos sociales, aspectos de solidaridad. El mercado sin
límites no es mercado. Igualmente, el interés público sin límites no es
interés público. La racionalidad y objetividad que se debe predicar de
cualquier actividad humana, obviamente también debe presidir tanto el
funcionamiento del mercado como el del Estado.
La
libertad de los demás, en contra del sentir de la cultura individualista
insolidaria, no debe tomarse como el límite de mi propia libertad. No
es cierto que mi libertad termina donde comienza la libertad de los
demás, como si los individuos fuéramos compartimentos estancos, islotes
en el todo social. Se trata más bien de poner el acento en que un
entendimiento solidario de las relaciones personales posibilita la
ampliación de nuestra libertad individual. En este sentido -y también
podría hacerse esta afirmación con un fundamento utilitarista-, la
libertad de los demás es para mí un bien tan preciado como mi propia
libertad, no porque de la libertad de los otros dependa la mía propia,
sino porque la de los otros es, de alguna manera, constitutiva de mi
propia libertad.
El gran
problema de concebir la libertad en armonía con la solidaridad, con la
dimensión social de la persona, estriba en que impide que la actual
dictadura cultural pueda mover a su antojo, como marionetas, a unos
ciudadanos que no parecen muy conscientes del sentido de su libertad
social para actuar autónomamente.
En el caso
de la crisis actual, parece claro que el Estado, a través de sus
instituciones de control, verificación, supervisión y vigilancia de los
mercados ha fracasado estrepitosamente, como también lo hecho un sistema
económico que ha conseguido la supremacía sobre las más elementales
exigencias de la justicia.
El Estado
es una garantía de solidaridad. Si falla en su funcionamiento básico,
nos hallamos ante la ley de la selva, ante la más radical insolidaridad.
Todo por el lucro y para el beneficio. Esta ha sido la consecuencia de
un sistema que se ha desnaturalizado a causa precisamente de permitir
que la libertad opere sin límites. Insisto la libertad debe ser
solidaria y la solidaridad libre. El llamado Estado solidario, me
parece, camina por esta senda y buena cosa sería explorar sus
características y posibilidades.
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