martes, 17 de junio de 2014

SAN CIPRIANO


SAN CIPRIANO
 https://www.google.com.do/?gws_rd=ssl#q=Cipriano+de+Cartago
San Cipriano nació hacia el año 200, 
probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246. Poco después, en 248, fue elegido obispo de Cartago. Al arreciar la persecución de Decio, en 250, juzgó mejor retirarse a un lugar apartado, para poder seguir ocupándose de su grey. Algunos juzgaron esta actitud como una huida cobarde, y Cipriano hubo de explicar su conducta (carta 20).
De él se conservan una docena de opúsculos sobre varios temas del momento y, particularmente, una preciosa colección de 81 cartas, en las que da muestra de su extraordinaria clarividencia y energía en los asuntos referentes a la fe y a la vida de la Iglesia. Más que un hombre de ideas fue sobre todo un hombre de gobierno y de acción. Su doctrina coincide sustancialmente con la de Tertuliano, del que era lector asiduo y a quien consideraba como «maestro».
Dos problemas particularmente graves reclamaron su atención: el primero era el de la actitud que convenía tomar con los que habían cedido durante la persecución accediendo a ofrecer sacrificios a los ídolos. Muchos de ellos quisieron luego volver a la Iglesia, y para ello solicitaban de los «confesores», que habían permanecido firmes sufriendo gravísimos tormentos por la fe, unos certificados en que declaraban que hacían participantes de sus méritos a los que se habían mostrado débiles, con lo que éstos creían ya tener derecho sin más a ser readmitidos a la comunión. Cipriano mantuvo firmemente que el grave pecado de apostasía requería una proporcionada penitencia, y que los certificados de los confesores no podían considerarse como una absolución automática, sino que la absolución tenía que concederse por la Iglesia a través de sus ministros, por medio de la imposición de manos, que sólo debía tener lugar después que constase de un auténtico arrepentimiento garantizado por una congrua satisfacción. Las discusiones acerca de esta cuestión son de gran interés histórico, pues a través de ellas conocemos la práctica de la disciplina penitencial en la Iglesia antigua.
Otro problema, que llegó a presentar suma gravedad, surgió cuando un número notable de personas que se habían criado en la herejía pidieron ser admitidos en la Iglesia católica. La práctica de las Iglesias de Africa en tales casos era la de bautizar a todo hereje que pedía ser admitido, aunque hubiese recibido ya el bautismo en su secta, pues no se consideraba que el bautismo conferido por herejes pudiera ser válido. La Iglesia romana, en cambio, defendía que la validez del bautismo no dependía de las disposiciones o la santidad del ministro que lo confería, sino que todo bautismo hecho con la intención de hacer lo que Cristo había mandado era válido, y, por tanto, no debía repetirse. A este respecto mantuvo Cipriano una áspera disputa epistolar con el obispo de Romas Esteban, quien pretendía imponer a las Iglesias de Africa la práctica romana. Ambas partes se mostraron irreductibles, hasta el punto de que era de temer un verdadero cisma, que sólo fue evitado al sobrevenir la persecución de Valeriano, en la que ambos contendientes hubieron de dar su vida por Cristo, sin que pudieran llevar adelante sus controversias doctrinales. En realidad la doctrina y práctica romanas se fueron imponiendo luego a toda la Iglesia.
El confrontalmiento con la herejía, así como los problemas de los apóstatas y de las relaciones con los demás obispos, obligaron a Cipriano a elaborar una teoría de la Iglesia, que desarrolló las ideas que antes habían expresado Ignacio de Antioquía e Ireneo. En su tratado Sobre la unidad de la Iglesia afirma Cipriano que la Iglesia es esencialmente una, imitando la unidad de Dios en la Trinidad. Esta unidad tiene su expresión en la unidad del colegio episcopal cuyos miembros participan in solidum de un único episcopado, como lo significa el hecho de que Cristo fundara sobre uno solo, sobre Pedro, su Iglesia y le diera a él una única autoridad. Sin embargo, no parece que Cipriano conciba esta autoridad de Pedro como superior a la de los demás obispos, sino que todos los obispos participan por igual de aquella misma autoridad que fue dada en Pedro.
JOSEP VIVES
LOS PADRES APOSTÓLICOS
HERDER. BARCELONA 1981
* * * * *
A principios del siglo III, Cartago, en el norte de África, era una de las grandes ciudades del Imperio Romano. Allí nació San Cipriano, hacia el año 205, en el seno de una familia pagana, rica y culta. Como correspondía a su categoría social recibió una esmerada formación en Filosofía y Retórica. También participó de las ventajas de su fortuna, del lujo, placeres y honores propios de las costumbres de la época. Pero en la edad madura, siendo muy conocido en su ciudad como maestro de Retórica, se convirtió al Cristianismo. A los pocos años, en el 248, fue nombrado Obispo de Cartago.
Su episcopado, de diez años, se desarrolló en circunstancias difíciles para la Iglesia. Los cristianos sufrieron las violentas persecuciones de los emperadores Decio y Valeriano. San Cipriano se dedicó a fortalecer a sus hermanos en la fe, mientras salía al paso de los errores que se propagaban en tal situación, llegando a comprometer gravemente la unidad de la Iglesia, como los cismas de Novaciano y Felicísimo, que se mostraban excesivamente rigoristas a la hora de volver a admitir a la comunión eclesial a los lapsi, a los que habían apostatado durante la persecución. El mismo Cipriano murió mártir el 14 de septiembre del año 258.
Sus obras—tratados y cartas—se pueden agrupar en dos tipos: las de carácter apologético, donde utiliza toda su rica formación filosófica en defender la fe de Cristo contra los paganos; y las pastorales, en las que habla como obispo, con una clara concepción sobre la Iglesia católica y el episcopado.
LOARTE

La readmisión de los apóstatas
NOVACIANO y SAN CIPRIANO se encuentran estrechamente relacionados entre sí, y vamos a presentarlos juntos, aunque luego tratemos separadamente de ellos y de sus obras.
A mediados del siglo III hubo una controversia en Occidente sobre el perdón del pecado de apostasía. Hasta entonces, ese pecado estaba excluido de la penitencia eclesiástica, y el apóstata, separado déla comunidad de los fieles hasta el final de su vida, tenía que confiar en que Dios oiría sus súplicas privadas. Sin embargo, había la costumbre de que el obispo readmitiera a aquellos apóstatas por los que intercedían los que estaban o habían estado presos esperando el martirio, los llamados «confesores» porque habían confesado la fe.
Pero la persecución general de Decio, de la que ya hemos hablado, acababa de producir un número excepcional de apóstatas, de diversos grados. Ante la obligación de sacrificar a los dioses, algunos lo habían hecho, otros lo habían simulado a través de una tercera persona o bien se habían conseguido por algún medio un certificado de haber sacrificado sin haberlo hecho realmente; en algunos lugares eran más que los que habían permanecido fieles. Y había largas colas ante los confesores, que intercedían incluso por personas que no conocían, y hasta había uno que lo hacía en general, por todos los apóstatas dondequiera que se encontrasen; además, esas intercesiones se estaban haciendo a veces con una cierta arrogancia, como si sus súplicas al obispo fueran órdenes.
Cipriano, obispo de Cartago desde 248 hasta 258, modificó esta práctica. En adelante, estas súplicas se examinarían con cuidado, cuando cesara la persecución, y los interesados serían admitidos a la penitencia pública pero no reconciliados sin más. Ante la oposición de muchos pero con el apoyo de los obispos de África reunidos en sínodo, Cipriano escribió a Roma explicando el asunto. En Roma, el papa San Fabián acababa de morir mártir, y en la sede vacante gobernaba la Iglesia romana el presbítero Novaciano, a quien le pareció bien la decisión de Cipriano, aunque era innovadora.
Poco después fue elegido un nuevo papa, San Cornelio, que aprobó también la práctica de San Cipriano. Pero Novaciano, al parecer herido por no haber sido elegido él, y movido por su tendencia rigorista, rompió con Cornelio, comenzando a sostener que no se debía admitir a la penitencia a los apóstatas. Aunque Cornelio condenó esta doctrina y excomulgó a Novaciano y a sus seguidores en un sínodo romano, a éste le apoyaban algunos presbíteros y confesores y fundó una secta, la de los novacianos, con su jerarquía y sus iglesias. Esa secta, al encontrar eco en la tendencia rigorista que también existía en otras partes, se extendió bastante; más adelante, en el año 326, sería hasta legalmente reconocida por Constantino. Un siglo después tenía aún una iglesia en Roma, y en África y en Oriente perduró todavía más tiempo; aún a comienzos del siglo VII se escribiría en Alejandría un tratado contra los novacianos.
Otra controversia tuvo lugar, esta vez entre Cipriano y el sucesor del papa Cornelio, Esteban; Cipriano negaba el valor del bautismo conferido por los herejes, en contra de lo que era práctica común en Alejandría y en Roma, como también lo había sido en África hasta unos 30 años antes; controversia a la que puso fin la muerte de San Cipriano en el martirio.

SAN CIPRIANO nació en África, probablemente en Cartago, en la primera década del siglo. Su familia era pagana, acomodada y culta. Fue maestro de elocuencia en Cartago, donde consiguió fama, hasta que se convirtió, dio sus riquezas a los pobres y poco después fue ordenado sacerdote. Al año de su elección en el 248 como obispo de Cartago, comenzó la persecución general de Decio del 250 y, pensando en el bien de la comunidad, Cipriano se escondió y procuró, desde su escondite, ayudar y dirigir a sus fieles. En cambio, unos años después, en la persecución de Valeriano, Cipriano no huyó, fue primero desterrado y luego, llamado del destierro, vuelto a juzgar y decapitado en el año 258. Las actas de su martirio se conservan.
Hombre culto y equilibrado, aunque admiraba mucho a Tertuliano supo evitar sus extremismos; no tiene sin embargo la penetración de éste. Sus escritos son de carácter práctico; le interesan más las almas que las ideas, y a menudo trata de justificar sus acertadas actuaciones con teorías que lo son menos, o que resultan contradictorias con las establecidas por él mismo en otra ocasión. Fue muy leído en el medievo, como lo atestigua el gran número de manuscritos de sus obras que nos han llegado.
Su primera obra, A Donato, es una explicación de los motivos de su conversión, y una invitación a que muchos le sigan. Sobre el vestido de las vírgenes trata de las costumbres que éstas deben observar, y depende de la obra de Tertuliano sobre el vestido de las mujeres, pero evitando estridencias en el fondo y en la forma. Sobre los apóstatas, escrito a su regreso después de la persecución de Decio, establece las normas que se seguirán para la readmisión de aquéllos. Sobre la unidad de la Iglesia, uno de sus tratados más influyentes a lo largo de los tiempos, está escrito sobre el trasfondo del cisma de Novaciano: hay una sola Iglesia, edificada sobre Pedro, y fuera de ella no hay salvación, «no puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre». La autenticidad de unos párrafos sobre el primado de Pedro ha sido objeto de una larga controversia que dista de estar cerrada.
La oración del Señor está basada en el tratado de Tertuliano sobre la oración, pero es más completo y profundo, y está más centrado en la exposición del padrenuestro. A Demetriano, un escrito original y lleno de fuerza, recuerda la literatura apologética, y responde a las acusaciones de que los cristianos son responsables de los males que azotan a la humanidad, con la idea de reforzar al mismo tiempo la fe de los cristianos. Sobre la mortalidad, escrito bajo el recuerdo de la persecución de Decio y de una peste que le sucedió poco después, da una interpretación profundamente humana y cristiana sobre el hecho inevitable de la muerte.
Sobre las buenas obras y las limosnas es una invitación a la limosna, especialmente necesaria en las circunstancias de miseria acabadas de aludir, y muy leída en la antigüedad. Las ventajas de la paciencia depende muy de cerca del tratado sobre la paciencia de Tertuliano, y parece tratarse de un sermón. Sobre los celos y la envidia explica cómo éstos son los mayores enemigos de la unidad de la Iglesia y cómo son vencidos únicamente por el amor al prójimo. A Fortunato, exhortación al martirio, escrito a petición de éste, recoge pasajes y sentencias bíblicas sobre el tema. A Quirino, tres libros de testimonios es una apología contra los judíos, una explicación de cómo Cristo era el Mesías que ellos esperaban y de cómo hizo cuanto de Él había sido escrito, y un resumen de los deberes cristianos,tratados cada uno de estos tres temas en uno de los libros. Finalmente, Que los ídolos no son dioses es una obra de carácter apologético que responde a su título; su autenticidad es discutida, y muchas de sus ideas están tomadas de apologías latinas anteriores.
Por último, hay que mencionar las Cartas de San Cipriano, una colección de sesenta y cinco escritas por él a la que acompañan dieciséis que recibió, de Novaciano y del papa Cornelio entre otros, y que son una fuente extraordinariamente valiosa para la historia, especialmente eclesiástica, del período. También tienen interés para el filólogo, pues reproducen muy de cerca el lenguaje hablado del momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario