SAN
CIPRIANO
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probablemente en Cartago, de familia rica y
culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la
inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de
los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246. Poco
después, en 248, fue elegido obispo de Cartago. Al arreciar la persecución de
Decio, en 250, juzgó mejor retirarse a un lugar apartado, para poder seguir
ocupándose de su grey. Algunos juzgaron esta actitud como una huida cobarde, y
Cipriano hubo de explicar su conducta (carta 20).
De
él se conservan una docena de opúsculos sobre varios temas del momento y,
particularmente, una preciosa colección de 81 cartas, en las que da muestra de
su extraordinaria clarividencia y energía en los asuntos referentes a la fe y a
la vida de la Iglesia. Más que un hombre de ideas fue sobre todo un hombre de
gobierno y de acción. Su doctrina coincide sustancialmente con la de
Tertuliano, del que era lector asiduo y a quien consideraba como «maestro».
Dos
problemas particularmente graves reclamaron su atención: el primero era el de
la actitud que convenía tomar con los que habían cedido durante la
persecución accediendo a ofrecer sacrificios a los ídolos. Muchos de ellos
quisieron luego volver a la Iglesia, y para ello solicitaban de los
«confesores», que habían permanecido firmes sufriendo gravísimos tormentos
por la fe, unos certificados en que declaraban que hacían participantes de sus
méritos a los que se habían mostrado débiles, con lo que éstos creían ya
tener derecho sin más a ser readmitidos a la comunión. Cipriano mantuvo
firmemente que el grave pecado de apostasía requería una proporcionada
penitencia, y que los certificados de los confesores no podían considerarse
como una absolución automática, sino que la absolución tenía que concederse
por la Iglesia a través de sus ministros, por medio de la imposición de manos,
que sólo debía tener lugar después que constase de un auténtico
arrepentimiento garantizado por una congrua satisfacción. Las discusiones
acerca de esta cuestión son de gran interés histórico, pues a través de
ellas conocemos la práctica de la disciplina penitencial en la Iglesia antigua.
Otro
problema, que llegó a presentar suma gravedad, surgió cuando un número
notable de personas que se habían criado en la herejía pidieron ser admitidos
en la Iglesia católica. La práctica de las Iglesias de Africa en tales casos
era la de bautizar a todo hereje que pedía ser admitido, aunque hubiese
recibido ya el bautismo en su secta, pues no se consideraba que el bautismo
conferido por herejes pudiera ser válido. La Iglesia romana, en cambio,
defendía que la validez del bautismo no dependía de las disposiciones o la
santidad del ministro que lo confería, sino que todo bautismo hecho con la
intención de hacer lo que Cristo había mandado era válido, y, por tanto, no
debía repetirse. A este respecto mantuvo Cipriano una áspera disputa epistolar
con el obispo de Romas Esteban, quien pretendía imponer a las Iglesias de
Africa la práctica romana. Ambas partes se mostraron irreductibles, hasta el
punto de que era de temer un verdadero cisma, que sólo fue evitado al
sobrevenir la persecución de Valeriano, en la que ambos contendientes hubieron
de dar su vida por Cristo, sin que pudieran llevar adelante sus controversias
doctrinales. En realidad la doctrina y práctica romanas se fueron imponiendo
luego a toda la Iglesia.
El
confrontalmiento con la herejía, así como los problemas de los apóstatas y de
las relaciones con los demás obispos, obligaron a Cipriano a elaborar una
teoría de la Iglesia, que desarrolló las ideas que antes habían expresado
Ignacio de Antioquía e Ireneo. En su tratado Sobre la unidad de la Iglesia
afirma Cipriano que la Iglesia es esencialmente una, imitando la unidad de Dios
en la Trinidad. Esta unidad tiene su expresión en la unidad del colegio
episcopal cuyos miembros participan in solidum de un único episcopado, como lo
significa el hecho de que Cristo fundara sobre uno solo, sobre Pedro, su Iglesia
y le diera a él una única autoridad. Sin embargo, no parece que Cipriano
conciba esta autoridad de Pedro como superior a la de los demás obispos, sino
que todos los obispos participan por igual de aquella misma autoridad que fue
dada en Pedro.
*
* * * *
A
principios del siglo III, Cartago, en el norte de África, era una de las
grandes ciudades del Imperio Romano. Allí nació San Cipriano, hacia el año
205, en el seno de una familia pagana, rica y culta. Como correspondía a su
categoría social recibió una esmerada formación en Filosofía y Retórica.
También participó de las ventajas de su fortuna, del lujo, placeres y honores
propios de las costumbres de la época. Pero en la edad madura, siendo muy
conocido en su ciudad como maestro de Retórica, se convirtió al Cristianismo.
A los pocos años, en el 248, fue nombrado Obispo de Cartago.
Su
episcopado, de diez años, se desarrolló en circunstancias difíciles para la
Iglesia. Los cristianos sufrieron las violentas persecuciones de los emperadores
Decio y Valeriano. San Cipriano se dedicó a fortalecer a sus hermanos en la fe,
mientras salía al paso de los errores que se propagaban en tal situación,
llegando a comprometer gravemente la unidad de la Iglesia, como los cismas de
Novaciano y Felicísimo, que se mostraban excesivamente rigoristas a la hora de
volver a admitir a la comunión eclesial a los lapsi, a los que habían
apostatado durante la persecución. El mismo Cipriano murió mártir el 14 de
septiembre del año 258.
Sus
obras—tratados y cartas—se pueden agrupar en dos tipos: las de carácter
apologético, donde utiliza toda su rica formación filosófica en defender la
fe de Cristo contra los paganos; y las pastorales, en las que habla como obispo,
con una clara concepción sobre la Iglesia católica y el episcopado.
LOARTE
La readmisión de
los apóstatas
NOVACIANO y
SAN CIPRIANO se encuentran estrechamente relacionados
entre sí, y vamos a presentarlos juntos, aunque luego tratemos separadamente de
ellos y de sus obras.
A mediados del
siglo III hubo una controversia en Occidente sobre el perdón del pecado de
apostasía. Hasta entonces, ese pecado estaba excluido de la penitencia
eclesiástica, y el apóstata, separado déla comunidad de los fieles hasta el
final de su vida, tenía que confiar en que Dios oiría sus súplicas privadas. Sin
embargo, había la costumbre de que el obispo readmitiera a aquellos apóstatas
por los que intercedían los que estaban o habían estado presos esperando el
martirio, los llamados «confesores» porque habían confesado la fe.
Pero la persecución
general de Decio, de la que ya hemos hablado, acababa de producir un número
excepcional de apóstatas, de diversos grados. Ante la obligación de sacrificar a
los dioses, algunos lo habían hecho, otros lo habían simulado a través de una
tercera persona o bien se habían conseguido por algún medio un certificado de
haber sacrificado sin haberlo hecho realmente; en algunos lugares eran más que
los que habían permanecido fieles. Y había largas colas ante los confesores, que
intercedían incluso por personas que no conocían, y hasta había uno que lo hacía
en general, por todos los apóstatas dondequiera que se encontrasen; además, esas
intercesiones se estaban haciendo a veces con una cierta arrogancia, como si sus
súplicas al obispo fueran órdenes.
Cipriano, obispo de
Cartago desde 248 hasta 258, modificó esta práctica. En adelante, estas súplicas
se examinarían con cuidado, cuando cesara la persecución, y los interesados
serían admitidos a la penitencia pública pero no reconciliados sin más. Ante la
oposición de muchos pero con el apoyo de los obispos de África reunidos en
sínodo, Cipriano escribió a Roma explicando el asunto. En Roma, el papa San
Fabián acababa de morir mártir, y en la sede vacante gobernaba la Iglesia romana
el presbítero Novaciano, a quien le pareció bien la decisión de Cipriano, aunque
era innovadora.
Poco después fue
elegido un nuevo papa, San Cornelio, que aprobó también la práctica de San
Cipriano. Pero Novaciano, al parecer herido por no haber sido elegido él, y
movido por su tendencia rigorista, rompió con Cornelio, comenzando a sostener
que no se debía admitir a la penitencia a los apóstatas. Aunque Cornelio condenó
esta doctrina y excomulgó a Novaciano y a sus seguidores en un sínodo romano, a
éste le apoyaban algunos presbíteros y confesores y fundó una secta, la de los
novacianos, con su jerarquía y sus iglesias. Esa secta, al encontrar eco en la
tendencia rigorista que también existía en otras partes, se extendió bastante;
más adelante, en el año 326, sería hasta legalmente reconocida por Constantino.
Un siglo después tenía aún una iglesia en Roma, y en África y en Oriente perduró
todavía más tiempo; aún a comienzos del siglo VII se escribiría en Alejandría un
tratado contra los novacianos.
Otra controversia
tuvo lugar, esta vez entre Cipriano y el sucesor del papa Cornelio, Esteban;
Cipriano negaba el valor del bautismo conferido por los herejes, en contra de lo
que era práctica común en Alejandría y en Roma, como también lo había sido en
África hasta unos 30 años antes; controversia a la que puso fin la muerte de San
Cipriano en el martirio.
SAN CIPRIANO nació en África, probablemente en Cartago, en la primera década del siglo. Su familia era pagana, acomodada y culta. Fue maestro de elocuencia en Cartago, donde consiguió fama, hasta que se convirtió, dio sus riquezas a los pobres y poco después fue ordenado sacerdote. Al año de su elección en el 248 como obispo de Cartago, comenzó la persecución general de Decio del 250 y, pensando en el bien de la comunidad, Cipriano se escondió y procuró, desde su escondite, ayudar y dirigir a sus fieles. En cambio, unos años después, en la persecución de Valeriano, Cipriano no huyó, fue primero desterrado y luego, llamado del destierro, vuelto a juzgar y decapitado en el año 258. Las actas de su martirio se conservan.
Hombre culto y
equilibrado, aunque admiraba mucho a Tertuliano supo evitar sus extremismos; no
tiene sin embargo la penetración de éste. Sus escritos son de carácter práctico;
le interesan más las almas que las ideas, y a menudo trata de justificar sus
acertadas actuaciones con teorías que lo son menos, o que resultan
contradictorias con las establecidas por él mismo en otra ocasión. Fue muy leído
en el medievo, como lo atestigua el gran número de manuscritos de sus obras que
nos han llegado.
Su primera obra, A
Donato, es una explicación de los motivos de su conversión, y una
invitación a que muchos le sigan. Sobre el vestido de las vírgenes trata
de las costumbres que éstas deben observar, y depende de la obra de Tertuliano
sobre el vestido de las mujeres, pero evitando estridencias en el fondo y en la
forma. Sobre los apóstatas, escrito a su regreso después de la
persecución de Decio, establece las normas que se seguirán para la readmisión de
aquéllos. Sobre la unidad de la Iglesia, uno de sus tratados más
influyentes a lo largo de los tiempos, está escrito sobre el trasfondo del cisma
de Novaciano: hay una sola Iglesia, edificada sobre Pedro, y fuera de ella no
hay salvación, «no puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por
Madre». La autenticidad de unos párrafos sobre el primado de Pedro ha sido
objeto de una larga controversia que dista de estar cerrada.
La oración del
Señor está basada en el tratado de Tertuliano sobre la oración, pero es más
completo y profundo, y está más centrado en la exposición del padrenuestro. A
Demetriano, un escrito original y lleno de fuerza, recuerda la literatura
apologética, y responde a las acusaciones de que los cristianos son responsables
de los males que azotan a la humanidad, con la idea de reforzar al mismo tiempo
la fe de los cristianos. Sobre la mortalidad, escrito bajo el recuerdo de
la persecución de Decio y de una peste que le sucedió poco después, da una
interpretación profundamente humana y cristiana sobre el hecho inevitable de la
muerte.
Sobre las buenas
obras y las limosnas es una invitación a la limosna, especialmente necesaria
en las circunstancias de miseria acabadas de aludir, y muy leída en la
antigüedad. Las ventajas de la paciencia depende muy de cerca del tratado
sobre la paciencia de Tertuliano, y parece tratarse de un sermón. Sobre los
celos y la envidia explica cómo éstos son los mayores enemigos de la unidad
de la Iglesia y cómo son vencidos únicamente por el amor al prójimo. A
Fortunato, exhortación al martirio, escrito a petición de éste, recoge
pasajes y sentencias bíblicas sobre el tema. A Quirino, tres libros de
testimonios es una apología contra los judíos, una explicación de cómo
Cristo era el Mesías que ellos esperaban y de cómo hizo cuanto de Él había sido
escrito, y un resumen de los deberes cristianos,tratados cada uno de estos tres
temas en uno de los libros. Finalmente, Que los ídolos no son dioses es
una obra de carácter apologético que responde a su título; su autenticidad es
discutida, y muchas de sus ideas están tomadas de apologías latinas anteriores.
Por último, hay que
mencionar las Cartas de San Cipriano, una colección de sesenta y cinco
escritas por él a la que acompañan dieciséis que recibió, de Novaciano y del
papa Cornelio entre otros, y que son una fuente extraordinariamente valiosa para
la historia, especialmente eclesiástica, del período. También tienen interés
para el filólogo, pues reproducen muy de cerca el lenguaje hablado del momento.
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