viernes, 20 de junio de 2014

El galeón de Manila

  El galeón de Manila
 http://www.histarmar.com.ar/InfGral/AASidoli/CarreraIndias-7.htm
El Galeón de Manila fue la prolongación en el Pacífico de la Flota de la Nueva España, con la que estaba interrelacionado. La conquista y colonización de Filipinas y el posterior descubrimiento de la ruta marítima que conectaba dicho archipiélago con América (efectuado por Urdaneta siguiendo la corriente del Kuro Shivo) permitieron realizar el viejo sueño colombino de conectar con el mundo asiático para realizar un comercio lucrativo.
 El Galeón de Manila fue en realidad esto, un galeón de unas 500 a 1.500 toneladas (alguna vez fueron dos galeones), que hacía la ruta Manila-Acapulco transportando una mercancía muy costosa, valorada entre 300.000 y 2.500.000 pesos. Su primer viaje se realizó el año 1565 y el último en 1821 (este galeón fue incautado por Iturbide). La embarcación se construía usualmente en Filipinas (Bagatao) o en México (Autlán, Jalisco). Iba mandada por el comandante o general y llevaba una dotación de soldados. Solían viajar también numerosos pasajeros, que podían ayudar en la defensa. En total iban unas 250 personas a bordo.
 La ruta era larga y compleja. Desde Acapulco ponía rumbo al sur y navegaba entre los paralelos 10 y 11, subía luego hacia el oeste y seguía entre los 13 y 14 hasta las Marianas, de aquí a Cavite, en Filipinas. En total cubría 2.200 leguas a lo largo de 50 a 60 días. El tornaviaje se hacía rumbo al Japón, para coger la corriente del Kuro Shivo, pero en el año 1596 los japoneses capturaron dicho galeón y se aconsejó un cambio de itinerario. Partía entonces al sureste hasta los 11 grados, subiendo luego a los 22 y de allí a los 17. Arribaba a América a la altura del cabo Mendocino, desde donde bajaba costeando hasta Acapulco. Lo peligroso de la ruta aconsejaba salir de Manila en julio, si bien podía demorarse hasta agosto. Después de este mes era imposible realizar la travesía, que había que postergar durante un año. El tornaviaje demoraba cinco o seis meses y por ello el arribo a Acapulco se efectuaba en diciembre o enero. Aunque se intentó sostener una periodicidad anual, fue imposible de lograr.
 El éxito del Galeón de Manila era la plata mexicana, que tenía un precio muy alto en Asia, ya que el coeficiente bimetálico existente la favorecía en relación al oro. Digamos que en Asia la plata era más escasa que en Europa. Esto permitía comprar con ella casi todos los artículos suntuosos fabricados en Asia, a un precio muy barato y venderlos luego en América y en Europa con un inmenso margen de ganancia (fácilmente superior al 300 por 100).
Los terminales de Manila y Acapulco constituyeron en su tiempo los emporios comerciales de los artículos exóticos y sus ferias fueron más pintorescas que ninguna. En Manila se cargaban bellísimos marfiles y piedras preciosas hindúes, sedas y porcelanas chinas, sándalo de Timor, clavo de las Molucas, canela de Ceilán, alcanfor de Borneo, jengibre de Malabar, damascos, lacas, tibores, tapices, perfumes, etcétera. La feria de Acapulco se reglamentó en 1579 y duraba un mes por lo regular. En ella se vendían los géneros orientales y se cargaba cacao, vainilla, tintes, zarzaparrilla, cueros y, sobre todo, la plata mexicana contante y sonante que hacía posible todo aquel milagro comercial.
 La mercancía introducida en América por el Galeón de Manila terminó con la producción mexicana de seda y estuvo a punto de dislocar el circuito comercial del Pacífico. La refinadísima sociedad peruana demandó pronto las sedas, perfumes y porcelanas chinas, ofreciendo comprarlas con plata potosina y los comerciantes limeños decidieron librar una batalla para hacerse con el negocio. A partir de 1581 enviaron directamente buques hacia Filipinas. Se alarmaron entonces los comerciantes sevillanos, que temieron una fuga de plata peruana al Oriente y en 1587 la Corona prohibió esta relación comercial directa con Asia. Quedó entonces el recurso de hacerla a través de Acapulco, pero también esto se frustró, pues los negociantes sevillanos lograron en 1591 que la Corona prohibiera el comercio entre ambos virreinatos.
 
 Buques capeando un temporal
(detalle de una carta naútica de Hessel Gerritsz, 1622, Biblioteca Nacional, París)
 Naturalmente los circuitos comerciales no se destruyen a base de prohibiciones y el negocio siguió, pero por vía ilícita. A fines del siglo XVI México y Perú intercambiaban casi tres millones de pesos anuales y a principios de la centuria siguiente el Cabildo de la capital mexicana calculaba que salían de Acapulco para Filipinas casi cinco millones de pesos, parte de los cuales venía del Perú. Esto volvió a poner en guardia a los defensores del monopolio sevillano, que lograron imponer restricciones al comercio con Filipinas. A partir de entonces se estipuló que las importaciones chinas no excediesen los 250.000 pesos anuales y los pagos en plata efectuados en Manila fuesen inferiores a medio millón de pesos por año. Todo esto fueron incentivos para el contrabando, que siguió aumentando.
 En 1631 y 1634 la monarquía reiteró la prohibición de 1591 de traficar entre México y Perú, cosa que por lo visto habían olvidado todos. Hubo entonces que recurrir a utilizar los puertos intermedios del litoral pacífico, como los centroamericanos de Acajutia y Realejo, desde donde se surtía cacao de Soconusco a Acapulco, de brea al Perú y de mulas (de la Cholulteca hondureña), zarzaparrilla, añil, vainilla y tintes a Panamá, lo que encubría en realidad el tráfico ilegal entre los dos virreinatos.
             Si los cargamentos procedentes de Europa eran voluminosos y bastante diversificados, no fueron ni el pálido reflejo de aquéllos que llegaban de Oriente y retornaban a las Filipinas cargados de plata, cochinilla de grana y jabón.          
Recordemos que el famoso parián de los sengleyes en Manila, que fue una especie de gigantesca central de abastos, concentraba en sus bodegas productos procedentes de Persia, India, Indochina, China y Japón destinados al poderoso virreinato de la Nueva España: especierías, perfumes, porcelanas, marfiles; bronces, muebles (entre los que destacaban los biombos), seda, hilo de oro y de plata, textiles diversos, perlas y piedras preciosas a granel, piezas de jade y joyería fina. Objetos que en su conjunto requerían de un cuidadoso y voluminoso empaque en enormes cestos y cajas de bambú finamente tejido, por ello no sorprende que durante el siglo XVIII existieran galeones que surcaban el Océano Pacífico como el Rosario y el Santísima Trinidad que desplazaban un peso de 1700 y 2000 toneladas, respectivamente. También de allá venían esclavos y en esa condición llegó a México "Mirra", bautizada con el nombre de Catharina de San Juan, la famosa "China Poblana".
            Los viajes de Acapulco a Manila debían realizarse entre los meses de marzo a junio, en tanto que la tornavuelta tenía lugar de julio a enero, ya que en su conjunto eran meses ideales para realizar la siempre peligrosa travesía. La bibliografía existente respecto a este tema es enorme, pero en su conjunto casi nada aporta sobre las condiciones mismas de las travesías que surcaban los dos grandes océanos. Cuando alguna epidemia se desataba a bordo, era consignada en los documentos de "arribo" debido a la cuarentena a la que era sometida toda la tripulación del navío infectado, pero lo sucedido a bordo, lo cotidiano en el acontecer de aquellos fascinantes viajes se perdió con el tiempo de los galeones. 
10 – El tornaviaje
Una vez realizada la negociación, los mercantes de ambas flotas, la de Nueva España y la de Tierrafirme, debían dirigirse hacia La Habana, donde les esperaban los buques de guerra de escolta. Desde allí se emprendía el viaje de regreso a España.
 Los buques iban llegando lentamente, mientras bullía la actividad en el puerto. Se aprovechaba el tiempo para carenar y preparar las naves para la larga navegación. Muchas veces esta espera se hacía interminable y venía ocasionada por desacuerdos entre los comerciantes. A veces había que esperar un solo buque que se había quedado rezagado. Entretanto era preciso pagar los jornales de los marineros, mantener los buques inactivos, aguantando el oleaje y ver cómo se deterioraba la carga de productos perecederos. Había que partir antes del 10 de agosto, ya que en caso contrario sobrevendría un desastre en el Canal de la Bahama. Si para esa fecha no había logrado prepararse el tornaviaje, se retrasaba hasta el año siguiente. En tal caso se procedía a descargar la plata para almacenarla en los fuertes.
 El tornaviaje era mucho más peligroso que la venida, pues aparte del riesgo de huracanes y temporales estaba el peligro de la piratería, que aumentaba en consonancia con el valor de la carga que se transportaba; el tesoro real (plata procedente de impuestos: y tributos cobrados) y las remesas de los comerciantes. La plata llegó a representar entre el 85% y el 95% de los cargamentos indianos a la Península hasta que se produjo la contracción de tales envíos a partir de la segunda década del siglo XVII. La ruta de regreso terminaba además en un embudo, que era la boca del Guadalquivir fácilmente accesible desde los puertos europeos.
 Cuando todo estaba listo se hacía aguada, se cargaban los víveres para la travesía y se daba la orden de partida. Los buques volvían a colocarse en posición de travesía. No se enviaba ningún navío de aviso a la península, para no alertar a los piratas. En la metrópoli no se sabía nunca la fecha de regreso de las flotas. La primera noticia de su arribo era verlas llegar a San Lúcar.
 Desde La Habana se dirigían al Canal de la Bahama, siempre amenazante. Era la vieja ruta del piloto Alaminos entre Cuba y La Florida. En su fondo yacían multitud de galeones cuyos hundimientos se contaban siempre por la marinería. Pasando el Canal se enrumbaba hacia Europa.
 El peligro corsario y pirata aumentaba al llegar a las Azores. A veces se enviaban buques de guerra de refuerzo a estas islas, para esperar la llegada de las flotas. Desde las Azores se dirigían a Portugal. No era rara una recalada en el Algarve para descargar el contrabando. Finalmente se alcanzaba el suroeste español y por último a San Lúcar, desde donde los galeones comenzaban a remontar con dificultad el Guadalquivir para llegar al puerto fluvial de Sevilla, ciudad que tuvo el monopolio comercial de Indias hasta entrado el siglo XVIII. La Corona tuvo siempre miedo de que se perdiera plata americana si se abrían otros puertos peninsulares a la Carrera de las Indias y además le resultaba más cómodo controlar ésta desde un solo terminal, motivos por los cuales favoreció los intereses de la ciudad andaluza, que se convirtió gracias a las flotas en una de las más importantes de Europa. Su población pasó de 45.000 habitantes a fines del siglo XV a 130.000 a comienzos del XVII.
 El aumento del tonelaje de los buques fue convirtiendo a Sevilla en un puerto inútil para el comercio indiano, ya que impedía la subida por la barra del Guadalquivir. En 1680 se decidió que los galeones partieran y llegaran a Cádiz, puerto que tenía mejores condiciones para esta negociación atlántica. Los comerciantes sevillanos hicieron el último esfuerzo por controlar el monopolio y fue lograr que la Casa de la Contratación siguiera en su ciudad, con lo cual las flotas se organizaban marítimamente en Cádiz y burocráticamente en Sevilla. Este sistema funcionaría casi otros cuarenta años.
 En Sevilla se descargaba la mercancía, se contaba la plata, se cobraban los impuestos, se pagaba a la marinería y se devolvía el armamento al arsenal. El numerario emprendía desde allí una larga ruta hacia los centros industriales europeos, que fabricaban las manufacturas que se comprarían para la flota siguiente.
 El sistema fue siendo cada vez más lento. En el siglo XVII la mercancía procedente del Pacífico tardaba un año en llegar a España y dos la que venía de Filipinas. Normalmente el viaje de ida y vuelta de España a México llevaba un año, pues había que contar con la espera motivada por la formación de las flotas. Casi siglo y medio duró la decadencia del sistema de flotas; la mayor parte de su existencia. Desde la tercera década del siglo XVII empezó a dar señales de ineficacia y a fines de dicha centuria era evidente su falta de operatividad. A comienzos del siglo XVIII se hicieron varios intentos por resucitar las flotas, pero todo fue inútil. Desde 1740 no hubo ya más flotas a Tierrafirme y sólo algunas a Nueva España. El parte de defunción de las flotas se firmó en 1778 cuando se dio el Reglamento de Libre Comercio.

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