Sentado en el Bryant Park
“Bryant Park” es la viñeta perfecta de esa metáfora que dibujan los ecologistas, cuando dicen que algo en las grandes ciudades es un “pulmón natural”; porque está clavado en el mismo centro de esa selva de acero y cemento que hace ya mucho tiempo aplastó a Federico García Lorca, cuando escribió su “Poeta en New York”, y porque, aunque no es tan grande como el “Central Park”, parece un pequeño verde bostezo que las enormes torres que lo rodean amenazan tragarse.
Si miro hacia la Avenida cuarenta y dos veo un hormiguero humano que parece dirigirse hacia otra galaxia, mientras aquí, en el Bryant Park, el pequeño rayito de sol es el objetivo. Vuelvo a pensar que lo único que nos sobra es el sol, allá en la isla; y me detengo en los jugadores de bocha que sopesan cuidadosamente el lanzamiento de la bola metálica, como si el mundo para ellos no fuera un conjunto de objetos en el espacio, y en ese tiro se jugaran todo lo que les resta de su existencia. Observo a uno que medita balanceando la bola en su mano derecha, está en cuclillas, y en ese momento no hay en su rostro ninguna huella del espanto del existir, su mirada es casi inocente, fija únicamente en la trayectoria que le impondrá a su tiro; y cuando se impulsa y arroja con cuidado la bola, se queda petrificado como un ídolo, como un tótem, del cual se ven brotar unos reflejos que se van expandiendo en la misma medida que él sale del trance en que lo metió el esfuerzo de impulsarse. Mientras la bola corre, es como un instante mágico, como un asalto al cielo.
El tipo que tiene sus ojos embebidos en el libro me da la impresión de que está en fuga. Envuelto en un grueso abrigo, parece infame. El frío hace infame a los seres humanos, nos escribió una vez Marianne de Tolentino a Norberto James y a mí cuando estábamos en París. Y este hombre parece el soñador del viaje, el nostálgico; la fuga es lo único que le queda, la persistencia de sus ojos en las páginas del libro me indica que hace ya rato va hacia la interioridad de su ser, y que el Bryant Park es apenas un pretexto. Sonrió imaginándome a mí mismo observado por otro. La perversión del mundo contemporáneo es que no podemos conocer sino las apariencias. Yo, Andrés L. Mateo, sentado en una silla del Bryant Park , bajo un frío inclemente que no me es natural, puedo ser, también, la otra imagen de ese hombre que lee, mientras pienso que, allá en la isla, lo único que nos sobra es el sol.
De pronto recuerdo a qué vine al Bryant Park, imaginándome que los mecanismos concretos que llevan a rememorar a mi propio país en la silla de un parque norteamericano flagelado por el frío, llevan oculto un contenido que me parece haber encontrado. Ante todo, que donde quiera que vayamos a parar cargamos con nuestra propia historia, y que ese sujeto libre que habita la isla no existe, y es la manera de bramar lo que nos han impuesto durante poco más de un siglo quienes nos han gobernado.
-¡Las vainas de tu país!- oigo que gritan a mis espaldas. Me viro y veo al Premio Pulitzer dominicano, riéndose, con quien había quedado de verme en el Bryant Park. _!Las vainas de tu país!- repite- muerto de risa. Y yo sigo pensando que lo único que nos sobra es el so
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