ELMUNDO TV
NIGERIA
Deborah Sanya de 18 años, una de las niñas secuestradas
Deborah: 'Gritaban Alá es grande'
-
'Creíamos que estábamos a salvo hasta que les oímos decir: Allahu Akbar'
-
'Pensé que había llegado mi hora...'
-
Una de las estudiantes víctimas del secuestro en Nigeria cuenta cómo escapó
-
Sueña con ser médico
Cuatro estudiantes que escaparon. Al menos 234 siguen secuestradas, aunque podría llegar a 270.
HARUNA UMAR
Las pocas palabras que Deborah Sanya farfulla en
inglés bastan para entender que lo que sucedió la noche del 14 de abril
cambió su vida. Fue la noche antes de sus exámenes finales de
Secundaria, tras un día largo, cansado y también extraño. Un día que no
debería haber empezado nunca. En plena oscuridad, cuando todo el mundo
ya dormía, sobre las 11.30, mientras el pueblo estaba enfrascado en el
silencio de las zonas remotas de África, un batallón de unos 200 hombres
asaltaba sin piedad las instalaciones de la Escuela Secundaria de Chibok.
El centro se encuentra en el estado de Borno, en el noreste de Nigeria,
feudo de los radicales de Boko Haram, el grupo terrorista liderado por
el despiadado Abubakar Shekau que lleva de cabeza al país desde 2002 .
En el momento del ataque, Deborah cuenta a Crónica que estaba junto a sus compañeras en el dormitorio del internado de Chibok, la única escuela en la región que se había atrevido a abrir sus puertas durante unos días para acoger a los 530 estudiantes, chicos y chicas, que se iban a enfrentar a los exámenes finales de Secundaria.
Era la escuela de referencia en la zona, a donde habían acudido muchos estudiantes de tierras colindantes. En mitad de la noche, Deborah y sus compañeras de dormitorio no se alarmaron por el alboroto. Pensaron que provenía de los 15 soldados que el ejército nigeriano tenía desplegados en los alrededores precisamente para impedir cualquier incidente desagradable. «Nos dijeron que no nos preocupáramos, que no nos pasaría nada», relata Deborah desde Chibok con un tono de voz apagado, aún asustado. «Creíamos que estábamos a salvo.... hasta que les oímos decir 'Allahu Akbar [Alá es grande]', mientras apuntaban sus armas al aire».
Entonces, las chicas, rodeadas de uniformes falsos del ejército nigeriano, supieron que no se encontraban en manos de soldados, sino de los radicales de Boko Haram, uno de los grupos terroristas con más fuerza de África. Ahora, con el secuestro de estas al menos 234 jóvenes estudiantes -la cifra exacta de cautivas se desconoce y algunas fuentes apuntan hasta 270 menores raptadas-, ha saltado a los titulares internacionales. Desde el 14 de abril, al menos 41 chicas habrían podido escapar y volver a casa. Deborah, 18 años recién cumplidos, de familia cristiana y estudiante aplicada, fue una de las primeras que lo consiguió. Del resto, se desconoce su suerte por completo.
«Pensé que había llegado mi hora», cuenta con un hilo de voz Deborah. La joven habla a través de su padre, Ishaya, un profesor de una escuela de primaria cercana que todavía no se cree que su hija esté a salvo. Tras reunir a todas las chicas fuera del centro -a pesar de que la Escuela de Secundaria de Chibok es mixta, sólo contaba con un dormitorio femenino para chicas de entre 15 y 18 años-, Deborah y sus compañeras contemplaron cómo su colegio era primero saqueado y luego quemado por completo. Ahora no quedan más que paredes carbonizadas que a duras penas se sostienen en pie, según cuenta a Crónica Shiromah, uno de los 40 profesores que impartía clases allí. La escuela tardará mucho tiempo en volver ser el centro de referencia de la zona.
En plena oscuridad, con el desconcierto y el miedo en el cuerpo, Deborah no se atreve a aventurar el número de atacantes, pero afirma que eran «muchísimos» y que no perdieron el tiempo en obligarlas a subir a tres camiones que tenían preparados y a enfilar camino a lo desconocido. Algunos terroristas iban en motocicletas.
Por el relato de su hija, Ishaya sabe que los asaltantes llevaron a las chicas a unos 150 kilómetros hacia el norte, a un lugar donde el estado nigeriano hace tiempo que ha dejado de gobernar y donde ni siquiera hay presencia de las fuerzas de seguridad, como denuncia la comunidad chibok. Ahí, en las entrañas del bosque Sambisa, fortín de los radicales, se refugian previsiblemente los islamistas con sus presas, las quizás más de 234 jóvenes de Chibok cuyo secuestro ha despertado la conciencia internacional sobre el rapto y el tráfico sexual de mujeres.
Vanagloriándose de su hazaña, Abubakar Shekau, líder de Boko Haram desde 2009, ha divulgado esta semana un vídeo en el que, tras condenar que estuvieran en el colegio recibiendo educación, aseguraba que mercadeará con ellas. «Yo secuestré a vuestras hijas y voy a venderlas en el mercado, en el nombre de Dios», declaraba. «La educación occidental tiene que acabarse. Niñas, tenéis que dejar la escuela y casaos», añadía.
En plena noche, en un lugar imposible de identificar, Deborah y sus compañeras oyeron cesar el rugido de los camiones. Una vez en su destino, en medio de la nada, el grupo de chicas acampó junto con los secuestradores. Deborah no lo dudó ni un minuto. Tenía que escapar. Esperó a que llegara la luz del día para llevar su plan a cabo. «Nos obligaron a cocinar, pero yo no tenía hambre». Cogió a dos de sus compañeras, se armó de valor y empezó a huir a través de la maleza, hasta tener la certeza de estar a salvo.
Deborah, la tercera de los ocho hijos de Ishaya, ha vuelto a casa, pero se lamenta de que sus compañeras sigan en un lugar tan desconocido como quizás inaccesible y remoto, totalmente desamparadas. Blessing, Safiya, Mairama, Mary, Saratu, Hauwa, Rhoda, Esther, Ladi, Ruth, Zara, Lydia, Racheal, Rebecca, Saratu, Helen, Palmata, Pindar, Grace, Naomi, Rahila, Tabitha, Hana,... y así una lista interminable.
Víctimas cuyas familias se quejan de la desidia del Gobierno nigeriano, que tardó dos semanas en hacer su primera declaración pública sobre el trágico suceso e incluso, por boca de la primera dama, Patience Jonathan, llegó a poner en duda que el secuestro se hubiera producido, calificándolo de mera propaganda contra el poder.
Deborah tan sólo tiene 18 años y su voz tímida en inglés no le impide asegurar con firmeza que «a ser posible» ella quiere ser «médico». Para ello, sabe que tendrá que huir lejos de Chibok, una de las regiones del noroeste de Nigeria que vive en estado de alarma desde hace un año debido a los ataques permanentes de Boko Haram, que significa «la educación occidental es pecado», en hausa, el idioma más hablado en el norte nigeriano. El grupo terrorista, fundado hace una década por Mohamed Yusuf -quien falleció en 2009 en una ofensiva-, encuentra la razón de todos los males del país en los valores occidentales implantados en el sur nigeriano.
«Terrible, terrible, terrible», dice a Crónica, con un inglés pulido, Shiromah. Este profesor de la Escuela de Secundaria de Chibok ha visto cómo en cuestión de pocas horas desaparecía el lugar al que ha dedicado los últimos años de su vida y donde labraban su futuro más de 1.700 alumnos, tanto chicos como chicas. El buen hombre, que no estaba en la escuela en el momento del ataque, siente miedo, al igual que el resto de los habitantes de este lugar remoto, donde la pista de aterrizaje se abandonó hace un año, donde ya no aterrizan vuelos domésticos, aislado, desamparado, pero con verdes pastos y una tierra fértil para la agricultura.
Consciente de la amenaza, y con la sensación de tener en su nuca el aliento de Boko Haram, el profesor de la Escuela de Secundaria prefiere sólo dar su nombre de pila. Asegura que «todo el mundo» en el área de Chibok «está sufriendo con este drama», aunque no tengan parientes entre las chicas.
El padre de Deborah opta por obviar la pregunta sobre la suerte de su hija las horas que estuvo retenida. Sabe por las declaraciones de otra de las chicas que consiguió escapar de la violencia sexual ejercida sobre las jóvenes, muchas de ellas vírgenes. Vejaciones que caen como plomo sobre una sociedad tradicional, cristiana y con gran respeto por el matrimonio y la integridad de las mujeres. Según el relato anónimo de una joven que cita The Daily Mirror, ella misma fue entregada a uno de los líderes de la secta porque «era virgen». «Las más jóvenes eran violadas hasta 15 veces el mismo día, obligadas a convertirse al Islam. Si se negaban, eran degolladas». Algunas informaciones apuntan a la posibilidad de que muchas de las chicas acaben en burdeles africanos, de Oriente Medio, la península arábiga o incluso Rusia.
La noche del 14 de abril tampoco se irá jamás de la memoria de Asabe Kwambura, 49, la directora de la Escuela Secundaria de Chibok. Hace un mes que apenas duerme y el sentimiento de culpa la corroe. «Son mis niñas, mis niñas...», repite sin cesar mientras habla por teléfono con Crónica. «Si les pasa algo nunca me lo podré perdonar».
Lo único que recuerda con absoluta claridad es el vacío y la preocupación que le llenaron el pecho cuando se enteró de que el colegio había sido atacado y de que se habían llevado a casi 300 de sus pupilas. «Había alumnas de toda la zona de Chibok porque era la única escuela abierta en ese momento», explica la directora con pesar. «El resto estaban cerradas por el fin del curso y por el riesgo de ataque». No pasa ni un solo día que no lamente no haber estado allí, aunque poco podría haber hecho contra los milicianos de Boko Haram, que sabían cómo desactivar a la poca seguridad del recinto.
Poco a poco, conversación a conversación, Kwambura ha ido reconstruyendo lo que pasó ese día. «Los atacantes llegaron en cuatro camiones vestidos de militares», relata. «Las chicas pensaban que se trataba de una operación del ejército para proteger a la escuela, pero pronto empezaron los disparos y se dieron cuenta de que algo iba mal». Los primeros días, Asabe Kwambura iba siempre con una libreta en la mano. Los padres venían de las aldeas de alrededor para denunciar que sus hijas habían desaparecido. Cada nombre escrito era como un clavo que se le metía en el alma.
«Algunas aprovecharon un descuido de los milicianos para saltar del camión y esconderse en el bosque. Otras pudieron aprovechar la oscuridad de la noche para escapar del campamento», cuenta. «Las últimas informaciones que tenemos apuntan a que Boko Haram ha dividido a las chicas en pequeños grupos y las está separando para evitar que las puedan encontrar», comenta con voz indignada. «Los militares no nos tienen al corriente de lo que hacen. Todo lo que sabemos es gracias a gente de Chibok que se ha arriesgado a ir de aldea en aldea preguntando por las chicas y siguiendo el rastro que van dejando».
Cada día que pasa las probabilidades de encontrar a las estudiantes disminuyen. El presidente del sindicato de maestros del estado de Borno, Bulama Abiso, está furioso con los militares: «Si el Gobierno no puede garantizar la seguridad de las escuelas, no habrá ni un profesor que acuda a la apertura del curso».
Los ataques de Boko Haram son tan aleatorios e indiscriminados que Bulama prácticamente no sale de su barrio. «No me alejo más de dos kilómetros de mi casa por temor a que pase algo. En la ciudad hay más o menos protección, pero si quieres ir a visitar a un familiar te arriesgas a que pase algo. El otro día mataron a 300 personas sin piedad».
Amnistía Internacional asegura que en lo que va de año 1.500 personas, más de la mitad civiles, han fallecido a causa de la violencia y el conflicto armado con Boko Haram. En las redes sociales, el caso echa humo con actores como Sean Penn, Ashton Kutcher o Bradly Cooper a la cabeza de la campaña #RealMenDontBuyGirls [los hombres de verdad no compran mujeres] y con personajes como la primera dama estadounidense Michelle Obama sumándose a la campaña internacional #BringBackOurGirls.
Mientras el suceso golpea al mundo, Deborah se encierra en su casa y se pregunta qué será de sus amigas y confindentes. Ishaya, su padre, siente alegría y pena a la vez. Este año Deborah ya no podría seguir con su educación; la escuela es un amasijo de escombros y duda de que el Gobierno invierta ni un céntimo en la zona, territorio de los radicales. Ishaya se pregunta si algún día podrá llegar a ver como se cumple el sueño de su hija: ser médico.
En el momento del ataque, Deborah cuenta a Crónica que estaba junto a sus compañeras en el dormitorio del internado de Chibok, la única escuela en la región que se había atrevido a abrir sus puertas durante unos días para acoger a los 530 estudiantes, chicos y chicas, que se iban a enfrentar a los exámenes finales de Secundaria.
Era la escuela de referencia en la zona, a donde habían acudido muchos estudiantes de tierras colindantes. En mitad de la noche, Deborah y sus compañeras de dormitorio no se alarmaron por el alboroto. Pensaron que provenía de los 15 soldados que el ejército nigeriano tenía desplegados en los alrededores precisamente para impedir cualquier incidente desagradable. «Nos dijeron que no nos preocupáramos, que no nos pasaría nada», relata Deborah desde Chibok con un tono de voz apagado, aún asustado. «Creíamos que estábamos a salvo.... hasta que les oímos decir 'Allahu Akbar [Alá es grande]', mientras apuntaban sus armas al aire».
Entonces, las chicas, rodeadas de uniformes falsos del ejército nigeriano, supieron que no se encontraban en manos de soldados, sino de los radicales de Boko Haram, uno de los grupos terroristas con más fuerza de África. Ahora, con el secuestro de estas al menos 234 jóvenes estudiantes -la cifra exacta de cautivas se desconoce y algunas fuentes apuntan hasta 270 menores raptadas-, ha saltado a los titulares internacionales. Desde el 14 de abril, al menos 41 chicas habrían podido escapar y volver a casa. Deborah, 18 años recién cumplidos, de familia cristiana y estudiante aplicada, fue una de las primeras que lo consiguió. Del resto, se desconoce su suerte por completo.
«Pensé que había llegado mi hora», cuenta con un hilo de voz Deborah. La joven habla a través de su padre, Ishaya, un profesor de una escuela de primaria cercana que todavía no se cree que su hija esté a salvo. Tras reunir a todas las chicas fuera del centro -a pesar de que la Escuela de Secundaria de Chibok es mixta, sólo contaba con un dormitorio femenino para chicas de entre 15 y 18 años-, Deborah y sus compañeras contemplaron cómo su colegio era primero saqueado y luego quemado por completo. Ahora no quedan más que paredes carbonizadas que a duras penas se sostienen en pie, según cuenta a Crónica Shiromah, uno de los 40 profesores que impartía clases allí. La escuela tardará mucho tiempo en volver ser el centro de referencia de la zona.
En plena oscuridad, con el desconcierto y el miedo en el cuerpo, Deborah no se atreve a aventurar el número de atacantes, pero afirma que eran «muchísimos» y que no perdieron el tiempo en obligarlas a subir a tres camiones que tenían preparados y a enfilar camino a lo desconocido. Algunos terroristas iban en motocicletas.
Por el relato de su hija, Ishaya sabe que los asaltantes llevaron a las chicas a unos 150 kilómetros hacia el norte, a un lugar donde el estado nigeriano hace tiempo que ha dejado de gobernar y donde ni siquiera hay presencia de las fuerzas de seguridad, como denuncia la comunidad chibok. Ahí, en las entrañas del bosque Sambisa, fortín de los radicales, se refugian previsiblemente los islamistas con sus presas, las quizás más de 234 jóvenes de Chibok cuyo secuestro ha despertado la conciencia internacional sobre el rapto y el tráfico sexual de mujeres.
Vanagloriándose de su hazaña, Abubakar Shekau, líder de Boko Haram desde 2009, ha divulgado esta semana un vídeo en el que, tras condenar que estuvieran en el colegio recibiendo educación, aseguraba que mercadeará con ellas. «Yo secuestré a vuestras hijas y voy a venderlas en el mercado, en el nombre de Dios», declaraba. «La educación occidental tiene que acabarse. Niñas, tenéis que dejar la escuela y casaos», añadía.
En plena noche, en un lugar imposible de identificar, Deborah y sus compañeras oyeron cesar el rugido de los camiones. Una vez en su destino, en medio de la nada, el grupo de chicas acampó junto con los secuestradores. Deborah no lo dudó ni un minuto. Tenía que escapar. Esperó a que llegara la luz del día para llevar su plan a cabo. «Nos obligaron a cocinar, pero yo no tenía hambre». Cogió a dos de sus compañeras, se armó de valor y empezó a huir a través de la maleza, hasta tener la certeza de estar a salvo.
Deborah, la tercera de los ocho hijos de Ishaya, ha vuelto a casa, pero se lamenta de que sus compañeras sigan en un lugar tan desconocido como quizás inaccesible y remoto, totalmente desamparadas. Blessing, Safiya, Mairama, Mary, Saratu, Hauwa, Rhoda, Esther, Ladi, Ruth, Zara, Lydia, Racheal, Rebecca, Saratu, Helen, Palmata, Pindar, Grace, Naomi, Rahila, Tabitha, Hana,... y así una lista interminable.
Víctimas cuyas familias se quejan de la desidia del Gobierno nigeriano, que tardó dos semanas en hacer su primera declaración pública sobre el trágico suceso e incluso, por boca de la primera dama, Patience Jonathan, llegó a poner en duda que el secuestro se hubiera producido, calificándolo de mera propaganda contra el poder.
Deborah tan sólo tiene 18 años y su voz tímida en inglés no le impide asegurar con firmeza que «a ser posible» ella quiere ser «médico». Para ello, sabe que tendrá que huir lejos de Chibok, una de las regiones del noroeste de Nigeria que vive en estado de alarma desde hace un año debido a los ataques permanentes de Boko Haram, que significa «la educación occidental es pecado», en hausa, el idioma más hablado en el norte nigeriano. El grupo terrorista, fundado hace una década por Mohamed Yusuf -quien falleció en 2009 en una ofensiva-, encuentra la razón de todos los males del país en los valores occidentales implantados en el sur nigeriano.
«Terrible, terrible, terrible», dice a Crónica, con un inglés pulido, Shiromah. Este profesor de la Escuela de Secundaria de Chibok ha visto cómo en cuestión de pocas horas desaparecía el lugar al que ha dedicado los últimos años de su vida y donde labraban su futuro más de 1.700 alumnos, tanto chicos como chicas. El buen hombre, que no estaba en la escuela en el momento del ataque, siente miedo, al igual que el resto de los habitantes de este lugar remoto, donde la pista de aterrizaje se abandonó hace un año, donde ya no aterrizan vuelos domésticos, aislado, desamparado, pero con verdes pastos y una tierra fértil para la agricultura.
Consciente de la amenaza, y con la sensación de tener en su nuca el aliento de Boko Haram, el profesor de la Escuela de Secundaria prefiere sólo dar su nombre de pila. Asegura que «todo el mundo» en el área de Chibok «está sufriendo con este drama», aunque no tengan parientes entre las chicas.
Batalla previa al asalto
La noche del secuestro, la batalla entre los islamistas y los pocos soldados que quedaban en el puesto de vigilancia de Chibok fue espantosa, según relata a Crónica este profesor, padre de cinco hijos. «Todo el mundo empezó a huir camino hacia la maleza; el caos era absoluto», dice. En el área residen unas 60.000 personas: el 90% cristianas y resto musulmanas. Shiromah, muy sorprendido de que la noticia haya llegado a España, explica que Chibok sólo unos pocos privilegiados pueden acceder a la educación.El padre de Deborah opta por obviar la pregunta sobre la suerte de su hija las horas que estuvo retenida. Sabe por las declaraciones de otra de las chicas que consiguió escapar de la violencia sexual ejercida sobre las jóvenes, muchas de ellas vírgenes. Vejaciones que caen como plomo sobre una sociedad tradicional, cristiana y con gran respeto por el matrimonio y la integridad de las mujeres. Según el relato anónimo de una joven que cita The Daily Mirror, ella misma fue entregada a uno de los líderes de la secta porque «era virgen». «Las más jóvenes eran violadas hasta 15 veces el mismo día, obligadas a convertirse al Islam. Si se negaban, eran degolladas». Algunas informaciones apuntan a la posibilidad de que muchas de las chicas acaben en burdeles africanos, de Oriente Medio, la península arábiga o incluso Rusia.
La noche del 14 de abril tampoco se irá jamás de la memoria de Asabe Kwambura, 49, la directora de la Escuela Secundaria de Chibok. Hace un mes que apenas duerme y el sentimiento de culpa la corroe. «Son mis niñas, mis niñas...», repite sin cesar mientras habla por teléfono con Crónica. «Si les pasa algo nunca me lo podré perdonar».
Lo único que recuerda con absoluta claridad es el vacío y la preocupación que le llenaron el pecho cuando se enteró de que el colegio había sido atacado y de que se habían llevado a casi 300 de sus pupilas. «Había alumnas de toda la zona de Chibok porque era la única escuela abierta en ese momento», explica la directora con pesar. «El resto estaban cerradas por el fin del curso y por el riesgo de ataque». No pasa ni un solo día que no lamente no haber estado allí, aunque poco podría haber hecho contra los milicianos de Boko Haram, que sabían cómo desactivar a la poca seguridad del recinto.
Poco a poco, conversación a conversación, Kwambura ha ido reconstruyendo lo que pasó ese día. «Los atacantes llegaron en cuatro camiones vestidos de militares», relata. «Las chicas pensaban que se trataba de una operación del ejército para proteger a la escuela, pero pronto empezaron los disparos y se dieron cuenta de que algo iba mal». Los primeros días, Asabe Kwambura iba siempre con una libreta en la mano. Los padres venían de las aldeas de alrededor para denunciar que sus hijas habían desaparecido. Cada nombre escrito era como un clavo que se le metía en el alma.
«Algunas aprovecharon un descuido de los milicianos para saltar del camión y esconderse en el bosque. Otras pudieron aprovechar la oscuridad de la noche para escapar del campamento», cuenta. «Las últimas informaciones que tenemos apuntan a que Boko Haram ha dividido a las chicas en pequeños grupos y las está separando para evitar que las puedan encontrar», comenta con voz indignada. «Los militares no nos tienen al corriente de lo que hacen. Todo lo que sabemos es gracias a gente de Chibok que se ha arriesgado a ir de aldea en aldea preguntando por las chicas y siguiendo el rastro que van dejando».
Cada día que pasa las probabilidades de encontrar a las estudiantes disminuyen. El presidente del sindicato de maestros del estado de Borno, Bulama Abiso, está furioso con los militares: «Si el Gobierno no puede garantizar la seguridad de las escuelas, no habrá ni un profesor que acuda a la apertura del curso».
Los ataques de Boko Haram son tan aleatorios e indiscriminados que Bulama prácticamente no sale de su barrio. «No me alejo más de dos kilómetros de mi casa por temor a que pase algo. En la ciudad hay más o menos protección, pero si quieres ir a visitar a un familiar te arriesgas a que pase algo. El otro día mataron a 300 personas sin piedad».
Recompensa: 220.000 euros
La sociedad civil de Nigeria, un país políticamente muy dividido entre el norte musulmán y el sur cristiano, vive traumatizada con el suceso. La policía ofrece 220.000 euros a quien aporte información creíble sobre el paradero de las estudiantes. EEUU, que ha enviado a 10 militares del Comando África para ayudar en el rescate, ha puesto un precio de siete millones de dólares a la cabeza de Boko Haram.Amnistía Internacional asegura que en lo que va de año 1.500 personas, más de la mitad civiles, han fallecido a causa de la violencia y el conflicto armado con Boko Haram. En las redes sociales, el caso echa humo con actores como Sean Penn, Ashton Kutcher o Bradly Cooper a la cabeza de la campaña #RealMenDontBuyGirls [los hombres de verdad no compran mujeres] y con personajes como la primera dama estadounidense Michelle Obama sumándose a la campaña internacional #BringBackOurGirls.
Mientras el suceso golpea al mundo, Deborah se encierra en su casa y se pregunta qué será de sus amigas y confindentes. Ishaya, su padre, siente alegría y pena a la vez. Este año Deborah ya no podría seguir con su educación; la escuela es un amasijo de escombros y duda de que el Gobierno invierta ni un céntimo en la zona, territorio de los radicales. Ishaya se pregunta si algún día podrá llegar a ver como se cumple el sueño de su hija: ser médico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario