Egipto tuvo que aguardar siglos para que la atención
de los historiadores parara mientes en su existencia. Y cuál no sería su
asombro al encontrarse con una civilización mucho más antigua que la de
todos los pueblos europeos.
Mientras los germanos y los celtas se dedicaban a cazar osos y los
romanos planeaban sus primeras conquistas, ya existía en el país del
Nilo una cultura admirable. Después de extinguida su última dinastía, la
XXVI, que cerraba el Siglo de Oro egipcio, aún tendrían que transcurrir
quinientos años para que el nacimiento de un tal Jesús en Belén
anunciara el comienzo de nuestra Era.
El arte y la civilización de Egipto, durante tanto tiempo ignorados,
sólo a principios del siglo XIX comenzaron a mostrar, a los asombrados
ojos del mundo, los magníficos tesoros que tantos siglos habían
permanecido ocultos. El descubrimiento de este mundo antiguo, envuelto
en la oscuridad, perdido en el confusionismo de sus fábulas, sometido a
múltiples cambios y transformaciones fruto de toda suerte de guerras
intestinas y de expansión imperialista y, sobre todo aislado de su
pasado por el hermetismo de su escritura, se debió a la feliz
coincidencia de una empresa militar y de un hombre: la expedición de
Napoleón Bonaparte a Egipto y el nacimiento de Jean-François
Champollion.
Realmente, lo que la Europa de Napoleón sabía de los faraones no
pasaba de ser un conglomerado de historias sin fundamento. Se hablaba de
las maravillas de piedra que existían en el país del Nilo, algunas de
cuyas muestras habían llegado hasta Roma, donde fueron expuestas en las
escaleras del Capitolio y en los jardines de algunos cardenales amantes
del arte; más poco era lo que se podía encontrar, no por decir nada, en
las bibliotecas que aclarara la procedencia de las citadas obras y
hablara de la cultura que las había creado.
En 1805 se editaron en cinco tomos las obras de Estrabón, en las
cuales, entre otras muchas cosas, el gran viajero de la Antigüedad
hablaba de Egipto. Lo sorprendente es que nadie se preocupó de
relacionar la descripción de aquellas tierras con el país del que
procedían las citadas obras de arte.
Y es que la civilización que disfrutaban los hombres del siglo XIX
nada sabía de esa otra, que se hallaba enterrada bajo menuda arena del
desierto africano. Nada la unía a Egipto; sus antepasados eran Grecia y
Roma, hacia las que volvía la mirada para tributarles un recuerdo y
sentirse partícipe de su magnifico legado.
Mientras tanto, la tierra trabajada por el sol en las arenas del
Nilo, cambiaba constantemente de fisonomía llevada por el viento, a la
par que enterraba el pasado de su pueblo, conservándolo para la
posteridad. Justo es reconocer que la protectora arena del desierto ha
evitado muchas veces la demolición deliberada, el vandalismo y la
profanación fortuita de tesoros artísticos. Sin embargo, es mucho lo que
se ha perdido para siempre, porque lo que en un tiempo se guardó
celosamente, no tardaría en ser descubierto. Y, en ocasiones, la propia
naturaleza acabaría destruyendo lo que hasta entonces había preservado
de la codicia de los hombres.
Al hacer un somero balance de los hechos, se advierte que la historia
egipcia nos ha sido dada a conocer con un rigor que para sí quisieran
muchas otras civilizaciones extintas. Efectivamente, junto a los templos
colosales de piedra ya a sus extraordinarias esculturas funerarias han
llegado hasta nosotros las casas hechas de ladrillos de barro cocidos al
sol, en las que efectos caseros reposaban el los lugares donde sus
moradores los vieron por última vez.
Y son precisamente estos datos los que nos permiten reconstruir el
pasado de un pueblo -los que nos hablan del mismo con espontaneidad- y
no las crónicas grandilocuentes escritas de cara a la Historia.
Sin embargo, dichos datos, sencillos, tardarían aún mucho en aparecer
y la "historia" tallada en los monumentos descubiertos constituían un
enigma, por el momento, indescifrables.
Los primeros estudios modernos para lograr traducir los jeroglíficos
egipcios fueron los del jesuita Atanasio Kircher (1601-1680); si bien
sus esfuerzos resultaron tan infructuosos como los realizados por los
eruditos de los siglos XVII y XVIII.
El misterioso velo que cubría la historia del Antiguo Egipto no sería
levantado hasta el casual hallazgo de un manuscrito trilingüe que iba a
dar la clave para sumar a la historia de las civilizaciones remotas más
de dos mil años de una cultura desconocida.
El 19 de mayo de 1798 partió del puerto de Tolón, tras burlar el
bloqueo británico, el entonces desconocido Napoleón Bonaparte. Iba al
mando de treinta y ocho mil hombres embarcados en una flota de
trescientos veintiocho naves. El objetivo de la famosa expedición, de la
cual formaba parte más de cien sabios franceses, era conquistar Egipto
para cerrar a Inglaterra el camino de la India.
Enterado Nelson, almirante de la flota inglesa, de los propósitos de
Napoleón, lo buscó en vano durante un mes por las aguas del
Mediterráneo, para cortarle el paso y entablar batalla.
El 9 de junio los expedicionarios se apoderaron de la isla de Malta y
el 2 de julio el militar francés pisaba suelo egipcio e inmediatamente
se hacía dueño de Alejandría. Luego, tras una penosa marcha a través del
desierto, el 29 de julio los soldados de Napoleón llegaron a las
puertas de la ciudad de El Cairo. Pero aquellos hombres no tuvieron
tiempo de extasiarse ante la fascinante belleza del lugar, que recordaba
los cuentos de "Las Mil y Una Noches". Sólo miraron un instante
recelosos los perfiles de unas construcciones gigantesca, que más
adelante se identificaron como "pirámides de Gizeh".
Entretanto, el ejército de los mamelucos, a lomos de sus magníficos
corceles, aguardaba impaciente a los recién llegados para entrar en
combate. El príncipe egipcio Murad, escoltados por sus beys (titulo
otorgado a los jefes de tribus), cabalgando en un potro blanco como la
nieve y tocado de un turbante verde cuajado de brillantes, iba al frente
de sus aguerridos jinetes.
Cuéntase que antes de comenzar la batalla, Napoleón, mientras señalaba a las cercanas pirámides, pronunció las famosas palabras:
¡Soldados! ¡Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan!>>
Los historiadores y críticos modernos niegan que la proclama dirigida
por Napoleón a sus tropas contengan la célebre frase. Y aseguran que la
pronunció el conquistador francés al visitar, algunos días después del
combate, las monumentales tumbas de los faraones. Y luego dispuso que se
incluyera en las crónicas que describían la trascendental efemérides.
El encuentro entre mamelucos y los soldados franceses fue terrible,
terminando la batalla con el triunfo de las armas europeas. Cuatro días
después, el 25 de julio, Napoleón entraba en El Cairo al frente de sus
tropas.
No obstante, el propósito napoleónico de herir mortalmente a
Inglaterra acercándose a la India, resulto un sueño vano, porque la
ocupación francesa en Egipto sólo se prolongó un año. Y si bien es
cierto que supo de victorias y tesoros artísticos, tambien es verdad que
trajo consigo miseria, hambre, peste y para muchos expedicionarios la
ceguera, provocada por el ardiente sol del desierto.
La aventura egipcia tuvo su final el 7 de agosto de 1798, día de la
célebre batalla de Abukir: cuando el almirante Nelson, por fin, halló la
flota francesa y la atacó "con la furia de un ángel exterminador". Sin
poder escapar de la trampa en que había caído, Napoleón vio cómo los
ingleses aniquilaban sus naves.
Impotente para soportar la derrota, el 19 de agosto de 1799,
Bonaparte decidió separarse de su ejército y regresar a Francia. Seis
días después partía abordo de la fragata "Muiron" rumbo a Europa, sin ni
siquiera molestarse en mirar atrás para despedirse de los que quedaban
en el país de los faraones.
Si la expedición de Bonaparte por tierras del Nilo, desde el punto
vista militar resultó un fracaso, desde el punto de vista científico
promovió la aparición de una ciencia nueva que iba a llamarse
Egiptología.
A bordo de los buques de la flota francesa, soportando las bromas y
burlas de los soldados y marineros, habían llegado a Egipto ciento
setenta y cinco hombres de ciencia, cuya misión consistía en "batallar"
por reconstruir el pasado de un pueblo. Aquellas naves de guerra eran
portadoras también de un espléndida biblioteca compuesta de toda clase
de libros que trataban sobre el país del Nilo y con numerosos cajones
repletos de aparatos científicos e instrumentos de precisión de la
época. Napoleón gustaba de conversar de vez en cuando con los hombres de
ciencia, entre los cuales había astrónomos y geómetras, químicos y
físicos, técnicos y orientalistas, pintores y poetas.
De todo el equipo pronto destacó un dibujante recomendado a Napoleón
por la gentil Josefina. Llamábase Dominique Vivant Denon y contaba en su
haber con una de las vidas más azarosas de la Francia que oscilaba
entre la Revolución y la Monarquía.
Soportando las fatigas de las marchas y del clima, Denon captó
certeramente el país de los faraones con su lápiz conservándolo para la
posteridad y haciéndolo presente en nuestra conciencia. De un lado para
otro, siempre infatigable, el artista, que tenía cincuenta y un años de
edad, dibujó cuanto se le ponía por delante. Fiel a sus modelos,
meticuloso, con un realismo propio de los viejos grabadores, no omitía
ningún detalle por insignificante que fuera. Por eso es por lo que sus
magníficos dibujos ofrecieron una base inapreciable a los
investigadores. Sobre su material escribióse después la obra de la que
debía arrancar la Egiptología: "La description de l´Egypte".
La obra se publicó de 1809 a 1813, causando gran sensación en las
gentes al descubrir una civilización insospechada, al asomarse a un
pasado que iluminaba la obscuridad de una época hasta entonces ignorada.
El mundo pasmóse al ver que Egipto era un país desconocido, hecho de
arena y de sol, por el cual iba abriéndose paso el río Nilo, su fuente
de vida, alimentado por los lagos y las lluvias del Sudán. Cada año,
desde hacía milenios, crece dieciséis palmos -en una estatua que lo
simboliza y que se conserva en el Museo Vaticano, dieciséis niños juegan
alrededor del dios imagen del río- inundando el árido desierto. Cuando
de nuevo las aguas retornan el nivel normal de su cauce, no sólo han
transformado el estéril suelo en fértil vega, sino que también han
eliminado la sequía de la tierra en la que se darán abundantes cosechas.
Se supo que en dichos paisajes se alzaban brillantes cúpulas y
delicados minaretes, y que hombres de infinidad de razas y colores
vivían en un abigarrada torre de Babel, rodeados de innumerables ruinas
de templos, de tumbas y de palacios que reflejaban un pasado glorioso.
Egipto entrañaba un cementerio histórico, cubierto de jeroglíficos, que
simbolizaban personas, animales, seres fabulosos, plantas, utensilios,
prendas de vestir, armas, tallados en la madera, grabados en la piedra y
escritos en innumerables papiros. Hasta en las paredes de los templos,
cámaras de las tumbas, estatuas y obeliscos, aparecían jeroglíficos.
Sin ningún genero de duda, el pueblo egipcio ha sido el que más ha
gustado de la escritura, como si sintiera un afán, un deseo
irreprimible, de explicar y dejar testimonio de todas sus acciones. Si
bien la Historia tardaría muchos siglos en comprenderle.
El país del Nilo constituía un mundo misterioso y contradictorio que
"La descripción" mostraba a la Europa de erudita del siglo XIX. No
obstante, algo se había puesto de relieve: mientras todos sus monumentos
permanecieran mudos, en tanto que el idioma de extraordinario pueblo no
se descifrara, cuanto se dijera sobre él se reduciría a meras
suposiciones, fácilmente mal encaminadas.
De Sacy, el orientalista francés, diría desconcertado: "El problema aparece muy confuso y científicamente no tiene solución".
Sin embargo, del mismo suelo que guardó tan enigmática civilización,
iba a surgir la respuesta precisa. Y gracias a ello pronto se sabría que
junto a las orillas del pródigo Nilo había nacido una de las más altas
culturas de la Historia del hombre: una civilización que levantó
edificios de una belleza y una magnificencia nunca superadas, y creó un
estilo de vida propio e inconfundible.
Las crónicas se contradicen al referirse al hallazgo de la Piedra de
Rosetta. Hay quien señala que la halló el francés Dhautpoul, jefe de las
fuerzas de zapadores de Napoleón. Otras fuentes citan al capitán
Bouchard, oficial encargado de dirigir los trabajos de fortificación en
las ruinas de la fortaleza de San Luis, situada siete kilómetros y medio
al noroeste de Rosetta, en el Nilo.
Lo más probable es que fuera un soldado a sus órdenes, quien un día
del año 1798, al meter el pico en una zanja, descubriera asombrado una
piedra (tan grande como el tablero de una mesa regular) de basalto negro
y pulido por un lado, que representaba tres series de inscripciones, en
partes raídas o borrosas por el roce de la fina arena que durante dos
mil años pasó sobre ella.
Se cuenta que el soldado de Bouchard que encontró tan extraña losa no
le concedió mucha importancia. Otros dicen, en cambio, que al ver el
aspecto de la piedra, completamente cubierta de misteriosos signos,
quedó al pronto fascinado, y que su reacción inmediata fue la de echarse
a correr dando alaridos, como si temiese sucumbir a un mágico hechizo.
Por orden de Bonaparte, el oficial Bouchard transportó la piedra
hallada a El Cairo, para ser cuidadosamente estudiada. entonces se vio
que las tres inscripciones que presentaba, la primera, de catorce
líneas, era jeroglífica; la segunda, de treinta y dos, demótica, y la
tercera, de cincuenta y cuatro, era griega.
Por fin habían encontrado algo que se podía comprender, leer y que se relacionaba íntimamente con la solución del enigma.
Desde entonces la piedra fue llamada "de Rosetta" en recuerdo del
lugar en que se halló, próximo a la ciudad de este nombre (cuya
traducción del copto significa "ciudad del placer"), situada en la
orilla oeste del brazo del Nilo. El contenido de la inscripción había
sido redactada por los sacerdotes de todo Egipto reunidos en Menfis,
capital de la monarquía egipcia, en honor a Ptolomeo Epifanes, allá por
el año 196 a.C.
Esto fue lo que los helenistas tradujeron en las líneas escritas en
griego. Lo cual despertó el interés de todos los científicos del mundo,
que creyeron ya fácil traducir los signos jeroglíficos, al compararlos
con las palabras griegas. El "Courrier de l´Egyte", uno de los
periódicos de por entonces, decía que las inscripciones de la Piedra de
Rosetta encerraban la clave que les abriría la puerta de aquel reino
muerto, así como la posibilidad de "descubrir Egipto con documentos de
los propios egipcios".
Sin embargo, la cosa no resultó tan sencilla como imaginaron. Ninguno
de los muchos investigadores que se dedicaron al empeño de descifrar
los jeroglíficos logró conseguirlo. Todos ellos fracasaron
estrepitosamente y se confesaron impotentes para resolver aquel enigma.
Los franceses, entretanto, se mostraban muy orgullosos del hallazgo
de la Piedra de Rosetta, sin darse cuenta de que pronto ésta cambiaría
de dueños. En efecto, el año 1801, después de capitular en Alejandría,
al evacuar Egipto las tropas francesas, cayó en poder de los ingleses,
que la depositaron en el Museo Británico de Londres donde permanece en
la actualidad. Años más tarde, no muchos, serían ellos mismo quienes se
la ofrecerían a Champollion para que la estudiara y descifrase.
El misterio, por los complicados caminos del destino, venía al
encuentro del gran hombre, del fundador de una ciencia nueva que se
llamaría Egiptología, que expresa -al margen de su significado
etimológico- amor e interés por ese mundo que brotaba de las tinieblas,
después de haber permanecido tanto tiempo en la penumbra de la invención
y la leyenda, mudo en su dramática y pétrea elocuencia.
Sus monumentos, las excavaciones, las inscripciones, hablaban; sin
embargo, los investigadores no lograban entender se enrevesado
lenguaje... Hasta que llegó el hombre que supo interpretarlo.
Jean-François Champollion, el hombre que más tarde conseguiría
descifrar la escritura jeroglífica, nació el 23 de diciembre de 1790 en
Figeac, pequeño pueblo situado al sudoeste de Francia.
Hijo de un honrado librero y de una madre paralítica, el joven
Jean-François se vio rodeado desde su nacimiento de extrañas
circunstancias. En efecto, ya el médico, al reconocer al recién nacido,
vio con estupor que tenía la córnea amarilla, como los orientales, y
además una tez muy oscura. Años más tarde, los rasgos de su rostro
moreno serán la causa de que le apoden "el egipcio".
Los primeros años años escolares de Champollion no presagian su
profundo amor por el estudio. En la escuela de Figeac es un alumno
mediocre, y distraído, por lo que su hermano Jacobo José, doce años
mayor, decide llevárselo a Grenoble para preocuparse de su educación.
A sus once años, el pequeño Champollion empieza a demostrar una
extraordinaria afición por le latín y el griego, recuperando pronto el
tiempo perdido. Dos años después, bajo la dirección de su hermano, un
especialista en la materia, comienza a estudiar el etíope y el árabe, el
copto y el hebreo, el sirio y el caldeo, demostrando algo más que una
excelente disposición para las lenguas. Ello hace que en 1807, cuando
sólo cuenta diecisiete años de edad se traslada a París a proseguir sus
estudios en la Escuela Especial y el Colegio de Francia.
Sin embargo, es curioso señalar que todo cuanto aprende y hace ronda
"en el mágico círculo de Egipto". en su mente sólo bulle una idea: la de
descifrar los papiros que el amigo de su hermano, el prefecto Fourier,
que participó en la expedición francesa a Egipto, le ha enseñado hace
unos meses. Hasta entonces nadie sabe lo que significan aquellos
jeroglíficos. Fue en esta ocasión cuando el joven Champollion, seguro de
hallar por sí mismo la clave de aquel misterioso lenguaje, exclamó
convencido:
-¡Yo los leeré!
Y con este propósito partió hacia París dispuesto a cumplir su palabra.
Antes, sin embargo, leyó ante la Academia de Grenoble un esbozo de lo
que iba a ser su libro "Egipto bajo los faraones". Tan extraordinario
fue el efecto que produjo aquel jovenzuelo de diecisiete años de edad
que por unanimidad fue nombrado miembro de la Academia. Poco después
sería designado profesor auxiliar de Historia.
Una vez en París, entregado en cuerpo y alma al estudio, Champollion
tuvo que soportar gran cantidad de estrecheces y dificultades. Y de no
haber sido por su buen hermano, que no reparaba en sacrificios para
ayudarle, posiblemente hubiera perecido de hambre.
Champollion, que vive en una lóbrega habitación cerca del Louvre, se
encuentra enfermo por la humedad y el frió. Calza unos zapatos rotos y
lleva un traje raído que le impide presentarse en sociedad. Entretanto,
Napoleón llama a todos los hombres a filas. Y mientras Francia está en
guerra y el restallar de las armas resuena en por toda Europa, un
investigador obsesionado muerto de hambre y de frío lo olvida todo en su
mísera estancia, ante una copia que desde Londres le han enviado de las
inscripciones que contiene la Piedra de Rosetta.
En 1808 Champollion penetra definitivamente en el secreto de la
escritura jeroglífica comparando los signos de la inscripción de Rosetta
con los de un papiro demótico, tras cuya confrontación puso en claro el
valor de varias de aquellas letras o signos.
Parecía que, por fin, su gigantesca labor, el esfuerzo de toda su
vida, iba a verse recompensado. Mas antes de alcanzar sus propósitos
transcurrirían aún algunos años y sufriría nuestro hombre el sobresalto
más grande de su vida.
Unos días antes escribió a su hermano explicándole cómo había llegado
hasta su descubrimiento y haciéndole partícipe de su justificada
satisfacción. "Se -le decía- que me hallo en el buen camino que ha de
conducirme al éxito final."
Ya se creía próximo a la solución, cuando le dieron la noticia de que
el investigador Alexander Lenoir se le había adelantado. --Los
jeroglíficos egipcios han sido, al cabo, descifrados-- le dijeron.
Todo fue una falsa alarma.
Champollion no tardó en comprobar que Lenoir no se le adelantó en su
carrera de descifrar jeroglíficos. Nada sabe nada aún. Y entonces el
joven profesor pare intuir que el éxito le aguarda para coronar su
empresa.
En los años siguientes Champollion siguió estudiando aquellos
extraños signos que eran para él la razón de su existencia. Y si bien es
verdad que padeció calamidades y privaciones, también es cierto que
logró hacerse con la confianza y el respeto de los que, por su edad,
hubieran tenido que ser sus maestros.
En medio de una Francia que se desangraba en interminables guerras,
Champollion seguía estudiando, comparando y ganando a cada paso la meta
de su penosa labor. No faltó quien se le opusiera y quien le criticara
duramente, como el abate Tandeaur de Saint-Nicolas, por ejemplo, que
publicó un folleto en el que intentaba demostrar que los jeroglíficos no
eran ninguna clase de escritura, "sino un simple elemento de
decoración". Ante tan disparatadas conclusiones, el joven Jean-François
se mantenía más aferrado a sus instituciones.
La caída de Napoleón le acarreó nuevos sinsabores. Tachado
injustamente de bonapartista, perdió su cátedra de profesor en Grenoble.
Ello hizo que se dedicara a escribir y corregir su "Diccionario Copto",
después de lo cual dio comienzo a su famosa "Gramática".
Sin poder determinar el día, ni la fecha, como sucede a menudo en los
grandes descubrimientos, fruto de muchos años de estudio, a Champollion
se le ocurrió la feliz idea de que las imágenes jeroglíficas eran
"letras", mejor dicho, signo representativos de sonidos. Él mismo
escribió: "...sin ser estrictamente alfabéticos son, sin embargo,
expresiones gráficas de los sonidos".
Ésta había sido su primera idea genial. La segunda sería la de
descifrar, en primer lugar, los nombres de los reyes. La razón era
obvia. La inscripción de la Piedra de Rosetta contenía, según dijimos,
la dedicatoria de unos sacerdotes al rey Ptolomeo V Epifanes. El texto
griego legible era de una claridad meridiana. Entonces Champollion
comprobó que en el lugar de la inscripción jeroglífica, donde se suponía
figuraba el nombre del rey, había un grupo de signos encerrados en un
óvalo o anillo alargado, que los investigadores denominaron cartucho. Aunque hasta entonces nadie cayó en la cuenta de tan lógica y sencilla evidencia, Champollion dedujo que dentro del cartucho, que en definitiva no era más que un subrayado, estaría la palabra de mayor dignidad, o sea, el nombre del rey.
Un descubrimiento posterior le permitió confirmar de nuevo su tesis.
En el Obelisco de Filae, que el arqueólogo Banks llevó en 1921 a Gran
Bretaña y que a semejanza de la Piedra de Rosetta tenía también una
doble inscripción, helénica y jeroglífica, Champollion descubrió que
encerrados en cartuchos se destacaban los nombres de Ptolomeo y
Cleopatra.
Semejante confirmación era una luz muy valiosa, si bien no iluminaba
por completo la oscuridad. Se desconocía aún la evolución que habían
sufrido los jeroglíficos.
El descubrimiento capital de Champollion consistió en distinguir las
diversas modificaciones experimentadas por la escritura griega. Con ello
tenía la clave para descifrar los jeroglíficos. Desde sus cuarenta
siglos de Historia ya no volverían a burlarse de la inteligencia de los
hombres... Su misterioso embrujo estaba vencido, y la claridad penetraba
definitivamente en la noche de la ignota civilización de Egipto.
El 22 de septiembre de 1822, un joven pobre y agobiado por el
cansancio nervioso, se precipitó a casa de su hermano gritando como un
poseso:
-¡Es cosa hecha, Jacobo José!- Y acto seguido se desvaneció.
Era Jean-François Champollion, que acababa, después de enormes
esfuerzos y sinsabores, de resolver el misterio de los jeroglíficos
egipcios. Unos días después, ya repuesto, anunciaba la sensacional
noticia en carta dirigida al Secretario Perpetuo de la Academia de
Inscripciones y Bellas Artes, B. J. Dacier. En ella sentaba las normas
definitivas para descifrar los jeroglíficos.
Seguidamente dio a conocer al mundo el fruto de su brillante labor
por medio de una obra relativa al "Alfabeto jeroglífico egipcios", la
que causo enorme impresión en todos los medios científicos. Y aunque
intentaron rebatir sus autorizadas opiniones, terminaron, por último,
reconociendo el valor del descubrimiento de Champollion.
A partir de entonces la vida del joven transcurrió tranquila y feliz
junto a su esposa. El mundo entero rindió al tenaz y afortunado
descubridor el tributo de su admiración, y el nombre de Champollion
cobró la fama y el respeto que merecía.
Un día de julio del año 1828 partió para Egipto, donde iba a ver
convertido en realidad el sueño de toda su vida. Al visitar cierta noche
de luna el impresionante y gigantesco templo de Hathor, diosa del amor,
en Denderah, dijo emocionado a los que le acompañaban:
-¡Mirad! Aquí existió una gran cultura... Ahora el mundo podrá leer su historia en los signos que cubren estos muros...
Y así es. Pero sin la Piedra de Rosetta y sin la intervención de su
genial traductor Champollion, es posible que la Humanidad hubiera
tardado mucho más en conocer la civilización del pueblo egipcio.
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