Admonición Historia, de Ramón “Van Elder”
Espinal
Pronunciado a nombre de “Cultura, la noche del 29 de septiembre de 1938, en La Vega, por Ramón – Van Elder – Espinal,
Compilado por Alfredo Rafael Hernández Figueroa, 2012, documentación del Archivo General de la Nación, “Ramón – Van Elder – Espinal, El Pensador” folleto de tres artículos. Una copia del texto, por Ubaldo Solís,
Cuando en lenta
marcha y a merced del soplo ocasional de los vientos que hinchaban el volumen heráldico de las católica naves,
la expedición colombina, en la temeraria
y pujante empresa de acortar la ruta comercial entre Europa y Las Indias halló
el tesoro virgen de América flotando en
la procelosa mar atlántica, España,
la recia España de sus majestades Isabel y Fernando, no había enviado
aún la espada que en la ardorosa lid de la fe se cruzó victoriosa con la
cimitarra exterminadora del musulmán, en la embriaguez fanática de épicos
acontecimientos
De un material
humano empobrecido por la guerra y por lo tanto, presa de una animalidad
exaltada y combativa, dispuesta a todos los embrutecidos desmanes, para satisfacer sus ambiciones de lucho y
pillar de esa gleba irredenta de
pos-guerra, capitaneada por audaces e improvisados adalides, que surtieron las
primeras expediciones aventureras que vinieron a conquistar a nombre de la
corono y la cruz la irrevelada
vastedad de este continente
La tierra que
jamás ojos hayan visto”, La
Española, sofocó la primera arremetida
del empuje de la avasalladora civilización europea, que lo quiso todo de una
vez catequizar en masa a la indígena gente que tenía una más vieja conciencia de siglos; que quiso en
una sola generación extraer toda la riqueza de un suelo fecundo, de una
naturaleza pródiga
En plena
conquista, y para tomar posesión efectiva de los nuevos dominios que hoyaban
sus planes, el español se detuvo aquí o allá, y donde le pareció conveniente,
levanto fortalezas, dejó guarniciones y siguió adelante
Tal el origen
del almenado Fuerte de la Concepción, edificado en los auríferos dominios del
cacique Guarionex y a cuyo amparo comenzó a desarrollarse la Villa de La Vega Real, blasonada años después de
las Reales Ordenes, coordinando su progreso con el rendimiento cada vez mayor
de los ricos yacimientos del codiciado metal,
que convirtieron en el Calvario de la raza autóctona, inmolada por el
insaciable colonizador como víctima
propiciadora en aras del Becerro de
Oro
¡Cuán despiadado
y cruel sería el primero martirologio a
que sometió al indio
la civilización blanca, para obtener oro, el oro maldito que avergüenza en la limosna
que recibe, y con el que se compra la
vanidad efímera de la grandeza humana; oro, oro, para corromper
conciencia, para llevar deshonra a muchos
hogares, para mutilar virtudes; oro maldito, para calmar las manos
crispadas de los eternos Iscariote!
Biológicamente
inadaptado para las rudas faenas de la explotación minera, a la que casi
especialmente se le forzó, el indígena
se extinguió, desapareciendo vertiginosamente el elemento básico, que
rigurosamente condicionado para vivir en el medio ambiente, era indispensable
en mayor proporción, para formar la combinación étnica del criollo, que hubiera
arraigado más enérgicamente en el suelo, que hubiera sido menos nómada, y que
en fin hubiera dado origen a una
colonización más racional y efectiva, más estable y progresista.
Y pensar que
este sombrío crimen de lesa humanidad lo justificara una religión, que
inspirada en los evangelios igualitarios del Cristo de Nazaret, era en aquellos
tiempos la única institución llamada a morigerar las pasiones, hacer menos
torpe el lucro, arrogándose la misión de
propiciar una mejor y más justa y humanitaria convivencia entre oprimidos y
opresores; culpa de ello fue el interés del clérigos ambiciosos que a excepción
de Las Casas, más humano que sacerdote, obtuvieron jugosas y privilegiadas
ventajas en ese desorden de cosas, enriqueciendo sus escarcelas
particulares, y obteniendo para la iglesia extensos bienes territoriales.
Verdad es, que antes de la extinción total de
la raza oprimida, se produjo la reacción
de clase explotada contra los explotadores. Y la llama de la
sublevación, ese sagrado derecho de los pueblos a revelarse contra sus
opresores, se atenuó en veces, se encendió
otras, hasta culminar, tardíamente,
en la liberación racial, clásica, del Monte Sacro de Bahoruco.
La estructura
maciza del Fuerte de La Concepción, el amplio monasterio de San Francisco, y la
imponente catedral de espaciosas naves
de La Vega Real, fueron no más que un intento fallido para establecer una villa
duradera y progresista. Pero lo mal que
comenzó la colonización, peores habían
de ser sus resultados. Al hispano
lo deslumbró más el oro que la fragancia selvática de la india ingenua; y no se
dio una tregua ni siquiera para acariciarla, para echar a rodar sobre esta tierra propicia a toda gestación de vida, el
fruto hibrido de unos amores fugases. Por eso La Villa de La Vega Real no tuvo
hijos; sino extraños, que la abandonaron, que se fueron, que se perdieron por
lo tantos, caminos tras los vellocinos de oro y plata de México y
el Perú.
Por eso, a seis
lustros nada más de distancia del año de su fundación, quedo en Villa de La
Vega Real con doce vecinos, desolados los claustros de su monasterio, las naves
de su bella Catedral desiertas. Por tanto, asimismo, cuando ocurrió la
desgracia del terrible cataclismo que echó
por tierra, en el 1562, es de presumir, lógicamente, que su población
era aun pequeña y mezquina.
Al trasladarse
sus moradores a esa parte del Camú,
adoptaron, principalmente, como medio de vida la crianza y el monteo de
animales cimarrones. Con este género de existencia por delante, cuan precario
debió ser el desarrollo de la nueva
Concepción, que contaba por el año 1598, con algo menos de una veintena de
pobres y miserables bohíos. Siglo y medio después, 3,000 almas la habitaban; pero
este desarrollo numérico no se operó gracias a favorables condiciones de vida,
sino que parece ser que este incremento de la población tuvo origen en el éxodo que hacia el interior
de la Colonia emprendieron los habitantes de las costas, atemorizados por las
constantes incursiones de los osados piratas que deambulaban por los mares en
aquella época luctuosa de rapiña y vandálico pillaje
Sin embargo,
esta aglomeración de material humano no
en la región, favoreció en aquellos tiempos a La Vega, pues al
establecerse el libre comercio de la Colonia, con brazos suficientes que, violando la hasta entonces ingravidez de los tupidos
montes, centuplicaron las milagrosas
simientes, avivándose por consiguiente,
el tráfico comercial por los caminos que terminaban en los puertos
cercanos.
Pero ningún
pueblo puede sustraerse a vivir estrictamente
los goces y las desventuras de su propia existencia. Toda agrupación
humana ha de tener necesariamente nexos más
o menos estrechos con sus congéneres más inmediatos, y por lo mismo
arrastrada, por la ineludible fuerza
de la
vinculación, material o espiritual, habrá de sentirse influenciada por acontecimientos exteriores que aparentemente
nada tienen que ver con la existencia de su organización.
Sujeta a esa ley
fatal de enlace cósmico, la Colonia sufrió transformaciones políticas,
económicas y sociales generadas en la
vieja Europa. Primero paso a ser
posesión colonial francesa: luego territorio incorporado a fastuoso Imperio Haitiano. Y La Vega hubo de sufrir, continuamente, el
paso ininterrumpido de esas bruscas transformaciones. Cuando ocurrió la
inevitable desgracias del 1805, el incendio que redujo a humeantes cenizas su floreciente adelanto, La Vega podía
vanagloriarse de tener sólidos edificios de mampostería, cuyas blancas
estructuras se erguían sobre la esmeraldina plenitud del valle, pregonando a los cuatro vientos el auge
progresista de la Sultana del Camú
Luego de la
infausta ocurrencia de manos del
irascible y sanguinario Dessalines, La Vega renació pobremente con unas cuantas
chozas, y ya daba nota de vitalidad cuando la Ocupación Haitiana, bajo cuya
tutela siguió un curso definido de prosperidad material.
El General Le
Brun le cupo la gloria de construir
obras de positivos mérito para el adelanto
urbano. En el aspecto rural, el campesino, por medios de la ley de expropiación
a la Iglesia de sus privilegios territoriales, de 1824 quedó en libertad
para hacer producir en beneficio propio sus reducidas
labranzas.
La ley cuya
marcada importancia para el porvenir económico de la República que había de
advenir. Solamente un gobierno como el haitiano, férreo e imperativo, cuyas
cabecillas estaban aún influenciados por los principios revolucionarios de la
Francia de fine de 1700, y principios
que los alentaron a luchar
victoriosamente contra sus opresores, creando odio a la iglesia, aliada a los
poderes monárquicos europeos, empreñados en mantener su dominación en esta
parte: solamente ese gobierno se hubiera atrevido en aquel entonces a quitarles a la Iglesia y demás congregaciones
religiosas, los cuantiosos bienes que
poseía.
Fue tan de provecho la aludida disposición, que el Primer Gobierno de la República
Dominicana, hizo después lo mismo. A La Vega,
casi respuesta de sus pasadas desgracias, el destino le deparó nuevos y
más cruentos dolores: el terremoto del
1842 la hizo rodar una vez más por el
suelo. Pero el espíritu vegano, ya
estaba formado para persistir en el medio, contra todos los avatares que
le pudiera reservar aún el porvenir. Y
padeciendo los horrores de las guerras
de Independencia y la Restauración, se repuso poco a poco hasta alcanzar un puesto de honor entre los pueblos
más adelantado de la Republica.
A ese auge
material, consecuencia de condiciones económicas favorables, correspondió la
inquietud cultural de una Sociedad de Jóvenes, que se propuso la edificación de su gestó la
Sociedad La Progresista que instaló una Biblioteca, por el año de 1886 y que más tarde, en el 1909,
había de construir el actual Teatro del mismo nombre.
Las guerras
civiles ahogaban en ciernes las
iniciativas fecundas de aquellos que a salvo de los odios, y lo apetitos de las
distintas banderías, sufrían los dolores de la Patria, entregada al desgarre
inmisericorde de los revoltosos, y aspiraban a un orden legal de cosas,
que permitieran a todos trabajar en pro del engrandecimiento del país
Con la
Intervención Americana, vino el sosiego a rural, se desarrollo la agricultura,
el comercio tomó nuevos bríos y el adelanto urbano de La Vega, en todos los sentidos, cobró
inusitada vitalidad. Una vez, la flor de la cultura espiritual abrió
en nuestro medio sus corolas, recibiendo la sabia vigorosa de una envidiable economía,
cuando fue el empeño, cuanto la reiterada dedicación de este pueblo
a elevar su nivel de cultura.
Periódicos,
Revistas, Juegos Florales, Conferencias, atestiguan de manera elocuente, cuanto
fue el empeño, cuanto la reiterada dedicación de este pueblo q elevar su nivel
de cultura. Lástima grande que esas corrientes intelectuales tomaran el curso
funesto de las infecundas diatribas políticas,
una vez que el yanqui tomara pasaje de ida en la férrea armazón de sus imponentes
acorazados.
El ficticio
renacer de la económica vegana, con lo que
dio en denominar “ la danza de los millones”, dejó aquí sus huellas materiales, pero nos
trajo una labor cultural seria; sin nos enfrascó en diversiones transitorias,
en nuevas exigencias de confort, en
total desacuerdo con nuestra efectivas posibilidades
económicas.
Cuando dilapidamos
íntegramente el dinero que recibimos prestado y que por consiguiente, no
habíamos trabajado, comenzó a languidecer La Vega de hoy. Nos enrolamos en las filas de
la Civilización, con todas sus exigencias de
vida deslumbrante y aparatosa, contando con el rendimiento de una
agricultura rudimentaria, que apenas si puede satisfacer las necesidades más
perentorias del campesinado anémico y miserable. Atraído por la ciudad, por el espejismo engañoso de su bienestar, el campesino vende su predio y
viene a engrosar, a ensanchar las
barriadas de los proletarios, complicando cada vez más la vida actual de la población
Digamos escuetamente,
que el pueblo parece no trabajar: uno que otro pequeño taller rompe el silencio
en que lo sume la apatía haragana de sus
adinerados, que se dedican a la usura que envilece, o al “dolce perniente” de un vivir sosegado, pero improductivo.
¿Hasta cuando
todo esto?. No sabemos. ¡Pero, ay de los hombres y de los pueblos, que se abstienen
en seguir trillando, y no rectifican, los extraviados derroteros en que han caído!
Pronunciado a
nombre de “Cultura, la noche del 29 de septiembre de 1938, en La Vega, por
Ramón – Van Elder – Espinal,
Compilado por Alfredo Rafael Hernández
Figueroa, 2012, documentación del Archivo General de la Nación, “Ramón – Van
Elder – Espinal, El Pensador” folleto de
tres artículos. Una copia del texto, por Ubaldo Solís,
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